¡Oh!, San Ignacio de Láconi, vos, sois el hijo del Dios
de la Vida y su amado santo y siendo capuchino, fuisteis
limosnero durante cuarenta años, dando ejemplo de humildad
y caridad en Cagliari. Dios os enriqueció con sobrenaturales
dones, por los que os apreciaban las gentes de vuestro
tiempo. Nunca abandonasteis vuestra isla mediterránea.
Como fama, vuestras virtudes y milagros os acompañaron
siempre y fueron vuestro martirio y estorbo para vuestra
glorificación después de vuestra muerte. Vuestra madre,
os ofreció a San Francisco y oísteis en vuestra casa a toda
hora, la vida poética del santo, sus graciosos milagros,
sus encendidos fervores y su austera espiritualidad. Y, vos,
no tardasteis en imitarlo. Vuestra vocación se formó gracias
a vuestra madre, que nunca olvidó la promesa hecha a San
Francisco, cuando nacisteis. Os llamaron Fray Ignacio,
y así, os iniciasteis en la vida capuchina, y los frailes
del convento, quedaron asombrados con vos, por vuestra
madura virtud. Un día os postrado ante María, le dijisteis:
«Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». Y, ella os
respondió así: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión
dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con
paciencia». Y, vos, jamás os sentisteis desfallecer. Oración
continúa, silencio, humildad, castidad, obediencia y pobreza
eran vuestras virtudes: Vestíais un hábito que era un mosaico
de parches, limpio sí, pero pintoresco y llamativo. «Para
ir al cielo -pensabais- me sirven mejor estas sandalias que
los suaves zapatos de gamuza o de charol». Y, así, vos,
“empedrasteis” las calles de vuestra ciudad con muchas
anécdotas, como las del “comerciante avaro” o “el matrimonio
joven”, entre cientos y cientos de ellas. Vos, erais así,
el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos,
con una naturalidad encantadora, decíais cosas tremendas:
profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos,
juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas,
amenazas, mandatos o reproches. Vos, penetrabais las almas,
el tiempo y el espacio, con vuestra vista de lince, iluminada
por la gracia de Dios. ¡No teníais pelos en la lengua!, y cuando el
espíritu del Señor venía sobre vos, hablabais con valentía;
reprendíais a gobernadores, alcaldes o jueces; os enfrentabais
con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban vuestras
advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo
que vos, no os equivocabais jamás y que nunca decíais palabras
de más ni de menos. Antes de morir os despedisteis de vuestra
querida hermana Inés y de las otras monjas, muy alegre,
también de varios amigos y bienhechores y les dejasteis
a algunos pobres “regalitos”: vuestro bastón, vuestro rosario,
algunas estampas y medallas de la Virgen. Y en aquella
despedida, parecida a la de Cristo con sus discípulos: «Dentro
de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me volveréis
a ver, porque me voy a mi Padre». Y, así, os confesasteis
con fe y devoción; preguntasteis que día de la semana era
aquél; y al saber que era domingo, sacasteis las cuentas de
los días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pedisteis
el Viático y lo recibisteis con mucha fe. El viernes recibisteis
la Extremaunción, que vos, solicitasteis y preguntasteis qué
hora era, luego y le dijisteis al padre guardián: «Todavía
tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre;
yo no moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las
dos y media de la tarde, dijisteis: «Me queda media hora
de vida; me gustaría que viniese la Comunidad y que rezasen
todos por mí». Y, con ellos, emocionados; algunos lloraban.
Y al sonar las tres de la tarde, vos sonreísteis dulcemente
y dijisteis a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos;
ya es la hora…». Juntasteis las manos sobre el pecho y así,
expirasteis, volando luego, vuestra santa alma al cielo, para
coronada ser con corona de luz, como premio a vuestro amor.
Santo Patrono de las mujeres embarazadas del orbe de la tierra;
¡Oh!, San Ignacio de Láconi, “vivo Cristo de la pobreza y la virtud”.
© 2020 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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11 de mayo
San Ignacio de Láconi
(1701-1781)
Por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
Hermano profeso capuchino, que fue limosnero durante cuarenta
años dando ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari
(Cerdeña). Dios le enriqueció con especiales dones sobrenaturales que le
atrajeron el aprecio de todas las clases sociales. Lo canonizó Pío XII
en 1951.
