¡Oh!, Santo Tomás, Apóstol, vos, sois el hijo del Dios
de la vida, su amado santo y apóstol, que entregasteis
vuestra alma martirizado en la India, después de estar
evangelizando en Persia. A vos, se os recuerda por tres
veces en el evangelio: La primera, cuando Jesús se dirige
por última vez a Jerusalén, para ser atormentado y luego
morir. Entonces vos, intervenís, según refiere San Juan:
“Tomás, llamado Dídimo, dijo a los demás: Vayamos también
nosotros y muramos con Él”. Demostrando con ello, vuestro
admirable valor. Alguien dijo, que vos, no solo demostrasteis
“una fe esperanzada, sino una desesperación leal”. O sea
que vos, estabais seguro de una cosa, que, sucediera lo
que sucediera, por grave y terrible que fuera, no queríais
abandonar a Jesús. El valor no significa no tener temor.
Y eso fue lo que vos, hicisteis aquél día. La segunda,
en la Última Cena, cuando Jesús les dijo a los apóstoles:
“A donde Yo voy, ya sabéis el camino”. Y, vos, muy triste
le respondisteis: “Señor: no sabemos a donde vas, ¿cómo
podemos saber el camino?” Y, vos, muy sincero como erais,
le dijisteis a Él, vuestras dudas y vuestra incapacidad
para entender aquello que les estaba diciendo. Y, Jesús
os dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va
al Padre sino por mí”. “Yo voy para allá, síganme, que yo
soy el Camino para llegar con toda seguridad”. Y, la vez
tercera: Dice San Juan “En la primera aparición de Jesús
resucitado a sus apóstoles no estaba con ellos Tomás. Los
discípulos le dijeron: “Hemos visto al Señor”. Y, vos les
contestasteis: “si no veo en sus manos los agujeros de los
clavos, y si no meto mis dedos en los agujeros sus clavos, y
no meto mi mano en la herida de su constado, no creeré”. Y,
ocho días después estaban los discípulos reunidos y vos,
con ellos. Se presentó Jesús y os dijo: “Acerca tu dedo:
aquí tienes mis manos. Trae tu mano y métela en la herida
de mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Y, vos,
contestasteis: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús os dijo: “Has
creído porque me has visto. Dichosos los que creen sin ver”.
Luego de ello, os fuisteis a propagar el evangelio, hasta
morir martirizado por proclamar vuestra fe, en Jesucristo
resucitado. Y, así, creyendo en el Dios de la Vida, voló
vuestra alma al cielo, para coronada ser con corona de luz
como un justo premio a vuestra entrega increíble de amor;
¡Oh!, Santo Tomás: “vivo amor y fe: ¡Señor Mío y Dios Mío!”.
© 2017 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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03 de Julio
Santo Tomás Apóstol
Siglo I
“Señor: Auméntanos la Fe”
Tomás significa “gemelo”
La tradición antigua dice que Santo Tomás Apóstol fue martirizado en
la India el 3 de julio del año 72. Parece que en los últimos años de su
vida estuvo evangelizando en Persia y en la India, y que allí sufrió el
martirio. De este apóstol narra el santo evangelio tres episodios.
El primero sucede cuando Jesús se dirige por última vez a Jerusalem,
donde según lo anunciado, será atormentado y lo matarán. En este momento
los discípulos sienten un impresionante temor acerca de los graves
sucesos que pueden suceder y dicen a Jesús: “Los judíos quieren matarte y
¿vuelves allá?. Y es entonces cuando interviene Tomás, llamado Dídimo
(en este tiempo muchas personas de Israel tenían dos nombres: uno en
hebreo y otro en griego. Así por ej. Pedro en griego y Cefás en hebreo).
Tomás, es nombre hebreo. En griego se dice “Dídimo”, que significa lo
mismo: el gemelo. Cuenta San Juan (Jn. 11,16) “Tomás, llamado Dídimo,
dijo a los demás: Vayamos también nosotros y muramos con Él”. Aquí el
apóstol demuestra su admirable valor.
Un escritor llegó a decir que en esto Tomás no demostró solamente
“una fe esperanzada, sino una desesperación leal”. O sea: él estaba
seguro de una cosa: sucediera lo que sucediera, por grave y terrible que
fuera, no quería abandonar a Jesús. El valor no significa no tener
temor. Si no experimentáramos miedo y temor, resultaría muy fácil hacer
cualquier heroísmo. El verdadero valor se demuestra cuando se está
seguro de que puede suceder lo peor, sentirse lleno de temores y
terrores y sin embargo arriesgarse a hacer lo que se tiene que hacer. Y
eso fue lo que hizo Tomás aquel día. Nadie tiene porque sentirse
avergonzado de tener miedo y pavor, pero lo que sí nos debe avergonzar
totalmente es el que a causa del temor dejemos de hacer lo que la
conciencia nos dice que sí debemos hacer, Santo Tomás nos sirva de
ejemplo.
