¡Oh!, San Bernardino Realino, vos sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo. Y, además, nombrado fuisteis
antes de morir, “Patrono Celestial”, de Lecce, vuestra
ciudad, donde, más tarde, entregasteis vuestra alma a Dios.
“Grande es nuestro dolor, oh padre muy amado, al ver que
nos dejáis, pues nuestro más ardiente deseo sería que os
quedarais para siempre entre nosotros. No queriendo, sin
embargo, oponernos a la voluntad de Dios, que os convida
con el cielo, deseamos, por lo menos, encomendaros a
nosotros mismos y a toda esta ciudad, tan amada por vos,
y que tanto os ha amado y reverenciado. Así lo haréis, oh
padre, por vuestra inagotable caridad, la cual nos permite
esperar que queráis ser nuestro protector y patrono en el
paraíso, pues por tal os elegimos desde ahora para siempre,
seguros de que nos aceptaréis por fieles siervos e hijos,
ya que con vuestra ausencia nos dejáis sumergidos en el más
profundo dolor”. Dijo el alcalde y contestasteis vos, un
“Sí, señores”, que de alegría llenó al alcalde y a la la ciudad.
“Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza, vino el
ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome
de las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta
del cielo.” Clorinda se llamó vuestro ángel, duró poco a
vuestro lado, porque dejó este mundo. Vos, volvisteis a casa,
os encerrasteis en vuestra habitación y no recibir quisiste
a nadie durante varios días y luego os abrazasteis a la cruz
de Cristo. María, se os apareció y ella, os ordenó entrar en
la Compañía de Jesús. León XIII, de vos dijo: “Lo que fue
San Felipe Neri en la Ciudad Eterna esto mismo fue para Lecce
el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta
los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no
había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor
de la ciudad”. Cuando se os acercaba la muerte, dijisteis: “Me
voy al cielo”, y repitiendo la jaculatoria: “Oh Virgen mía Santísima”,
voló vuestra alma al cielo, para coronada ser con corona de luz
y eternidad, como justo premio a vuestra entrega de amor y fe;
¡Oh¡, San Bernardino Realino; “apóstol del Dios de la vida”.
de la vida y su amado santo. Y, además, nombrado fuisteis
antes de morir, “Patrono Celestial”, de Lecce, vuestra
ciudad, donde, más tarde, entregasteis vuestra alma a Dios.
“Grande es nuestro dolor, oh padre muy amado, al ver que
nos dejáis, pues nuestro más ardiente deseo sería que os
quedarais para siempre entre nosotros. No queriendo, sin
embargo, oponernos a la voluntad de Dios, que os convida
con el cielo, deseamos, por lo menos, encomendaros a
nosotros mismos y a toda esta ciudad, tan amada por vos,
y que tanto os ha amado y reverenciado. Así lo haréis, oh
padre, por vuestra inagotable caridad, la cual nos permite
esperar que queráis ser nuestro protector y patrono en el
paraíso, pues por tal os elegimos desde ahora para siempre,
seguros de que nos aceptaréis por fieles siervos e hijos,
ya que con vuestra ausencia nos dejáis sumergidos en el más
profundo dolor”. Dijo el alcalde y contestasteis vos, un
“Sí, señores”, que de alegría llenó al alcalde y a la la ciudad.
“Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza, vino el
ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome
de las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta
del cielo.” Clorinda se llamó vuestro ángel, duró poco a
vuestro lado, porque dejó este mundo. Vos, volvisteis a casa,
os encerrasteis en vuestra habitación y no recibir quisiste
a nadie durante varios días y luego os abrazasteis a la cruz
de Cristo. María, se os apareció y ella, os ordenó entrar en
la Compañía de Jesús. León XIII, de vos dijo: “Lo que fue
San Felipe Neri en la Ciudad Eterna esto mismo fue para Lecce
el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza hasta
los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no
había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor
de la ciudad”. Cuando se os acercaba la muerte, dijisteis: “Me
voy al cielo”, y repitiendo la jaculatoria: “Oh Virgen mía Santísima”,
voló vuestra alma al cielo, para coronada ser con corona de luz
y eternidad, como justo premio a vuestra entrega de amor y fe;
¡Oh¡, San Bernardino Realino; “apóstol del Dios de la vida”.