¿A quién puede interesar, en nuestro siglo, la vida tranquila y santa
de un humildísimo lego capuchino del siglo XVIII? Nos tenemos que
enfrentar con un hombre de escaso relieve novelesco, que vive en un
ambiente geográfico poco conocido; y debemos narrar hechos y casos que
parecen leyendas inverosímiles o cuentos para niños. El escritor, ante
un tipo de esta clase, comienza a temer por su pluma y por su pericia;
sabe que puede tropezar con numerosos escollos.
Ignacio de Láconi fue un italiano que jamás estuvo en Italia
peninsular; un nativo de Cerdeña que jamás salió de su isla
mediterránea; que habló el español, por lo menos en sus primeros años,
como lengua materna; y que no hizo grandes ni pequeños descubrimientos
científicos; y se murió de viejo hace casi dos siglos.
Su patria, Cerdeña, había pasado por muchas manos codiciosas, en
tiempos antiguos y modernos. Cartagineses, romanos, catalanes,
venecianos, aragoneses, genoveses, ingleses y franceses habían dado
fuertes mordiscos a la isla estratégica, en una sucesión de asonadas y
de piraterías que no tenían fin. Pero aquellos bocados resultaron
indigestos muchas veces, hasta que la gran patria italiana consiguió
engarzar esa perla verde y durísima en su corona triunfal. He ahí el
escenario en que nació, vivió y murió este personaje llamado hoy San
Ignacio de Láconi.
La lengua que se hablaba entonces en Cerdeña era una mescolanza de
gramáticas advenedizas o nativas: había pueblos y villorrios en los que
se oía corrientemente el castellano, o el catalán, o el dialecto sardo, o
el inglés o cualquiera otra lengua inesperada. Pero todos se entendían,
más o menos, como en la torre de Babel… Las partidas de bautismo y los
documentos oficiales de aquel tiempo están en esas lenguas; a veces, un
documento comienza en español y termina en italiano o en francés.
¡Interesante colección de rarezas y de estratos históricos!
A Ignacio de Láconi no fue cosa fácil elevarle a los altares: su
vida, su carácter, sus prodigios de antes y después de su muerte, eran
demasiado extraños, demasiado pintorescos.
La fama de santidad suele ser peligrosa para la historia: alrededor
del héroe se van enredando los hilos y mallas de rumores, de falsedades,
de exageraciones piadosas, que aprisionan y ahogan la verdad, la
envuelven y la ocultan; y pronto nos encontramos con un temible montón
de mamotretos, como árboles de un bosque virgen, que nos dejan perplejos
y suspicaces.
Lo que podemos decir de nuestro Fray Ignacio es que la fama de sus
virtudes y milagros fue su martirio durante la vida y un estorbo para su
glorificación después de la muerte. Para llegar a la canonización, los
tribunales vaticanos trabajaron más de siglo y medio. Los procesos
canónicos (se hila muy delgado en Roma) fueron un rompecabezas: hubo que
revisarlos, postergarlos, archivarlos, meterlos entre el polvo y los
ratones de los desvanes, para desempolvarlos a cada nuevo prodigio; hubo
que despejar la maraña de las historietas; hubo que exigir a Fray
Ignacio pruebas extraordinarias de santidad; hasta que la evidencia se
hizo presente con su cortejo de exámenes rigurosos y científicos, de
pruebas, de testigos y de médicos, con juramentos solemnísimos y toda la
orquesta…
Y en 1940, cuando ya había pocas esperanzas de aureolas y de
pedestales, Pío XII le beatificó. Pero el buen Ignacio de Láconi no se
quedó muy tranquilo con eso: removió cielos y tierra; sembró milagros a
granel; y de nuevo, en 1952, el mismo Papa le confirió el título
definitivo de «Santo», en una memorable ceremonia de canonización.
¡Cuántos amanuenses, dactilógrafos y secretarios descansaron aquel día!
Recorramos brevemente la vida de este hombre singular; seguramente
encontraremos algunas gratas sorpresas y no pocas lecciones de
espiritualidad.