La segunda intervención: sucedió en la Última Cena. Jesús les dijo a
los apóstoles: “A donde Yo voy, ya sabéis el camino”. Y Tomás le
respondió: “Señor: no sabemos a donde vas, ¿cómo podemos saber el
camino?” (Jn. 14, 15). Los apóstoles no lograban entender el camino por
el cual debía transitar Jesús, porque ese camino era el de la Cruz. En
ese momento ellos eran incapaces de comprender esto tan doloroso. Y
entre los apóstoles había uno que jamás podía decir que entendía algo
que no lograba comprender. Ese hombre era Tomás. Era demasiado sincero, y
tomaba las cosas muy en serio, para decir externamente aquello que su
interior no aceptaba. Tenía que estar seguro. De manera que le expresó a
Jesús sus dudas y su incapacidad para entender aquello que Él les
estaba diciendo. Admirable respuesta. Y lo maravilloso es que la
pregunta de un hombre que dudaba obtuvo una de las respuestas más
formidables del Hijo de Dios. Uno de las más importantes afirmaciones
que hizo Jesús en toda su vida. Nadie en la religión debe avergonzarse
de preguntar y buscar respuestas acerca de aquello que no entiende,
porque hay una verdad sorprendente y bendita: todo el que busca
encuentra.
Le dijo Jesús: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al
Padre sino por mí” Ciertos santos como por ejemplo el Padre Alberione,
Fundador de los Padres Paulinos, eligieron esta frase para meditarla
todos los días de su vida. Porque es demasiado importante como para que
se nos pueda olvidar. Esta hermosa frase nos admira y nos emociona a
nosotros, pero mucho más debió impresionar a los que la escucharon por
primera vez.
En esta respuesta Jesús habla de tres cosas supremamente importantes
para todo israelita: el Camino, la Verdad y la Vida. Para ellos el
encontrar el verdadero camino para llegar a la santidad, y lograr tener
la verdad y conseguir la vida verdadera, eran cosas extraordinariamente
importantes. En sus viajes por el desierto sabían muy bien que si
equivocaban el camino estaban irremediablemente perdidos, pero que si
lograban viajar por el camino seguro, llegarían a su destino. Pero Jesús
no sólo anuncia que les mostrará a sus discípulos cuál es el camino a
seguir, sino que declara que Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida.
Notable diferencia: Si le preguntamos al alguien que sabe muy bien:
¿Dónde queda el hospital principal? Puede decirnos: siga 200 metros
hacia el norte y 300 hacia occidente y luego suba 15 metros… Quizás
logremos llegar. Quizás no. Pero si en vez de darnos eso respuesta nos
dice: “Sígame, que yo voy para allá”, entonces sí que vamos a llegar con
toda seguridad. Es lo que hizo Jesús: No sólo nos dijo cual era el
camino para llegar a la Vida Eterna Feliz, sino que afirma solemnemente:
“Yo voy para allá, síganme, que yo soy el Camino para llegar con toda
seguridad”. Y añade: Nadie viene al Padre sino por Mí: “O sea: que para
no equivocarnos, lo mejor será siempre ser amigos de Jesús y seguir sus
santos ejemplos y obedecer sus mandatos. Ese será nuestro camino, y la
Verdad nos conseguirá la Vida Eterna”.
El hecho más famoso de Tomás
Los creyentes recordamos siempre al apóstol Santo Tomás por su famosa
duda acerca de Jesús resucitado y su admirable profesión de fe cuando
vio a Cristo glorioso. Dice San Juan (Jn. 20, 24) “En la primera
aparición de Jesús resucitado a sus apóstoles no estaba con ellos Tomás.
Los discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. El les contestó: “si
no veo en sus manos los agujeros de los clavos, y si no meto mis dedos
en los agujeros sus clavos, y no meto mi mano en la herida de su
constado, no creeré”. Ocho días después estaban los discípulos reunidos y
Tomás con ellos. Se presento Jesús y dijo a Tomás: “Acerca tu dedo:
aquí tienes mis manos. Trae tu mano y métela en la herida de mi costado,
y no seas incrédulo sino creyente”. Tomás le contestó: “Señor mío y
Dios mío”. Jesús le dijo: “Has creído porque me has visto. Dichosos los
que creen sin ver”.
Parece que Tomás era pesimista por naturaleza. No le cabía la menor
duda de que amaba a Jesús y se sentía muy apesadumbrado por su pasión y
muerte. Quizás porque quería sufrir a solas la inmensa pena que
experimentaba por la muerte de su amigo, se había retirado por un poco
de tiempo del grupo. De manera que cuando Jesús se apareció la primera
vez, Tomás no estaba con los demás apóstoles. Y cuando los otros le
contaron que el Señor había resucitado, aquella noticia le pareció
demasiado hermosa para que fuera cierta.
Tomás cometió un error al apartarse del grupo. Nadie está pero
informado que el que está ausente. Separarse del grupo de los creyentes
es exponerse a graves fallas y dudas de fe. Pero él tenía una gran
cualidad: se negaba a creer sin más ni más, sin estar convencido, y a
decir que sí creía, lo que en realidad no creía. El no apagaba las dudas
diciendo que no quería tratar de ese tema. No, nunca iba a recitar el
credo como un loro. No era de esos que repiten maquinalmente lo que
jamás han pensado y en lo que no creen. Quería estar seguro de su fe.
Y Tomás tenía otra virtud: que cuando se convencía de sus creencias
las seguía hasta el final, con todas sus consecuencias. Por eso hizo es
bellísima profesión de fe “Señor mío y Dios mío”, y por eso se fue
después a propagar el evangelio, hasta morir martirizado por proclamar
su fe en Jesucristo resucitado. Preciosas dudas de Tomás que obtuvieron
de Jesús aquella bella noticia: “Dichosos serán los que crean sin ver”.