¡Oh!, San Isidro Labrador; vos, sois el hijo del Dios
de la vida, y su amado santo, que fundasteis vuestra
vida, en el temor de no ofender a Dios y, por ello a
diario lo buscabais en el Santo Oficio, orando y rogando
por todas las gentes de vuestra conflictiva época. Erais
sensible con los más desposeídos, siendo vos uno más,
nunca se os olvidó, ni siquiera las avecillas del campo,
que, de vuestras manos misericordiosas se alimentaban.
El Amor de Dios, no os abandonó jamás, y de manera
constante os favorecía de mil y una maneras, tanto que,
vuestros campos florecientes siempre estaban y aunque
envidia generabais, nunca Dios permitió que prosperase, y
mejor, porque hoy, de los Agricultores del mundo, sois
su Patrono, porque Aquél que lo ve todo, os bañó, de luz.
Y, tal como dijo Santiago: “Tened paciencia, hermanos,
como el labrador que aguanta paciente el fruto valioso
de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía”.
Así, vos, lo hicisteis, y recibisteis la gloria del cielo, y aunque
no sabíais leer, el Cielo y la tierra eran vuestros libros. Y,
como dice el historiador Gregorio de Argaiz, quien os dedicó
el gran libro: “La soledad y el campo, laureados por San
Isidro”: “Fue vuestra misión, laurear el campo, frío, duro,
ingrato, calcinado por los soles del verano y estremecido
por los hielos de los inviernos. El campo quedó iluminado y
fecundado por su paciencia, su inocencia y su trabajo. No
hizo nada extraordinario, pero fue un héroe”. Erais alegre,
pero pobre. Vos, no cultivabais vuestro prado, ni vuestra viña;
cultivabais el campo de Juan de Vargas, vuestro amo, a quien
le preguntabais: “Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?”
Y él, os señalaba el plan de cada jornada. Cuando pasabais
cerca de la Almudena o frente a la ermita de Atocha, el corazón
os latía con fuerza y, vuestro rostro se os iluminaba y musitabais
palabras mudas, con vuestras lágrimas de oropel. Lo que
ganabais lo distribuías en tres partes: una para el templo,
otra para los pobres y otra para vuestra familia. Antes de
partir hicisteis una humilde confesión de vuestros pecados y
recomendasteis amor a Dios y caridad con el prójimo. Y así,
voló vuestra alma al cielo para coronada ser con corona de luz
como justo premio a vuestra entrega increíble de amor y fe.
Cuando os sacaron del sepulcro vuestro cadáver incorrupto
estaba, como si estuviera recién muerto. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
¡oh!, San Isidro; “vivo labrador de los campos del Dios Vivo”.
© 2017 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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15 de mayo
San Isidro Labrador
Laico
Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net
Martirologio Romano: En Madrid, capital de España, labrador, que juntamente con su mujer, santa María de la Cabeza o Toribia, llevó una dura vida de trabajo, recogiendo con más paciencia los frutos del cielo que los de la tierra, y de este modo se convirtió en un verdadero modelo del honrado y piadoso agricultor cristiano. († 1130)
Fecha de canonización: 12 de marzo de 1622 por el Papa Gregorio XV.
Breve Biografía
Cuarenta años antes de que ocurriera, había escrito Cicerón: “De una
tienda o de un taller nada noble puede salir”. Unos años después, en el
año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero el
Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y
dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el
formón, la garlopa, el martillo y los clavos y trabajaban la madera.
Desde entonces, ni la azada ni el arado ni la faena de regar y de
escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el manejo de
los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de los reyes.
El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid,
hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso,
ni un poeta ni un sabio, ni un jurista, ni un político famoso. El
patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos
sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines y
con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro. Como el Padre de
Jesús, cuyas palabras nos transmite San Juan en el evangelio 15,1: “Yo
soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.
SE POSTRARON LOS REYES
Ante su se-pulcro se postraron los reyes, los arquitectos le
construyeron templos y los poetas le dedicaron sus versos. Lope de Vega,
Calderón de la Barca, Burguillos, Espinel, Guillén de Castro, honraron a
este trabajador madrileño. El historiador Gregorio de Argaiz le dedicó
un gran libro: “La soledad y el campo, laureados por San Isidro”. Fue su
misión, laurear el campo, frío, duro, ingrato, calcinado por los soles
del verano y estremecido por los hielos de los inviernos. El campo quedó
iluminado y fecundado por su paciencia, su inocencia y su trabajo. No
hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.
Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración
era el descanso de las rudas faenas; y las faenas eran una oración.
Labrando la tierra sudaba y su alma se iluminaba; los golpes de la
azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban
acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud
mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando la
cruz, aprendió a empuñar la mancera. He ahí el misterio de su vida
sencilla y alegre, como el canto de la alondra, revolando sobre los
mansos bueyes y el vuelo de los mirlos audaces.
TAN POBRE
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su
viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se
descubría para preguntarle: “Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?” Juan
de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar,
podar las vides, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y
al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba hacia las
colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las
orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de
la Almudena o frente a la ermita de Atocha, el corazón le latía con
fuerza, su rostro se iluminaba y musitaba palabras de amor. Y las horas
del tajo, sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades, esperando
el fruto de la cosecha “Tened paciencia, hermanos, como el labrador que
aguanta paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la
lluvia temprana y tardía” Santiago 5, 7. Así, todo el trabajo duro y
constante, ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada
por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre
tierra.
NO SABÍA LEER
El Cielo y la tierra eran los libros de aquel trabajador animoso que
no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas
claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el
arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del
labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas
verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los
estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales,
con el aroma de los prados recién segados. Isidro se quedaba quieto,
silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en
aquellas bellezas divisaba el rostro Amado. Seguro que no sabia expresar
lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en
la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Llull: “¡Oh
bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!”. O del mínimo y
dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi todo”. “Loado
seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y
el agua, que es casta, humilde y pura”. O también con el sublime poeta
castellano como él: “¡Oh montes y espesuras – plantados por las manos
del Amado – oh prado de verduras, de flores esmaltado – decid si por
vosotros ha pasado!!!. “El que permanece en mí y yo en él ese da fruto
abundante” Juan 15,5. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero.
Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se
envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha
cachazuda de la pareja de bueyes.