La pequeña aldea de Láconi, casi en el centro de Cerdeña, fue, el 18
de diciembre de 1701, la cuna de nuestro santo. En el bautismo le
pusieron tres nombres sonoros: Francisco, Ignacio y Vicente. Con este
nombre de Vicente se quedó hasta que entró a la Orden Capuchina. Sus
cristianos padres se llamaron Matías Cadello Peis y Ana María Sanna,
buena pareja, honrada y fecunda, que tuvieron nueve hijos.
Hay indicios de que la madre, por devoción a San Francisco de Asís,
dedicó a su querido Vicente y se lo ofreció al Seráfico Padre; y desde
los primeros años el niño oyó en su casa, a toda hora, la vida poética
del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores, su
espiritualidad amable y austera. Sucedió lo que tenía que suceder, con
el auxilio de Dios. El niño se entusiasmó, y empezó a imitar a su
simpático modelo. En la aldea no pasaban inadvertidas sus virtudes
infantiles. Las comadres parlanchinas, parte por admiración y parte por
simpatía, le pusieron por sobrenombre «il Santarello», el Santito…
Su padre tenía un pequeño rebaño de ovejas. El niño tuvo que aprender
a apacentar el rebaño y a trabajar la tierra. El caso es frecuente en
la vida de los santos. Y si uno tiene unos adarmes de poesía y de
espiritualidad, fácilmente, entre ovejas, pájaros y flores, brotan los
deseos de santidad.
Así sucedió con el pequeño Vicente: rezos constantes bajo la sombra
de los árboles, jaculatorias de fuego a la vista de los arroyos
musicales, ayunos exagerados que le debilitaban el cuerpo y le
purificaban y fortalecían el alma, al mismo tiempo que alarmaban a sus
padres y hermanos y al viejo párroco del lugar.
El niño era flaco, enclenque, descolorido; pero animoso e incansable
en sus correrías y trabajos. La vocación religiosa se le iba formando
poco a poco, fomentada por su madre que no podía olvidar la promesa
hecha a San Francisco cuando nació Vicente.
A los 17 años, el joven no se consideraba todavía maduro para la vida
religiosa, a pesar de sus deseos; pero una enfermedad grave le puso en
trance de morir, y en aquellos apuros, recordó su ilusión de ser
religioso y prometió a Dios que, si sanaba de aquel mal, entraría en la
Orden Capuchina, muy popular y querida en toda Cerdeña.
Pero todavía esperó dos años y medio, no decidiéndose formalmente a
cumplir su promesa. Dios tuvo que darle un tirón de orejas para
refrescarle la memoria… Un día iba a caballo por las afueras de Láconi.
El animal, escaso de bríos y de nervios y en edad provecta, de repente
se espanta, se encabrita, echa a correr como un potrillo joven, y el
caballero, agarrándose a las crines flotantes del jamelgo, se dirigió a
Dios en humilde plegaria de salvación y renovó a gritos su antigua
promesa de ser capuchino. Parece que aquello le salvó la vida una vez
más.
Llegando a su casa, contó la aventura y el susto a sus padres, y les
pidió que le acompañaran a la ciudad de Cagliari, capital de Cerdeña,
donde los capuchinos tenían dos conventos.
Vicente tenía 20 años cuando dio el paso definitivo.
El padre Provincial, al verle tan débil y flaco, rehusó admitirle, y
le dijo que la vida capuchina no era para sus espaldas, y que
especialmente el año de noviciado era cosa muy seria.
Vicente no se desanimó. Fue con sus padres a visitar a un gran amigo y
bienhechor de los Capuchinos, el marqués de Láconi; le pidió que
intercediera por él ante el padre Provincial; y en efecto, con la
recomendación del marqués, nuestro joven fue admitido al noviciado en el
convento de San Benito, en la misma ciudad de Cagliari. Era el 10 de
noviembre de 1721.
Fray Ignacio, con su nuevo nombre religioso, comenzó el noviciado
arremetiendo valerosamente con lo más difícil de la vida capuchina.
Aquello no era juego de niños. Nada de tanteos ni de tibiezas. De un
salto a la cumbre, desde el primer día. Los frailes del convento,
algunos de ellos muy ancianos y experimentados, se quedaron asombrados
con los fervores y con la madura virtud del jovencito. Todavía no le
brotaba la barba, y ya parecía un religioso perfectísimo.