© 2015 Luis Ernesto Chacón Delgado
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2 de Julio
San Bernardino Realino
Sacerdote Jesuita
San Bernardino Realino
Sacerdote Jesuita
Con San Bernardino Realino ocurrió un hecho insólito que tal vez no
se vuelva a narrar en este año cristiano. Sin esperar a que traspasase
el umbral de la muerte fue nombrado patrono celestial de la ciudad de
Lecce, donde murió.
Ocurrió a comienzos de 1616. Por toda la ciudad corrió el rumor de
que el padre Bernardino Realino, que había sido su apóstol durante
cuarenta y dos años, estaba a punto de muerte. Era por entonces alcalde
de la ciudad Segismundo Rapana, hombre previsor y decidido. Informado de
la gravedad del “Santo Bernardino”, se presenta con una comisión del
Ayuntamiento en el colegio de los jesuitas. Los guardias le abren paso
entre el gentío que se ha formado en la portería del colegio. Llegado a
la presencia del moribundo, saca de su casaca un documento que llevaba
preparado y lo lee delante de todos:
“Grande es nuestro dolor, oh padre muy amado, al ver que nos dejáis,
pues nuestro más ardiente deseo sería que os quedarais para siempre
entre nosotros. No queriendo, sin embargo, oponernos a la voluntad de
Dios, que os convida con el cielo, deseamos, por lo menos, encomendaros a
nosotros mismos y a toda esta ciudad, tan amada por vos, y que tanto os
ha amado y reverenciado. Así lo haréis, oh padre, por vuestra
inagotable caridad, la cual nos permite esperar que queráis ser nuestro
protector y patrono en el paraíso, pues por tal os elegimos desde ahora
para siempre, seguros de que nos aceptaréis por fieles siervos e hijos,
ya que con vuestra ausencia nos dejáis sumergidos en el más profundo
dolor.”
El anciano padre, acabado como estaba por la enfermedad, hizo un
supremo esfuerzo y pudo, al fin, pronunciar un “Sí, señores” que llenó
al alcalde y a toda la ciudad de inmenso júbilo.
Había nacido San Bernardino Realino en Carpi, ducado de Módena, el 1
de diciembre de 1530. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana. Su
padre, don Francisco Realino, fue caballerizo mayor de varias cortes
italianas. Por este motivo estaba casi siempre ausente de su casa. La
educación del pequeño Bernardino estuvo confiada a su madre, Isabel
Bellantini.
Dicen que Bernardino era un niño hermoso, de finos modales, todo
suavidad en el trato, siempre afable y risueño con todos. A su buena
madre le profesó durante toda su vida un cariño y una veneración
extraordinarios. Durante sus estudios un compañero le preguntó: “Si te
dieran a escoger entre verte privado de tu padre o de tu madre. ¿qué
preferirlas?” Bernardino contestó como un rayo: “De mi madre jamás.”
Dios, sin embargo, le pidió pronto el sacrificio más grande.
Su madre se fue al cielo cuando él todavía era muy joven. Su recuerdo
le arrancaba con frecuencia lágrimas de los ojos. Ella se lo había
merecido por sus constantes desvelos y principalmente por haberle
inculcado una tierna devoción a la Virgen María.
En Carpi comenzó el niño Bernardino sus estudios de literatura
clásica bajo la dirección de maestros competentes. “En el
aprovechamiento —escribe el mismo Santo—, si no aventajó a sus
discípulos, tampoco se dejó superar por ninguno de ellos.” De Carpi pasó
a Módena y luego a Bolonia, una de las más célebres universidades de su
tiempo, donde cursó la filosofía.
