Tercer Domingo de Adviento
Sagrada Escritura:
Primera: Is 35, 1-6.8.10
Salmo 146
Segunda: Sant 5, 7-10
Evangelio: Mt 11, 2-11
Nexo entre las lecturas
La liturgia del tercer domingo de Adviento subraya de modo particular la alegría por la llegada de la época mesiánica.
Se trata de una cordial y sentida invitación para que nadie desespere de su situación, por difícil que ésta sea, dado que la salvación se ha hecho presente en Cristo Jesús. El profeta Isaías, en un bello poema, nos ofrece la bíblica imagen del desierto que florece y del pueblo que canta y salta de júbilo al contemplar la Gloria del Señor. Esta alegría se comunica especialmente al que padece tribulación y está a punto de abandonarse a la desesperanza. El salmo 145 canta la fidelidad del Señor a sus promesas y su cuidado por todos aquellos que sufren. Santiago, constatando que la llegada del Señor está ya muy cerca, invita a todos a tener paciencia: así como el labrador espera la lluvia, el alma espera al Señor que no tardará. El Evangelio, finalmente, pone de relieve la paciencia de Juan el Bautista quien en las oscuridades de la prisión es invitado por Jesús a permanecer fiel a su misión hasta el fin.
Mensaje doctrinal
1. El mensaje del desierto. Cuando el Antiguo Testamento veía el desierto como lugar geográfico, lo consideraba como la tierra que “Dios no ha bendecido”, lugar, de tentación, de aridez, de desolación. Esta concepción cambió cuando Yahveh hizo pasar a su pueblo por el desierto antes de introducirlo en la tierra prometida. A partir de entonces, el desierto evoca, sobre todo, una etapa decisiva de la historia de la salvación: el nacimiento y la constitución del pueblo de Dios. El desierto se convierte en el lugar del “tránsito”, del Éxodo, el lugar que se debe pasar cuando uno sale de la esclavitud de Egipto y se dirige a la tierra prometida. El camino del desierto no es, en sentido estricto, el camino más corto entre el punto de salida y el punto de llegada. Lo importante, sin embargo, es comprender que ése es el camino de salvación que Dios elige expresamente para su pueblo: en el desierto Yahveh lo purifica, le da la ley, le ofrece innumerables pruebas de su amor y fidelidad. El desierto se convierte, según el Deuteronomio (Dt 8,2ss 15-18), en el tiempo maravilloso de la solicitud paterna de Dios. Cuando el profeta Isaías habla del desierto florido expresa esta convicción: Dios siempre cuida de su pueblo y, en las pruebas de este lugar desolado, lo alimenta con el maná que baja del cielo y con el agua que brota de la roca, lo conforta con su presencia y compañía hasta tal punto que el desierto empieza a florecer. En nuestra vida hay momentos de desierto, momentos de desolación, de prueba de Dios, en ellos, más que nunca, el Señor nos repite por boca del profeta Isaías: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón, sed fuertes, no temáis. Mirad que vuestro Dios viene en persona.
2. Sed fuertes, no temáis. Parece ser ésta la principal recomendación de toda la liturgia.
Sed fuertes, que las manos débiles no decaigan, que las rodillas vacilantes no cedan, que el que espera en la cárcel (Juan Bautista) persevere pacientemente en su testimonio: Dios en persona viene, Dios es nuestra salvación y ya está aquí. Es preciso ir al corazón de Juan Bautista para comprender la tentación de la incertidumbre; Juan era un hombre íntegro de una sola pieza; un hombre que nada anteponía al amor de Cristo y a su misión como precursor; un hombre ascético, sin respetos humanos y preocupado únicamente de la Gloria de Dios. Pues bien, Juan experimenta la terrible tentación de haber corrido en vano, de sentir que las características mesiánicas de Jesús no correspondían a lo que él esperaba. Experiencia tremenda que sacude los cimientos más sólidos de aquella inconmovible personalidad. Con toda humildad manda una legación para preguntar al Señor: ¿Eres realmente Tú el que ha de venir? La respuesta de Jesús nos reconduce a la primera lectura. Los signos mesiánicos están por doquier: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Juan entiende bien la respuesta: ¡es Él y no hay que esperar a otro! ¡Es Él! ¡El que anunciaban las profecías del Antiguo Testamento! ¡Es Él y, por lo tanto, debe seguir dando testimonio hasta la efusión de su sangre! ¡Y Juan Bautista es fiel! ¡Qué hermoso contemplar a este precursor en la tentación, en el momento de la prueba, en el momento de la lucha y de la victoria!
3. El Señor viene en persona
Éste es el motivo de la alegría, éste es el motivo de la fortaleza. Es Dios mismo quien viene a rescatar a su pueblo. Es Dios mismo quien se hace presente en el desierto y lo hace florecer. Es Dios mismo quien nace en una pequeña gruta de Belén para salvar a los hombres. Es Dios mismo quien desciende y cumple todas las esperanzas mesiánicas. Admirable intercambio: Dios toma nuestra humana naturaleza y nos da la participación en la naturaleza divina.