Parece que al novicio se le pasó la mano en los ayunos y vigilias, en
las penitencias y trabajos; porque se cuenta que un día se sintió
desfallecido y a punto de caer con la carga de sus mortificaciones.
Había en el convento una imagencita de la Virgen Inmaculada a la que el
novicio profesaba singular devoción. Al verse en aquel estado de
desánimo, fray Ignacio se postró ante la imagen de María y le dijo
patéticamente: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». De la santa
imagen salió esta frase maternal: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la
pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con
paciencia». El novicio no volvió a sentir en toda su vida aquel
peligroso desfallecimiento. Durante sesenta años de vida religiosa fue
un hombre optimista y decidido, que comunicaba entusiasmos a los demás
religiosos y a todos los que le conocieron.
En 1722, terminado el año canónico del noviciado, fue admitido a la
profesión de los votos religiosos, en los que fray Ignacio iba a
distinguirse de manera maravillosa y heroica.
Debemos advertir, al llegar a este momento, que la vida de fray
Ignacio estuvo regida siempre por la humildad de su estado, por la
monotonía fecunda de la vida regular, en la que no encontramos sucesos
extraordinarios ni llamativos, sino la difícil regularidad de todos los
días junto al anhelo siempre creciente de perfección y de unión con
Dios.
Las virtudes monásticas desorientan a los profanos. Oración continua,
silencio, humildad, castidad, obediencia, pobreza: antiguallas
incomprensibles, imbecilidad y fracaso… Así habla el mundo materialista,
pensando que todo eso es un verdadero atentado a la naturaleza humana.
Pero sucede que casi todos los crímenes y casi todas las tragedias de
que el mundo sufre y se lamenta tienen su origen precisamente en la
falta de esas virtudes, en el desborde de las pasiones que esas virtudes
podrían detener.
En la pobreza franciscana, fray Ignacio alcanzó un grado notable de
perfección. Solía vestir como visten los capuchinos, con un hábito
lamentable, mosaico de parches y de retazos, limpio sí, pero pintoresco.
Predominaba el color castaño, pero se veían también los grises y
negros, los verdes pálidos y los azules viejos; se notaba la impericia
del sastre en las puntadas largas y en las alforzas abultadas; sus
mangas no serían modelo de elegancia, pero podían dar cabida a muchos
objetos que salían a relucir en el momento oportuno: mendrugos de pan,
manojitos de legumbres, frutas, pececillos, etc. Sus sandalias eran
famosas en la ciudad: casi tenían más clavos que cuero; y, como
abrigadoras y confortables, dejaban bastante que desear. Pero fray
Ignacio estaba contentísimo con sus horribles sandalias, y con ellas
caminaba horas y más horas, pese a los callos dolorosos y a las grietas
sangrantes de los talones. «Para ir al cielo -pensaba- me sirven mejor
estas sandalias que los suaves zapatos de gamuza o de charol».
La práctica perfecta de la pobreza franciscana requiere, además de la
virtud, un talento y una habilidad poco comunes. Un fiel hijo de San
Francisco se da cuenta, tras largas y profundas meditaciones sobre la
relatividad de las cosas, de que los bienes de este mundo, las riquezas y
los lujos, las comodidades y embelecos, no traen felicidad al alma, ni
la llenan ni la satisfacen, sino que la acongojan y la emborrachan; mira
a los avarientos y a los codiciosos como a niños engañados que
coleccionan piedrecillas o papeles de colores; considera al dinero como
al peor de los estorbos; y en cambio, la santa pobreza, el carecer hasta
de lo que parece más indispensable, le parece una lotería que muy pocos
alcanzan; siente el corazón siempre ágil y muchacho, perfectamente
entrenado para la gran carrera de la santificación. Cuando un santo ve
palacios y joyas, ricos vestidos y galas efímeras, en sus ojos no brilla
la codicia sino la compasión. ¡Pobres los que necesitan tales cosas
para creerse felices!
San Francisco de Asís, el maestro de fray Ignacio, fue el gran
enamorado de esta virtud evangélica. En la vida de San Francisco, la
palabra Pobreza está escrita siempre con mayúscula…
Otro tanto podríamos decir de la obediencia, de la castidad, de la
humildad, virtudes difíciles, caminos ásperos por los que anduvo
ágilmente nuestro joven capuchino, desde el noviciado hasta la muerte.