Fue un estudiante jovial y amigo de sus amigos. Más tarde se
lamentará de “haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus
compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente”.
Fue, pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario íntimo como
todos, y se enamoró como cualquier bachiller del siglo XX. Hasta tuvo
sus pendencias, escapándosele alguna cuchillada que otra…
“Habiéndome introducido por senda tan resbaladiza —escribe el Santo
refiriéndose a aquellos días—, vino el ángel del Señor a amonestarme de
mis errores, y, retrayéndome de las puertas del infierno, me colocó otra
vez en la ruta del cielo.”
¿Quién fue este “ángel del cielo”?
Un día vio en una iglesia a una joven y quedó prendado de ella. La
amó con un amor maravilloso, “hasta tal punto —son sus palabras— de
cifrar toda mi dicha en cumplir sus menores deseos. No obedecerla me
parecía un delito, porque cuanto yo tenía y cuanto era reconocía
debérselo a ella”. Esta joven se llamaba Clorinda. Bellísima, había
dominado por sí misma, sin ayuda de nadie, el vasto campo de la
literatura y la filosofía. Era profundamente piadosa. Frecuentaba la
misa y la comunión. Precisamente la vista de su angelical postura en la
iglesia fue lo que prendió en el corazón de Bernardino aquella llama de
amor puro y bello que elevó su espíritu a lo alto, como lo demuestran
las cartas y poesías que se cruzaron entre los dos y que todavía se
conservan. Clorinda y Bernardino tuvieron una confianza cada día
creciente, pero siempre delicada y noble.
Bernardino tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero a Clorinda no
le gustaba, y él se sometió dócilmente a los deseos de ella. Había que
cambiar de carrera y comenzar la de Derecho.
—Grande y ardua empresa quieres que acometa —le dijo Bernardino.
—Nada hay arduo para el que ama —fue la respuesta de Clorinda.
Dicho y hecho. Bernardino se sumergió materialmente en los libros de
leyes, que le acompañaban hasta en las comidas, y tan absorto andaba con
Graciano y Justiniano, que a veces trastornaba extrañamente el orden de
los platos, Por fin, el 3 de junio de 1546, a los veinticinco años, se
doctoró en ambos Derechos, canónico y civil, coronando así gloriosamente
el curso de sus estudios.
A los seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o sea
alcalde, de Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad pasó al cargo
de abogado fiscal de Alessandría, en el Piamonte. Después se le nombró
alcalde de Cassine, De Cassine pasó a Castel Leone de pretor a las
órdenes del marqués de Pescara.
En todos estos cargos se mostró siempre recto y sumamente hábil en
los negocios. He aquí el testimonio —un poco altisonante, a la manera de
la época— de la ciudad de Felizzano al terminar en ella su mandato el
doctor Realino:
“Deseamos poner en conocimiento de todos que este integérrimo
gobernador jamás se desvió un ápice de la justicia, ni se dejó cegar por
el odio, ni por codicia de riquezas. No es menos de admirar su
prudencia en componer enemistades y discordias; así es que tanta paz y
sosiego asentó entre nosotros, que creíamos había inaugurado una nueva
era la tranquilidad y bonanza. Siempre tomó la defensa de los débiles
contra la prepotencia de los poderosos; y tan imparcial se mostró en la
administración de la justicia que nadie, por humilde que fuese su
condición, desconfió jamás de alcanzar de él sus derechos.”
El marqués de Pescara quedó tan satisfecho de las actuaciones de
Realino que, cuando tomó el cargo de gobernador de Nápoles en nombre de
España, se lo llevó consigo como oidor y lugarteniente general.
En Nápoles le esperaba a Bernardino la Providencia de Dios.
