¡Oh!; Santo Toribio de Mogrovejo, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo, que abrazasteis la Cruz de Cristo
en el continente viejo, y extendisteis vuestro amoroso corazón
a la “américa morena”, y, como si el espíritu de San Pablo, viviese
en vos, “de palmo a palmo” la recorristeis, y extendisteis
la palabra del Dios Vivo, entre la gente de vuestro tiempo.
Vos, sabéis que no habrá, ni hay dicha más grande, que la que
Dios os concedió: confirmar en la fe de Nuestro Señor Jesús
a los que hoy, santos ya, como vos, la gloria de los cielos
comparten: Santa Rosa de Lima, San Francisco Solano y el “santo
de la escoba”: el milagroso San Martín de Porres. Celebrabais
la Santa Misa con gran amor y fervor, y varias veces os vieron
que mientras rezabais se os llenaba el rostro de resplandores.
Recorristeis unos cuarenta mil kilómetros visitando y ayudando
a vuestros fieles y, enviasteis al final de vuestra vida
una larga relación al rey, contándole que habías administrado
el sacramento de la confirmación a más de ochocientas mil
personas. Os propusisteis con fe, y así lo hicisteis, en reunir
a los sacerdotes y obispos de América, en Sínodos para dictar
leyes relativas al comportamiento de los católicos. Vos,
muy temprano solíais decir: “Nuestro gran tesoro es el momento
presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la
vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo
como hemos empleado nuestro tiempo”. Fundasteis el primer
Seminario de América, y pedíais a vuestros religiosos aceptar
parroquias en sitios pobres, y así, duplicasteis el número
de ellas en vuestro territorio. Vuestra gran generosidad
os llevaba a repartir a los pobres todo lo que poseíais. Cuando
la epidemia llegó, gastasteis vuestros bienes en socorrer
a los enfermos, y vos, mismo recorristeis las calles acompañado
de una gran multitud, llevando en vuestras manos un gran crucifijo
rezándole a Dios por misericordia y salud para todos. Y, así,
transcurrió vuestra vida, y un día, luego de haberla gastado
en extraordinaria buena lid, voló vuestra alma al cielo mientras
estabais predicando y confirmando a los indígenas en la fe
de vuestro amado Cristo. Antes de morir repetisteis las palabras
de San Pablo: “Deseo verme libre de las ataduras de este cuerpo
y quedar en libertad para ir a encontrarme con Jesucristo”.
Moribundo casi, pedisteis a los que os rodeaban vuestro lecho
que entonaran el salmo que dice: “De gozo se llenó mi corazón
cuando escuché una voz: iremos a la Casa del Señor. Que alegría
cuando me dijeron vamos a la Casa del Señor”. Y, luego dijisteis
las palabras de salmo treinta: “En tus manos encomiendo mi
espíritu”. ¿Qué premio podríais tener vos, si la tarea vuestra,
fue hecha casi perfecta? ¡Solo una! ¡Corona de luz eterna recibir!
Que es la misma que lucís hoy, y cuya brillantez alumbra y guía
a todos vuestros fieles de hoy, como justa retribución a vuestra
gigante entrega de amor y fe, por la gloria del Dios de la Vida;
¡Oh!; Santo Toribio “vivo evangelizador del Dios amoroso y Vivo”.
© 2019 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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27 de Abril
Santo Toribio de Mogrovejo
Arzobispo de Lima
(año 1606)
Los historiadores dicen que Santo Toribio fue uno de los regalos más
valiosos que España le envió a América. Las gentes lo llamaban un nuevo
San Ambrosio, y el Papa Benedicto XIV dijo de él que era sumamente
parecido en sus actuaciones a San Carlos Borromeo, el famoso Arzobispo
de Milán.
Nació en Mayorga, España, en 1538. Los datos acerca de
este Arzobispo, personaje excepcional en la historia de Sur América,
producen asombro y maravilla.
Toribio era graduado en derecho, y
había sido nombrado Presidente del Tribunal de Granada (España) cuando
el emperador Felipe II al conocer sus grandes cualidades le propuso al
Sumo Pontífice para que lo nombrara Arzobispo de Lima. Roma aceptó y
envió en nombramiento, pero Toribio tenía mucho temor a aceptar. Después
de tres meses de dudas y vacilaciones aceptó.
El Arzobispo que
lo iba a ordenar de sacerdote le propuso darle todas las órdenes menores
en un solo día, pero él prefirió que le fueran confiriendo una orden
cada semana, para así irse preparando debidamente a recibirlas.
En 1581 llegó Toribio a Lima como Arzobispo. Su arquidiócesis tenía
dominio sobre Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia, Chile y parte
de Argentina. Medía cinco mil kilómetros de longitud, y en ella había
toda clase de climas y altitudes. Abarcaba más de seis millones de
kilómetros cuadrados.
Al llegar a Lima Santo Toribio tenía 42
años y se dedicó con todas sus energías a lograr el progreso espiritual
de sus súbditos. La ciudad estaba en una grave situación de decadencia
espiritual. Los conquistadores cometían muchos abusos y los sacerdotes
no se atrevían a corregirlos. Muchos para excusarse del mal que estaban
haciendo, decían que esa era la costumbre. El arzobispo les respondió
que Cristo es verdad y no costumbre. Y empezó a atacar fuertemente todos
los vicios y escándalos. A los pecadores públicos los reprendía
fuertemente, aunque estuvieran en altísimos puestos.