Del convento de San Benito, donde había hecho su noviciado y
profesión religiosa, fray Ignacio fue mandado por sus superiores al
convento de la ciudad de Iglesias, con el cargo de cocinero de aquella
pequeña comunidad. Nada sabemos de sus conocimientos culinarios ni de su
pericia y buena mano para manejar las ollas conventuales. En los
conventos capuchinos la comida suele ser sana y suficiente, pero la
técnica del oficio es anticuada e imperfecta, cosa que carece de
importancia para quienes se han dedicado a la austeridad y a la
mortificación. Sólo sabemos que fray Ignacio fue un excelente cocinero;
que practicó su oficio con diligencia y con caridad; que todos estaban
contentísimos de tenerle en la comunidad; y que, aun fuera del convento,
la fama de sus virtudes se extendió rápidamente. Pero aquello duró muy
poco tiempo. Los superiores se percataron de que en el joven religioso
tenían una joya de inapreciable valor, y le destinaron al convento
principal de la Provincia, al convento llamado de «Buoncammino», en la
ciudad de Cagliari, donde permaneció hasta su muerte, salvo breves
temporadas en otros conventos de la isla.
En aquellos tiempos, los conventos capuchinos importantes solían
tener, para la confección de los hábitos y ropa de los religiosos,
rústicos telares que abastecían las necesidades indumentarias de la
Provincia respectiva. Fray Ignacio pasó algún tiempo en el telar de
Cagliari, unos pocos meses nada más; y luego los superiores le
encomendaron otro oficio de más horizontes y de mayores compromisos: el
oficio de limosnero por las calles y casas de la ciudad, recolector de
alimentos para la comunidad, proveedor de las necesidades materiales de
sus hermanos.
En las ciudades y campos de Europa y de América todavía se ven, con
cierta frecuencia, esos humildes y simpáticos hermanos legos capuchinos
que recorren las casas de los amigos y devotos de la Orden franciscana,
pidiendo limosna para la Comunidad. Los capuchinos no tenemos posesiones
ni rentas; no comerciamos; no trabajamos en industrias. Vivimos del
trabajo apostólico y de la caridad; somos mendigos y obreros en una
pieza; y esa es nuestra característica franciscana, acierto genial de
nuestro santo Fundador. ¡Qué bien se corre por los caminos espirituales,
sin carga alguna sobre el corazón! ¡Qué agilidad se siente para amar a
Dios y al prójimo y para huir de las vanidades mundanas!
Entre nuestros santos capuchinos, casi todos los que fueron hermanos
legos se santificaron tanto dentro de los conventos como en medio de las
calles y campos; casi todos fueron «limosneros». En ese oficio
humildísimo y vergonzante se necesitan más virtudes y más valor que para
ser general de un ejército o director de una empresa. Se necesita mucha
prudencia, educación, castidad y modestia, humildad y caridad. Eso por
lo menos… No vienen mal el don de gentes, la simpatía, la paciencia y el
agradecimiento.
Todas estas cualidades adornaron el alma y acompañaron las
actividades de nuestro fray Ignacio en los muchísimos años que ejercitó
el oficio de limosnero por las calles de Cagliari. Se nos cuentan
anécdotas sabrosas y edificantes; lo difícil para el escritor es
seleccionar algunas más llamativas, dejando en la penumbra otras muchas
que podrían interesar al lector.
Había en aquella ciudad un riquísimo comerciante y prestamista, muy
poco querido de sus obligados clientes. Pero el limosnero capuchino
pasaba siempre de largo por su puerta; jamás entraba a saludar al
personaje ni a pedirle una ayuda para el convento. El comerciante se
molestó grandemente al darse cuenta del desvío que le demostraba fray
Ignacio; y un día fue al superior del convento y se quejó ante él de la
poca educación del limosnero. El padre guardián le dio toda clase de
excusas y satisfacciones; y mandó a fray Ignacio que en adelante
visitara con frecuencia al rico comerciante. Obedeció el hermanito y se
fue directamente a la casa de aquel hombre. La limosna, naturalmente,
fue abundantísima. La alforja repleta y pesada llegó al convento sobre
las curvadas espaldas de fray Ignacio; pero por el camino se vio un
extraño reguero de sangre que había caído de la rica carga. Los que
vieron aquella terrible raya roja por el largo suelo, se preguntaban qué
podría significar tan extraordinario acontecimiento: tal vez fray
Ignacio había llevado en sus alforjas un cordero degollado, tal vez un
tarro de pintura roja, tal vez otra cosa misteriosa y desconocida… Al
presentarse ante su superior, el santo limosnero le mostró su carga
sanguinolenta, diciéndole: «Vea, Reverendo Padre, vea la sangre de los
pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son
sus riquezas…» Por toda la ciudad corrió la terrible noticia; y el rico
negociante, tocado en el alma por el insólito milagro, se arrepintió de
su avaricia, distribuyó sus bienes a los pobres, y en adelante vivió
honestamente, sin ilícitas ganancias.
