Auto Biografía de Santa Beatriz de Silva
Fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción
Mi padre, Ruy Gómes da Silva, fue alcalde mayor de Campo
Mayor y consejero del rey D. Duarte. Mi madre, Dª Isabel de Meneses era
una dama emparentada con las casas reales de España y Portugal.
De mi infancia puedo deciros que crecí en el seno de una familia de hondas raíces cristianas. Éramos once hermanos, criados y educados con mucho amor.
Muy jovencita, como era costumbre en la época, me trasladé a la Corte
de la reina Isabel, hija de D. Juan, príncipe de Portugal, al casarse
ésta con D. Juan II, rey de Castilla. Permanecí en la corte de
Tordesillas, como dama de la reina varios años.
Mis biógrafos, que me miran con buenos ojos, decían que era muy
hermosa, “la dama más bella de la corte de Castilla”. Quizás no era
consciente de ello pero mi belleza atraía las miradas de todos y
despertaba cierta admiración en quienes me trataban. Cierto es que
muchos nobles caballeros me pidieron en matrimonio, pero yo tenía las
miras en otro caballero, pero de eso os hablaré más adelante.
Creo que por ello, la Reina, pudo contemplar en mí una rival en su
matrimonio. Dicen que sus celos le llevaron a encerrarme. Solo sé que un
día de forma inesperada para mí, me encontré dentro de un cofre en un
rincón del castillo.
En medio de la oscuridad me encomendé con todo el corazón a la Virgen
María. Pude verla, no sé si con mis propios ojos o los de la fe. Iba
vestida de hábito blanco y manto azul y el niño Jesús en brazos. Me
habló, o al menos yo pude escuchar sus palabras de ánimo y su consuelo.
Me hizo un encargo que desde entonces no olvidé: fundar una Orden
dedicada a la honra del misterio de su Inmaculada Concepción. El hábito
de las monjas sería el mismo que ella lucía, blanco y azul. No pude sino
ofrecerme como su servidora y consagrarme a ella. La Reina de cielo me
libró de aquella prisión.
Al cabo de tres días salí de allí como si nada hubiera pasado.
Abandoné la corte e ingresé, como seglar o señora de piso, en el
Monasterio dominico de Santo Domingo el Real. Estuve en este retiro por
espacio de treinta años, durante los cuales permanecí con el rostro
cubierto siempre con un velo, no sólo como penitencia sino, sobre todo,
en señal de una total consagración a mi Señor. Esperaba así la hora de
poder llevar a cabo la misión que me había encomendado mi Señora, la
Virgen nmaculada.
Llegó el año 1884. Fue un año grato para mi e
inolvidable. Abandoné el Monasterio de Santo Domingo y con algunas
compañeras, pasamos a una casa llamada Palacios de Galiana, junto a la
muralla norte de Toledo, un regalo donado por la Reina Isabel. Sí,
Isabel la Católica. Nos unía una cierta amistad. Fue muy generosa.
También nos concedió la capilla adjunta, dedicada a Santa Fe, una santa
de origen francés.
Durante cinco años vivimos en Santa Fe. No profesamos en ninguna
orden religiosa, ni vivíamos bajo ninguna regla aprobada por la Iglesia.
Fue una experiencia nueva dentro del monacato femenino de aquella
época. Finalmente a petición mía y de la Reina Isabel, nuestra valedora,
el 30 de abril de 1489, conseguimos del Papa Inocencio VIII la aprobación de un Monasterio dedicado a la Concepción de la
Bienaventurada Virgen María. Era el comienzo de un camino, un divino
camino. Quiso el Señor llamarme a su lado antes de empezar a caminar por él, o quizás ya había comenzado.
Antes de marchar hacia el año 1492 pude profesar en presencia de mis
hermanas y el obispo de
Toledo.
Toledo.
El monasterio no desapareció. La Comunidad, a pesar de muchas
dificultades continuó fiel a nuestros primeros proyectos. La
perseverancia de las primeras hermanas y el apoyo de la Orden franciscana que nos acompañó desde los comienzos, dio
como resultado el crecimiento de la Orden desde Toledo a otros lugares
del Reino. Por fin, el 17 de septiembre de 1511 obtuvimos regla propia. A
mediados del s. XVI, la Orden de la Concepción de la bienaventurada
Virgen María, llegó hasta el Nuevo mundo.
El Papa Pío XI confirmó el culto inmemorial que muchos me tributaron y
me proclamó Beata el 28 de julio de 1926. Más tarde, reanudada la causa
de canonización en 1950 por Pío XII, Pablo VI me canonizó solemnemente
el 3 de octubre de 1976. Mi fiesta litúrgica se celebra el día 17 de
agosto.
Soy conocida en la historia como “la dama del rostro velado” y “la
mujer del silencio”. Espero que hayáis disfrutado con esta breve
historia de mi vida que os he compartido. Ahora son mis hijas,
extendidas por todo el mundo quienes hacen presente el Carisma que un
día el Espíritu Santo me inspiró.
(https://www.aciprensa.com/recursos/biografia-3039)