Sugerencias pastorales
1. La alegría debe ser un distintivo del cristiano
La alegría cristiana nace de la profunda convicción de que en Cristo, el Señor, el pecado y la muerte han sido derrotados. Por eso, al ver que El Salvador está ya muy cerca y que el nacimiento de Jesús es ya inminente, el pueblo cristiano se regocija y no oculta su alegría. Nos encaminamos a la Navidad y lo hacemos con un corazón lleno de gozo. Sería excelente que nosotros recuperáramos la verdadera alegría de la Navidad. La alegría de saber que el niño Jesús, Dios mismo, está allí por nuestra salvación y que no hay, por muy grave que sea, causa para la desesperación. De esta alegría del corazón nace todo lo demás. De aquí nace la alegría de nuestros hogares. De aquí nacen la ilusión y el entusiasmo que ponemos en la preparación del nacimiento, el gozo de los cantos natalicios tan llenos de poesía y de encanto infantil. Es justo que estemos alegres cuando Dios está tan cerca. Pero es necesario que nuestra alegría sea verdadera, sea profunda, sea sincera. No son los regalos externos, no es el ruido ni la vacación lo que nos da la verdadera alegría, sino la amistad con Dios. ¡Que esta semana sea de una preparación espiritual, de un gozo del corazón, de una alegría interior al saber que Dios, que es amor, ha venido para redimirnos! Esta preparación espiritual consistirá, sobre todo, en purificar nuestro corazón de todo pecado, en acercarnos al sacramento de la Penitencia para pedir la misericordia de Dios, para reconocer humildemente nuestros fallos y resurgir a una vida llena del amor de Dios
2. Salimos al encuentro de Jesús que ya llega con nuestras buenas obras
Esta recomendación que escuchamos ya el primer domingo de adviento se repite en este domingo de gozo. Hay que salir al encuentro con las buenas obras, sobre todo con caridad alegre y del servicio atento a los demás. En algunos lugares existe la tradición de hacer un calendario de adviento. Cada día se ofrece un pequeño sacrificio al niño Jesús: ser especialmente obediente a los propios padres, dar limosna a un pobre, hacer un acto de servicio a los parientes o a los vecinos, renunciar a sí mismo al no tomar un caramelo, etc. En otros lugares se prepara en casa, según la costumbre iniciada por San Francisco de Asís, el “tradicional nacimiento”. A los Reyes Magos se les coloca a una cierta distancia, más bien lejana, de la cueva de Belén. Cada buena obra o buen comportamiento de los niños hace adelantar un poco al Rey en su camino hacia Jesús. Métodos sencillos, pero de un profundo valor pedagógico y catequético para los niños en el hogar. Pero no conviene olvidar que la mejor manera de salir al encuentro de Jesús es el amor y la caridad: el amor en casa entre los esposos y con los hijos; el amor y la caridad con los pobres y los necesitados, con los ancianos y los olvidados. Hay que formar un corazón sensible a las necesidades y sufrimientos de nuestro prójimo. Es esto lo que hará florecer el desierto. Es esto lo que hará que nuestras rodillas no vacilen en medio de las dificultades de la vida. Nada mejor para superar los propios sufrimientos que salir al encuentro del sufrimiento ajeno.
3. La venida de Jesús es una invitación a tomar parte en el misterio de la redención de los hombres
El cristiano no es un espectador del mundo, él participa de las alegrías y gozos así como de las penas y sufrimientos de los hombres. “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo, y nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”(Gaudium et spes1). El cristiano es por vocación, así como lo era Juan Bautista, uno que prepara el camino de Cristo en las almas. Debe participar en la vida y en la misión de la Iglesia. Debe sentir la dulce responsabilidad de hacer el bien, de predicar a Cristo, de conducir las almas a Cristo.
Si alguno dice que no tiene tiempo para hacer apostolado es como si dijese que no tiene tiempo para ser cristiano, porque el mensaje y la misión están en la entraña misma de la condición cristiana. Nos conviene recuperar ese celo apostólico, nos conviene fortalecer las manos débiles, las rodillas vacilantes y dar nuevamente al cristianismo ese empuje y vitalidad que tenían las primeras comunidades cristianas. Veamos cómo los primeros discípulos de Cristo rápidamente se convertían en evangelizadores, llamaban a otros al conocimiento y al amor de Jesús. Veamos que el mundo espera la manifestación de los Hijos de Dios (Cfr. Rom 8,19).
Espera nuestra manifestación, espera que cada uno de nosotros, desde su propio puesto, haga todo lo que pueda para preparar la venida del Señor. “¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el que hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de agudizar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos en sus instrumentos… El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: “Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza “que no defrauda” (Rm 5,5), (Novo Millennio Ineunte 58).