Otro caso todavía más prodigioso nos cuentan las crónicas. En la
aldehuela de Sinnai vivía un matrimonio joven y piadoso, cuya única
desgracia era el no haber tenido hijos después de dos años de unión.
Oraciones, promesas, limosnas, nada había dado resultado: los niños no
llegaban… Fray Ignacio, en sus correrías de limosnero, frecuentaba
aquella casa, y consolaba a la pareja prometiéndoles sus oraciones y
penitencias para que Dios les concediese aquella gracia tan anhelada. Un
día, con toda claridad, les aseguró que Dios le había escuchado, y que
muy pronto habría novedades en el hogar. Pero en los pueblos chicos los
ojos suelen estar muy abiertos, las lenguas muy expeditas, las sospechas
brotan oportuna e importunamente, y algunas vecinas poco delicadas
comenzaron a propalar que el hermanito capuchino tendría algo que ver
con el niño que se esperaba de un día para otro. El pueblo lo creyó a
medias; cuando pasaba fray Ignacio por las calles y cuando entraba a la
casa de los jóvenes esposos, estallaban a su paso las sonrisas
maliciosas y los comentarios picantes y desvergonzados. Llegó por fin el
hijo; se le bautizó solemnemente en la parroquia; fray Ignacio, que no
ignoraba los rumores populares, asistió a la ceremonia; y de repente, en
medio de un silencio impresionante, dirigiéndose a la criatura le
preguntó con voz clara que todos pudieron oír: «Dime, niño, ¿quién es tu
padre?» Los asistentes se apiñaron para contemplar la extraña escena; y
todos pudieron ver al niño que con su dedito señalaba por tres veces a
su verdadero padre allí presente. Las sospechas desaparecieron, y la
fama de santidad de fray Ignacio no hizo sino aumentar considerablemente
desde aquel memorable testimonio dado por el niño.
Los documentos y las crónicas de aquel tiempo no escatiman relatos
prodigiosos, a veces exagerados y ridículos. Fray Ignacio vivió más de
cincuenta años en la ciudad de Cagliari; llegó a ser el personaje más
popular, el más querido, el más venerado. No pasaba día sin que las
buenas gentes le «colgaran» algún cuento edificante, algún milagro
portentoso, alguna aventura curiosa arreglada y desfigurada por el
comentario repetido de boca en boca. De toda esa polvareda sale la
figura de nuestro protagonista con ciertos rasgos inconfundibles que
dibujan nítidamente su personalidad. Es muy difícil, en nuestros días,
separar la paja del grano, saber donde termina la historia y donde
comienza la fantasía. Pero a los santos no podemos medirlos con la vara
corriente, ni juzgarlos con el criterio realista de los hechos tangibles
y ordinarios. Dios les ha concedido gracias excepcionales; ha hecho,
por su mediación, milagros que salen de todas las normas conocidas; ha
adornado sus almas con carismas y con rasgos que desorientan y hacen
sonreír a los incrédulos. A mí me place recoger lo pintoresco, la gracia
de lo legendario, la poesía y el encanto de las historietas que los
abuelos contaron a sus nietos. No me pidáis, en estas páginas, rigor
histórico ni severidad de dómine; dejadme con los viejos cronicones y
con el olor sabroso de los pergaminos.
