¡Oh!, Santos Cleto y Marcelino, vosotros, sois
los hijos del Dios de la vida, sus amados santos
y mártires, que, cada quien en su tiempo, lo mejor
disteis de vuestras ejemplares vidas y, cuando
el momento de la prueba os llegó, y frente a
los herejes e impíos de vuestro tiempo, os
negasteis con valor y fe, a tributar homenaje
alguno a falsos dioses, persistiendo en ello,
y, así, seguisteis las huellas de vuestro Maestro
Cristo Jesús, Dios y Señor Nuestro. Luchasteis
contra los donatistas, enemigos de la fe católica
y de los Papas, y de la calumnia contra vos,
Marcelino, diciendo que vos, erais un prevaricador,
padeciendo martirio por esta causa, cosa falsa
como Dios, sabe. Hasta hoy, existe una capilla
con vuestro nombre, como prueba muda, de vuestro
ejemplo y virtud, y alcanzasteis la eternidad
conjuntamente que los cristianos Claudio, Cirino y
Antonino, por confesar vuestra fe y condenado
luego a la pena capital. Así, y luego de haber
gastado en buena lid vuestras vidas, entregasteis
vuestras almas al cielo, para coronadas ser de luz
y eternidad, como premio a vuestra entrega de amor;
¡Oh!, Santos Cleto y Marcelino,”camino, verdad y vida”.
los hijos del Dios de la vida, sus amados santos
y mártires, que, cada quien en su tiempo, lo mejor
disteis de vuestras ejemplares vidas y, cuando
el momento de la prueba os llegó, y frente a
los herejes e impíos de vuestro tiempo, os
negasteis con valor y fe, a tributar homenaje
alguno a falsos dioses, persistiendo en ello,
y, así, seguisteis las huellas de vuestro Maestro
Cristo Jesús, Dios y Señor Nuestro. Luchasteis
contra los donatistas, enemigos de la fe católica
y de los Papas, y de la calumnia contra vos,
Marcelino, diciendo que vos, erais un prevaricador,
padeciendo martirio por esta causa, cosa falsa
como Dios, sabe. Hasta hoy, existe una capilla
con vuestro nombre, como prueba muda, de vuestro
ejemplo y virtud, y alcanzasteis la eternidad
conjuntamente que los cristianos Claudio, Cirino y
Antonino, por confesar vuestra fe y condenado
luego a la pena capital. Así, y luego de haber
gastado en buena lid vuestras vidas, entregasteis
vuestras almas al cielo, para coronadas ser de luz
y eternidad, como premio a vuestra entrega de amor;
¡Oh!, Santos Cleto y Marcelino,”camino, verdad y vida”.
© 2015 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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26 de abril
Santos Cleto (Anacleto)
y Marcelino (Marcelo)
Papas y mártires
(† 90, 304)
Santos Cleto (Anacleto)
y Marcelino (Marcelo)
Papas y mártires
(† 90, 304)
El Martirologio y el Breviario romano han unido en un mismo día
la conmemoración de estos dos papas y mártires, considerándoles como
pontífices distintos de otros dos, Anacleto y Marcelo, que llevan un
nombre casi parecido y cuya semejanza ha servido de tema de discusión a
los entendidos en la historia de la Iglesia.
De los antiguos catálogos de los papas, los más antiguos, como el de
San Ireneo (siglo III), Eusebio (siglo IV), San Epifanio, San Jerónimo y
San Agustín, hacen de Cleto y Anacleto un solo personaje, que,
siguiendo a San Lino en el Pontificado, viene a ser con ello el tercero
de los papas. Más tarde, en el Catálogo Liberiano (siglo IV) y en el
Líber Pontificalis (siglo VI), se hace ya distinción entre estos dos
nombres, dándose a Cleto el tercer lugar y el quinto a Anacleto en la
sucesión del Príncipe de los Apóstoles. Esta separación se debió, tal
vez, en época posterior a escrúpulos de exactitud, suposición confirmada
por los recientes estudios llevados a cabo por el alemán Er. Caspar
sobre la vida de los primeros papas.
De aquí que, siguiendo la opinión más extendida entre los críticos
modernos, también nosotros tomaremos el nombre de Cleto por el de
Anacleto, identificando con ello, y en ambos nombres, al tercer papa que
sucedió a San Lino en la silla de San Pedro.
Algo parecido ocurre a su vez con el papa San Marcelino, ya que,
según unos documentos, a San Cayo le siguen dos pontífices distintos
llamados Marcelino y Marcelo, mientras, según otros, tal vez la mayoría,
solamente le siguió uno, que es el papa que estudiamos, San Marcelino.