Las medidas
enérgica que tomó contra los abusos que se cometían, le atrajeron muchos
persecuciones y atroces calumnias. El callaba y ofrecía todo por amor a
Dios, exclamando, “Al único que es necesario siempre tener contento es a
Nuestro Señor”.
Tres veces visitó completamente su inmensa
arquidiócesis de Lima. En la primera vez gastó siete años recorriéndola.
En la segunda vez duró cinco años y en la tercera empleó cuatro años.
La mayor parte del recorrido era a pie. A veces en mula, por caminos
casi intransitables, pasando de climas terriblemente fríos a climas
ardientes. Eran viajes para destruir la salud del más fuerte. Muchísimas
noches tuvo que pasar a la intemperie o en ranchos miserabilísmos,
durmiendo en el puro suelo. Los preferidos de sus visitas eran los
indios y los negros, especialmente los más pobres, los más ignorantes y
los enfermos.
Logró la conversión de un enorme número de indios.
Cuando iba de visita pastoral viajaba siempre rezando. Al llegar a
cualquier sitio su primera visita era al templo. Reunía a los indios y
les hablaba por horas y horas en el idioma de ellos que se había
preocupado por aprender muy bien. Aunque en la mayor parte de los sitios
que visitaba no había ni siquiera las más elementales comodidades, en
cada pueblo se quedaba varios días instruyendo a los nativos, bautizando
y confirmando.
Celebraba la misa con gran fervor, y varias veces
vieron los acompañantes que mientras rezaba se le llenaba el rostro de
resplandores.
Santo Toribio recorrió unos 40,000 kilómetros
visitando y ayudando a sus fieles. Pasó por caminos jamás transitados,
llegando hasta tribus que nunca habían visto un hombre blanco.
Al
final de su vida envió una relación al rey contándole que había
administrado el sacramento de la confirmación a más de 800,000 personas.
Una vez una tribu muy guerrera salió a su encuentro en son de batalla,
pero al ver al arzobispo tan venerable y tan amable cayeron todos de
rodillas ante él y le atendieron con gran respeto las enseñanzas que les
daba.
Santo Toribio se propuso reunir a los sacerdotes y obispos
de América en Sínodos o reuniones generales para dar leyes acerca del
comportamiento que deben tener los católicos. Cada dos años reunía a
todo el clero de la diócesis para un Sínodo y cada siete años a los de
las diócesis vecinas. Y en estas reuniones se daban leyes severas y a
diferencia de otras veces en que se hacían leyes pero no se cumplían, en
los Sínodos dirigidos por Santo Toribio, las leyes se hacían y se
cumplían, porque él estaba siempre vigilante para hacerlas cumplir.
Nuestro santo era un gran trabajador. Desde muy de madrugada ya estaba
levantado y repetía frecuentemente: “Nuestro gran tesoro es el momento
presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna.
El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado
nuestro tiempo”.
Fundó el primer seminario de América. Insistió y
obtuvo que los religiosos aceptaran parroquias en sitios supremamente
pobres. Casi duplicó el número de parroquias o centros de evangelización
en su arquidiócesis. Cuando él llegó había 150 y cuando murió ya
existían 250 parroquias en su territorio.
Su generosidad lo
llevaba a repartir a los pobres todo lo que poseía. Un día al regalarle
sus camisas a un necesitado le recomendó: “Váyase rapidito, no sea que
llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para
cambiarme”.
Cuando llegó una terrible epidemia gastó sus bienes
en socorrer a los enfermos, y él mismo recorrió las calles acompañado de
una gran multitud llevando en sus manos un gran crucifijo y rezándole
con los ojos fijos en la cruz, pidiendo a Dios misericordia y salud para
todos.
El 23 de marzo de 1606, un Jueves Santo, murió en una
capillita de los indios, en una lejana región, donde estaba predicando y
confirmando a los indígenas.
Estaba a 440 kilómetros de Lima.
Cuando se sintió enfermo prometió a sus acompañantes que le daría un
premio al primero que le trajera la noticia de que ya se iba a morir. Y
repetía aquellas palabras de San Pablo: “Deseo verme libre de las
ataduras de este cuerpo y quedar en libertad para ir a encontrarme con
Jesucristo”.
Ya moribundo pidió a los que rodeaban su lecho que
entonaran el salmo que dice: “De gozo se llenó mi corazón cuando escuché
una voz: iremos a la Casa del Señor. Que alegría cuando me dijeron:
vamos a la Casa del Señor”.
Las últimas palabras que dijo antes de morir fueron las del salmo 30: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Su cuerpo, cuando fue llevado a Lima, un año después de su muerte,
todavía se hallaba incorrupto, como si estuviera recién muerto.
Después de su muerte se consiguieron muchos milagros por su intercesión.
Santo Toribio tuvo el gusto de administrarle el sacramento de la
confirmación a tres santos: Santa Rosa de Lima, San Francisco Solano y
San Martín de Porres.
El Papa Benedicto XIII lo declaró santo en 1726.
Y toda América del Sur espera que este gran santo e infatigable
apóstol, quizás el más grande obispo que ha vivido en este continente,
siga rogando para que nuestra santa religión se mantenga fervorosa y
creciente en todos estos países.