La índole vulgarizadora y resumida de este libro no nos permite
entrar en muchos pormenores edificantes ni en el examen prolijo de las
virtudes de fray Ignacio. Con mucha pena tenemos que pasar como ráfagas
por tantas páginas heroicas: por su fortaleza férrea en vencer pasiones y
peligros; por su espíritu de justicia y de escrupulosa veracidad; por
su inagotable caridad con pobres y ricos; por su acción pacificadora en
disensiones pueblerinas o familiares; por sus penitencias y
mortificaciones increíbles; por sus arrebatos místicos, éxtasis y
visiones.
Entre ayunos y vigilias, entre cilicios y disciplinas espantables,
fray Ignacio cultivó sus fragantes vergeles y se remontó a las alturas
de la santidad.
Todas estas flores crecieron y dieron su penetrante perfume en un
volcán de pasiones y en un matorral de peligros. No vayamos a creer que
San Ignacio de Láconi fuese un bonachón para quien practicar el heroísmo
diario resultara cosa de coser y cantar; por debajo de todas esas
maravillas de perfección, había el vencimiento propio, el dominio
difícil de todos los momentos, los repuntes de la maleza pasional; en
una palabra, la carne y la piel, la sangre y los nervios, vivos y
pujantes, sofrenados minuto a minuto, reprimidos victoriosamente con la
gracia de Dios. Los santos no fueron figuritas de papel, sino
formidables atletas en todas las disciplinas del espíritu. Se necesita
más intrepidez para ser un buen capuchino que para ser un gran boxeador o
un diestro futbolista…
En el convento de fray Ignacio, los otros religiosos le tuvieron
siempre por un hombre de Dios. Le veían diariamente absorto en sus
meditaciones, indefectible en sus obligaciones, penitente y caritativo
como nadie, modelo de vida recogida y austera. Todos le miraban como a
un modelo incomparable de virtud.
En la ciudad, su figura modesta pasaba dejando una claridad y una
alegría de santidad. Parecía que jamás perdía el contacto con Dios, ni
aun en medio del bullicio de las calles. Visitaba a los pobres y
consolaba graciosamente a los atribulados; repartía entre los
necesitados las limosnas recogidas, llevando al convento sólo una parte
de su cosecha, porque había pedido permiso a sus superiores para dar
todo lo que le pareciera conveniente; era amigo de viejos y de jóvenes,
consejero de matrimonios, consuelo de enfermos, camarada de niños; y
siempre su palabra y su ejemplo dejaban recuerdos y lecciones que
difícilmente se borraban. Fray Ignacio era un predicador y un apóstol a
su manera.
No solamente se predica en los púlpitos y en las iglesias; los santos
llevan el púlpito a cuestas con su vida ejemplar, tienen la elocuencia
irresistible de las buenas obras, persuaden, convencen, convierten,
ablandan. Todo ello con poquísimas palabras, con tartamudeos de breves
conversaciones, con miradas penetrantes, con oraciones fervientes y
continuas. Dichosos aquellos que viven al lado de un santo y cultivan su
amistad. Son como flores que crecen a la orilla del río; nunca les
faltará el riego abundante, ni la sanidad y frescura del aire, ni la
bondad de la tierra, ni los cuidados y desvelos del hortelano.
Así era nuestro fray Ignacio; así le conoció, durante más de medio
siglo, la ciudad de Cagliari, y así le vieron todos los que acudían a él
en busca de milagros, de oraciones o de consejos. Porque llegó a tanto
la fama del capuchino, que casi no se hablaba de otra cosa en Cerdeña:
él era el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos. Sin
alharacas de ninguna especie, con una naturalidad encantadora, decía las
cosas más tremendas: profecías, anuncios de calamidades o de alegres
sucesos, juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas,
amenazas, mandatos o reproches. Penetraba las almas, el tiempo y el
espacio, con su vista de lince iluminada por la gracia. Y el leguito
capuchino no tenía pelos en la lengua cuando el espíritu del Señor venía
sobre él. Hablaba con toda valentía; reprendía a gobernadores, alcaldes
o jueces; se enfrentaba secamente con adúlteros o con usureros; y todos
escuchaban sus advertencias con santo temor o con alegre consuelo,
sabiendo que el siervo de Dios no se equivocaba jamás y que nunca decía
palabra de más ni de menos.
