Domingo 4 (B) del tiempo ordinario Texto del Evangelio (Mc 1,21-28): En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Cafarnaúm. Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús, entonces, le conminó diciendo: «Cállate y sal de él». Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen». Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea.
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«¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad!» Rev. D. Jordi CASTELLET i Sala (Sant Hipòlit de Voltregà, Barcelona, España)
Hoy, Cristo nos dirige su enérgico grito, sin dudas y con autoridad:
«Cállate y sal de él» (Mc 1,25). Lo dice a los espíritus malignos que
viven en nosotros y que no nos dejan ser libres, tal y como Dios nos ha
creado y deseado.
Si te has fijado, los fundadores de las órdenes
religiosas, la primera norma que ponen cuando establecen la vida
comunitaria, es la del silencio: en una casa donde se tenga que rezar,
ha de reinar el silencio y la contemplación. Como reza el adagio: «El
bien no hace ruido; el ruido no hace bien». Por esto, Cristo ordena a
aquel espíritu maligno que calle, porque su obligación es rendirse ante
quien es la Palabra, que «se hizo carne, y puso su morada entre
nosotros» (Jn 1,14).
Pero es cierto que con la admiración que
sentimos ante el Señor, se puede mezclar también un sentimiento de
suficiencia, de tal manera que lleguemos a pensar tal como san Agustín
decía en las propias confesiones: «Señor, hazme casto, pero todavía no».
Y es que la tentación es la de dejar para más tarde la propia
conversión, porque ahora no encaja con los propios planes personales.
La
llamada al seguimiento radical de Jesucristo, es para el aquí y ahora,
para hacer posible su Reino, que se abre paso con dificultad entre
nosotros. Él conoce nuestra tibieza, sabe que no nos gastamos
decididamente en la opción por el Evangelio, sino que queremos
contemporizar, ir tirando, ir viviendo, sin estridencias y sin prisa.
El
mal no puede convivir con el bien. La vida santa no permite el pecado.
«Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al
otro» (Mt 6,24), dice Jesucristo. Refugiémonos en el árbol santo de la
Cruz y que su sombra se proyecte sobre nuestra vida, y dejemos que sea
Él quien nos conforte, nos haga entender el porqué de nuestra existencia
y nos conceda una vida digna de Hijos de Dios.