La felicidad de este mundo es poca y pasa pronto. Clorinda se cruzó
en la vida de Bernardino rápida y bella como una flor. Ella, que le
había animado tanto en los estudios, murió apenas daba los primeros
pasos en el ejercicio de su carrera. La muerte de Clorinda abrió en el
alma de Bernardino una herida profunda que difícilmente podría curarse.
Fue una lección de la vanidad de las cosas de este mundo.
El recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el
cielo, presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y de gloria y
exhortándole a seguir adelante en sus santos propósitos.
Un día paseaba el oidor por las calles de Nápoles cuando tropezó con
dos jóvenes religiosos cuya modestia y santa alegría le impresionó
vivamente. Les siguió un buen trecho y preguntó quiénes eran. Le dijeron
que “jesuitas”, de una Orden nueva recientemente aprobada por la
Iglesia.
Era la primera noticia que tenía Bernardino de la Compañía de Jesús.
El domingo siguiente fue oír misa a la iglesia de los padres.
Entró en el momento en que subía al púlpito el padre Juan Bautista
Carminata, uno de los oradores mejores de aquel tiempo. El sermón cayó
en tierra abonada. Bernardino volvió a casa, se encerró en su habitación
y no quiso recibir a nadie durante varios días. Hizo los ejercicios
espirituales, y a los pocos días la resolución estaba tomada. Dejaría su
carrera y se abrazaría con la cruz de Cristo.
Su madre había muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no
tardaría mucho en volar al cielo. No quería servir a los que estaban
sujetos a la muerte. Pero, ¿cuándo pondría por obra su propósito?
¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un poco?
Un día del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el
rosario pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio rodeado de
un vivísimo resplandor que se rasgó de pronto dejando ver a la Reina del
Cielo con el Niño Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino
una mirada de celestial ternura, le mandó entrar cuanto antes en la
Compañía de Jesús.
Contaba Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta y cuatro años
de edad. Era lo que hoy decimos una vocación tardía. Por eso una de sus
mayores dificultades fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de
muchachos, risueños sí y bondadosos, pero que estaban muy lejos de
poseer su cultura y su experiencia de la vida y los negocios. Con ellos
tenía que convivir, y el exlugarteniente del virrey de Nápoles tenía que
participar en sus conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos
pendiente de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a
la naturaleza humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con audacia y a
los tres años de su ingreso en la Compañía se ordenó de sacerdote.
Todavía continuó estudiando la teología y al mismo tiempo desempeñó el
delicado cargo de maestro de novicios.
En Nápoles permaneció tres años ocupado en los ministerios
sacerdotales como director de la Congregación, recogiendo a los pillos
del puerto, visitando las cárceles y adoctrinando a los esclavos turcos
de las galeras españolas. Pero en los planes de Dios era otra la ciudad
donde iba a desarrollar su apostolado sacerdotal.
Lecce era y es una población de agradable aspecto. Capital de
provincia, a 12 kilómetros del mar Adriático, es el centro de una
comarca rica en viñedos y olivares. Sus habitantes son gentes sencillas
que se enorgullecen de las antiguas glorias de la ciudad, cargada de
recuerdos históricos.
El ir nuestro Santo a Lecce fue sin misterio alguno. Desde hacia
tiempo la ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y los superiores
decidieron enviar al padre Realino con otro padre y un hermano para dar
comienzo a la fundación y una satisfacción a los buenos habitantes de la
ciudad, que oportuna e inoportunamente no desperdiciaban ocasión de
pedir y suspirar por el colegio de la Compañía.
Los tres jesuitas, con sus ropas negras y sus miradas recogidas,
entraron en la ciudad el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la buena
fama del padre Bernardino Realino le había precedido, porque el
recibimiento que le hicieron más parecía un triunfo que otra cosa. Un
buen grupo de eclesiásticos y de caballeros salió a recibirles a gran
distancia de la ciudad. Se organizó una lucidísima comitiva, que
recorrió con los tres jesuitas las principales calles de Lecce hasta
conducirlos a su domicilio provisional.