Llevaba fama de santo y de sembrador de milagros; pero él, en su
profunda humildad, se las arreglaba muy donosamente para ocultar esa
gracia que Dios le había dado, acudiendo a la sencilla estratagema de
envolver los milagros y curaciones instantáneas en prácticas de medicina
popular y en chistosas ocurrencias. Muchos creían que era un hábil
prestidigitador; otros le tenían por mago en ciencias ocultas; la
mayoría reconocía que era un predilecto de Dios y un taumaturgo de la
talla de un San Antonio de Padua o de un San Gregorio.
Para sanar a un pobre hombre que tenía rota la pierna o un horrible
cáncer al hígado, fray Ignacio hacía una ferventísima oración pidiendo
al Señor la curación del atribulado; después se remangaba los brazos,
tocaba la herida o la parte afectada, y recetaba al enfermo, por
ejemplo, un vaso de jugo de limón, o unas migas de pan, o un cocimiento
de hierbas, o unos toques con un palo de escoba… Y añadía para disimular
la milagrosa intervención: «Ésta es la última palabra de la cirugía
moderna, al alcance de todos; pero ve a dar gracias a Dios y a la
Virgen, confiésate y comulga en señal de gratitud, y no peques más».
Cuando fray Ignacio llegó a las cercanías de los 80 años, sus
profundas arrugas, sus canas venerables, su evidente cansancio al subir
las escaleras o al andar por las calles, indicaban que le quedaba poca
vida.
Los habitantes de Cagliari, al verle pasar lentamente con sus
alforjas al hombro, no se hacían ilusiones, y decían con triste voz: «El
día menos pensado nuestro fray Ignacio se nos volará a los cielos».
En los primeros días de mayo de 1781, fue al convento de religiosas
donde estaba su querida hermana Inés y se despidió de ella y de las
otras monjas con alegrísimo talante, como el que emprende un viaje de
placer. Se despidió también de varios amigos y bienhechores y les dejó
algunos pobres regalitos: su bastón, su rosario, algunas modestas
estampas y medallas de la Virgen. Y en aquellas despedidas del santo
viejecito nadie pudo ver asomos de tristeza ni de angustia; fray Ignacio
se reía, bromeaba con todos, manifestaba una serenidad inalterable; y
su actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse de sus
discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me
volveréis a ver, porque me voy a mi Padre».
El día 6 de mayo se acostó tranquilamente en su lecho de la
enfermería del convento; ya sabía él que no iba a levantarse más. Se
confesó con pausa y devoción; preguntó qué día de la semana era aquel; y
al saber que era domingo, sacó las cuentas de los días que faltaban
hasta el viernes. El miércoles pidió el Viático y lo recibió con
extraordinarias efusiones de fervor. El viernes 11 de mayo, en las
primeras horas de la mañana, recibió la Extremaunción que él mismo
solicitó; preguntó qué hora era, y dijo al padre guardián: «Todavía
tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre; yo no
moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las dos y media de la
tarde, el enfermo expresó: «Me queda media hora de vida; me gustaría que
viniese la Comunidad y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda
los religiosos emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la
tarde en el reloj cercano de la torre parroquial, fray Ignacio se sonrió
y dijo a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es la hora…».
Juntó las manos sobre el pecho y expiró.
Esta escena, que contada parece teatral, se desenvolvió
naturalísimamente, como un hecho ordinario y cotidiano. Fray Ignacio
murió como el que salta un pequeño arroyo agarrándose a la mano del que
está en la otra orilla: un paso un poco más largo que los otros…
Sus funerales fueron memorables: mezcla de dolor intenso y de cortejo
triunfal. Toda la ciudad de Cagliari tomó parte en la ceremonia;
cerráronse las tiendas y las oficinas públicas; las calles se llenaron
de curiosos y de devotos.
Y sobre la isla de Cerdeña se cernió largo tiempo un denso y
consolador aire de tristeza: «Fray Ignacio ya no está con nosotros… Pero
desde el cielo velará siempre por nuestra felicidad».
Desde el día de su muerte hasta el de su canonización, fray Ignacio
de Láconi ha dado mucho que hablar, por los prodigios y milagros que se
sucedían en su tumba o con sus reliquias. Y hasta el día presente su
nombre anda envuelto y empapado en una perfumada atmósfera de anécdotas
edificantes y de recuerdos gloriosos.
Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Ignacio de Láconi, en Idem, Las
grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp.
105-122.
(http://www.franciscanos.org/prudencio/ignacio.html)