No se trata, por tanto, de probar la existencia o no existencia de
este Santo, que es admitida por todos, sino de ver si de nuevo nos
hallamos ante un solo papa o bien ante dos.
Como es sabido, entre los romanos los nombres de Marcelo, Marcelino o
Marceliano vienen a ser uno mismo, tomado con diversas variantes. De
una inscripción del siglo IV deducimos con toda claridad que, a fines de
este siglo y principios del siguiente, hubo un papa que llevaba por
nombre Marcelino, aunque para designarle se usaran a veces los otros de
Marcelo y Marceliano.
Solamente los catálogos posteriores (el Liberiano y el Liber
Pontificalis) empiezan a confundirles y a señalar dos papas
independientes. Hoy, sin embargo, como en el caso de Cleto y Anacleto,
todos se inclinan a admitir la existencia de un solo Marcelino, que en
el año 296 sucede a San Cayo en la cátedra de San Pedro.
San Cleto o Anacleto nace, según los documentos aludidos, en Atenas, y
ya de muy joven es convertido a la fe cristiana por el mismo San Pedro,
quien pronto le ordena de diácono y poco más tarde de presbítero. Tal
vez seguirá al apóstol en su correrías evangélicas, hasta que llega a
Roma, donde forma parte, desde el primer momento, de aquel grupo de
selectos o colaboradores que tenía San Pedro en la ciudad de los
Césares. No es de extrañar que a ellos —a Lino, su sucesor; a Anacleto y
a Clemente— les confiara de vez en cuando el gobierno de la Iglesia
romana, mientras él iba recorriendo las distintas cristiandades.
Por el año 76, y habiendo muerto el sucesor de San Pedro, San Lino,
es escogido Anacleto por la comunidad de fieles para sucederle en la
cátedra, empezando con ello su pontificado, que había de extenderse
hasta el año 88, según unos, o hasta el 90, según otros, Duros tiempos
le toca vivir, cuando a los trabajos de consolidación de las primeras
cristiandades se iban uniendo las fatigas de la persecución, que no
hacía mucho se había desencadenado. Anacleto, como buen pastor, vigila y
ora con los perseguidos, a quienes reúne en las catacumbas para
celebrar los divinos oficios. El mismo, como posteriormente haría San
Dámaso, decora las tumbas de los apóstoles, y especialmente la de San
Pedro, que había sido enterrado en la colina del Vaticano. En ella hace
construir una especie de túmulo o “memoria” que sirviera para señalar a
las generaciones futuras el lugar exacto de la tumba del primer papa.
Nuestro Santo aparece, por otra parte, como un Pontífice de la
Iglesia romana y universal, con ciertos decretos llenos de interés,
usando en sus cartas el saludo, que habían de adoptar sus sucesores, de
“Salud y bendición apostólica”, y, como casi todos los primeros pastores
de la Iglesia, iba a manifestar con su vida la doctrina de Cristo que
predicaba.
Por este tiempo había sucedido en el Imperio el emperador Domiciano
(81-86), que al fin de su vida, y echando abajo la templanza
característica de su familia, los Flavios, iba a distinguirse como uno
de los perseguidores más cruentos de los cristianos. Que en su reinado
padeciera el martirio San Anacleto es indudable, aunque no nos queden
noticias precisas del modo y la fecha en que lo sufrió. La Iglesia, sin
embargo, le ha concedido siempre el título de mártir, habida cuenta de
los trabajos que tuvo que padecer. Fue enterrado en la misma colina del
Vaticano, junto al sepulcro de San Pedro, a quien tan de cerca había
seguido en su vida.
La Iglesia romana celebra también la fiesta de San Marcelino el 26 de
abril y, aunque siempre se ha creído que su muerte tuvo lugar el 24 de
octubre del año 304, parece probable que padeciera martirio en esta
fecha del 26 de abril del mismo año, cuatro días precisamente después de
la publicación del cuarto edicto de persecución decretado por
Diocleciano. Este emperador, llevado por un falso concepto de la
grandeza del Imperio, que exigía acabar con toda la raza de cristianos,
empieza su persecución general en el año 303, en Oriente, y pronto la
extiende a todas las provincias del Imperio y a la misma Roma. Regía
entonces los destinos de la Iglesia San Marcelino, que había sucedido a
San Cayo el 30 de junio del año 296. Su gobierno iba a durar ocho años y
se iba a caracterizar por una serie de luchas, tanto interiores como
exteriores. De una parte agobiaban a los cristianos los diversos
decretos de persecución, el último de los cuales obligaba a todos los
súbditos del emperador a que sacrificasen y ofreciesen públicos
sacrificios a los dioses.