El padre Realino era el superior de la nueva casa profesa. En cuanto
llegó puso manos a la obra de la construcción de la iglesia de Jesús y a
los dos años la tenía terminada. Otros seis años, y se inauguraba el
colegio, del cual era nombrado primer rector el mismo Santo.
Desde el primer día de su estancia en Lecce el padre Realino comenzó
sus ministerios sacerdotales con toda clase de personas, como lo había
hecho en Nápoles. Confesó materialmente a toda la ciudad, dirigió la
Congregación Mariana, socorrió a los pobres y enfermos. Para éstos
guardaba una tinaja de excelente vino que la fama decía que nunca se
agotaba. Después de los pobres de bienes materiales, comenzaron a
desfilar por su confesonario los prelados y caballeros, tratando con él
los asuntos de conciencia. “Lo que fue San Felipe Neri en la Ciudad
Eterna —dice León XIII en el breve de beatificación de 1895— esto mismo
fue para Lecce el Beato Bernardino Realino. Desde la más alta nobleza
hasta los últimos harapientos, encarcelados y esclavos turcos, no había
quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor de la ciudad.”
El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de Francia Enrique IV le
escribieron cartas encomendándose en sus oraciones. Tal era la fama de
el “Santo de Lecce”.
Los superiores de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el
celo del padre Realino podría tal vez dar mejores frutos en otras partes
y decidieron trasladarle del colegio y ciudad de Lecce. Tales noticias
ocasionaron verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones los
magistrados de la ciudad declararon que cerrarían las puertas e
impedirían por la fuerza la salida del padre Bernardino. Pero no fue
necesario, porque también el cielo entraba en la conjura a favor de los
habitantes de Lecce. Apenas se daba al padre la orden de partir,
empeoraba el tiempo de tal forma que hacía temerario cualquier viaje.
Otras veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él y le
postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden. De aquí el dicho de
los médicos de Lecce: “Para el padre Realino, orden de salir es orden de
enfermar.”
Pasaron muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió
grandes favores del cielo. Una noche de Navidad estaba en el
confesonario y una penitente notó que el padre temblaba de pies a cabeza
a causa del intenso frío. Terminada la confesión la buena señora fue al
que entonces era padre rector a rogarle que mandara retirarse al padre
Bernardino a su habitación y calentarse un poco. Obedeció el Santo la
orden del padre rector. Fue a su cuarto y mientras un hermano le traía
fuego se puso a meditar sobre el misterio de la Navidad. De repente una
luz vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura dulcísima de
la Virgen María se dibujó ante él. Como la otra vez, llevaba al Niño
Jesús en sus brazos. “¿Por qué tiemblas, Bernardino?”, le preguntó la
Señora. “Estoy tiritando de frío”, le respondió el buen anciano.
Entonces la buena Madre, con una ternura indescriptible, alarga sus
brazos y le entrega el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de
cielo los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que, al entrar
poco después el hermano con el brasero, le oyó repetir como fuera de sí:
“Un ratito más, Señora; un ratito más.” En todo aquel invierno no
volvió a sentir frío el padre Bernardino.
Llegó el año 1616. La vida del padre Realino se extinguía. “Me voy al
cielo”, dijo, y con la jaculatoria “Oh Virgen mía Santísima” lo cumplió
el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años, de los cuales la mitad,
cuarenta y dos, los había pasado en Lecce, dándonos ejemplo de sencillez
y de constancia en un trabajo casi siempre igual.
Muerto el padre, el ansia de obtener reliquias hizo que el pueblo
desgarrara sus vestidos y se los llevara en pedazos, lo cual hizo
imposible la celebración de la misa y el rezo del oficio de difuntos. Y,
así, los funerales de este hombre tan popular y tan querido de todos
tuvieron que celebrarse a puerta cerrada y en presencia de contadísimas
personas.
Fue canonizado por el Papa Pío XII en el año 1947.