En Roma se desencadena una terrible persecución, que abarca tanto a
las jerarquías como al simple pueblo, ya fueran mujeres o niños. Algunos
ceden, y éste era el peligro interior de la Iglesia, ante tanto miedo y
fatiga, y fueron numerosos los que llegaron a ofrecer, siquiera fuera
como símbolo meramente externo, el incienso ante el altar de los dioses
paganos.
Todo ello dio origen a que se formara en la Iglesia un grupo de los
llamados “lapsos”, que aparentemente aparecían como, apóstatas, si bien
estuvieran siempre dispuestos a entrar de nuevo en el seno de la
Iglesia. Ante el problema de recibirlos de nuevo o no, surgen dos
trayectorias marcadamente definidas. De una parte están los
intransigentes, los eternos fariseos, que negaban el perdón con el
pretexto de no contaminarse con los caídos.
De otra parte, y ésta fue la posición de San Marcelino, a ejemplo del
Buen Pastor del Evangelio, están los que trataban de dulcificar la
posición de los que habían sacrificado, recibiéndoles de nuevo a la
gracia de la penitencia. Por esta conducta es acusado el Papa de
favorecer la herejía y, aún más, se inventa la leyenda de que él mismo
había llegado a ofrecer incienso a los dioses para escapar libre de la
persecución.
En seguida la secta de los donatistas, que en este tiempo empieza a
luchar encarnizadamente contra la fe católica y contra los pontífices de
Roma, propala la calumnia de que también San Marcelino había
prevaricado, aunque después, arrepintiéndose, se hubiera declarado
cristiano ante el tribunal, padeciendo martirio por esta causa.
La leyenda, como tantas otras, fue admitida más tarde hasta por el
mismo Liber Pontificalis, y ampliada la inverosimilitud, con la
circunstancia de que San Marcelino se había presentado nada menos que
delante de 300 obispos en el sínodo de Sinuessa, para escuchar de sus
labios su propia sentencia.
El lapsus de San Marcelino ha sido siempre desmentido, ya sea por el
silencio de los escritores contemporáneos y sucesivos, ya por el
fundamento de falsedad en que se apoyan los que lo afirman, y más que
todo por la fama de santidad que había gozado siempre este papa entre
los cristianos de los primeros siglos.
Los peregrinos visitaban y veneraban su tumba, y el mismo San Agustín
escribía en su tiempo que los donatistas acusaron a Marcelino y a sus
presbíteros Melquíades, Marcelo y Silvestre, como mera propaganda en su
odio a Roma.
Respecto de las actas del sínodo de Sinuessa, está suficientemente
probado que fueron falsificadas en los principios del siglo VI, en
tiempos del papa Símaco, cuando el rey visigodo Teodorico, con el fin de
que otro sínodo pudiera juzgar legítimamente a este papa, y como no
hubiera precedentes anteriores, hace amañar unas actas falsificadas,
trayendo a colación lo que los donatistas habían propalado del lapso”
del papa San Marcelino.
En cuanto al Liber Pontificalis (c. a. 530), es sabido que en este
caso toma sus noticias precisamente de las actas falsificadas del sínodo
de Sinuessa.
Los hechos, sin embargo, fueron de otra manera. Ante el edicto
general, San Marcelino, que había regido sabiamente la Iglesia,
agrandando las catacumbas para dar mejor cabida a los cristianos —aún
existe en la de San Calixto una capilla llamada de San Marcelino—
esforzando a todos con su ejemplo y su virtud, no dudó, cuando le llegó
el momento, en dar también su sangre por Cristo. Llevado ante el
tribunal, juntamente con los cristianos Claudio, Cirino y Antonino,
confiesa abiertamente su fe y es condenado en seguida a la pena capital.
Decapitado, su cuerpo permanece veinticinco días sin sepultura, hasta
que, por fin, le encuentra el presbítero Marcelo y, reunida la
comunidad, es sepultado con toda piedad en el cementerio de Priscila,
junto a la vía Salaria, donde todavía se conserva.
Como supremo mentís a la difamación que habían extendido sobre su
vida los herejes, fueron diseñados sobre su tumba los tres jóvenes
hebreos que, como el santo mártir, se negaron también a rendir adoración
a los ídolos delante de la estatua del rey asirio, Nabucodonosor.
(Francisco Martín Hernández)