Martirologio Romano: Conmemoración de san Alejandro, obispo, anciano célebre por el celo de su fe, que fue elegido para la sede alejandrina como sucesor de san Pedro y rechazó la nefasta herejía de su presbítero Arrio, que se había apartado de la comunión de la Iglesia. Junto con trescientos dieciocho Padres participó en el primer Concilio de Nicea, que condenó tal error († 326)
Etimológicamente: Alejandro = Aquel que protege a los hombres. Viene de la lengua griega.
Breve Biografía
San Alejandro, patriarca de Alejandría, tiene una especial
significación en la historia de la Iglesia a principios del siglo IV,
por haber sido el primero en descubrir y condenar la herejía de Arrio y
haber iniciado la campaña contra esta herejía, que tanto preocupó a la
Iglesia durante aquel siglo. A él cabe también la gloria de haber
formado y asociado en el gobierno de la Iglesia alejandrina a San
Atanasio, preparándose de este modo un digno sucesor, que debía ser el
portavoz de la ortodoxia católica en las luchas contra el arrianismo.
Nacido
Alejandro hacia el año 250, ya durante el gobierno de Pedro de
Alejandría se distinguió de un modo especial en aquella Iglesia. Los
pocos datos que poseemos sobre sus primeras actividades nos han sido
transmitidos por los historiadores Sócrates, Sozomeno y Teodoreto de
Ciro, a los que debemos añadir la interesante información de San
Atanasio. Así, pues, en general, podemos afirmar que las fuentes son
relativamente seguras.
El primer rasgo de su vida, en el que
convienen todos los historiadores, nos lo presenta como un hombre de
carácter dulce y afable, lleno siempre de un entrañable amor y caridad
para con sus hermanos y en particular para con los pobres. Esta caridad,
unida con un espíritu de conciliaci6n, tan conforme con los rasgos
característicos de la primitiva Iglesia, proyectan una luz muy especial
sobre la figura de San Alejandro de Alejandría, que conviene tener muy
presente en medio de las persistentes luchas que tuvo que mantener más
tarde contra la herejía; pues, viéndolo envuelto en las más duras
batallas contra el arrianismo, pudiera creerse que era de carácter
belicoso, intransigente y acometedor. En realidad, San Alejandro era,
por inclinación natural, todo lo contrario; pero poseía juntamente una
profunda estima y un claro conocimiento de la verdadera ortodoxia,
unidos con un abrasado celo por la gloria de Dios y la defensa de la
Iglesia, lo cual lo obligaba a sobreponerse constantemente a su carácter
afable, bondadoso y caritativo, y a emprender las más duras batallas
contra la herejía.
De este espíritu de caridad y conciliación, que constituyen la base
fundamental de su carácter, dio bien pronto claras pruebas en su primer
encuentro con Arrio. Este comenzó a manifestar su espíritu inquieto y
rebelde, afiliándose al partido de los melecianos, constituido por los
partidarios del obispo Melecio de Lycópolis, que mantenía un verdadero
cisma frente al legítimo obispo Pedro de Alejandría. Por este motivo
Arrio había sido arrojado por su obispo de la diócesis de Alejandría.
Alejandro, pues, se interpuso con todo el peso de su autoridad y
prestigio, y obtuvo, no sólo su readmisión en la diócesis, sino su
ordenación sacerdotal por Aquillas, sucesor de Pedro en la sede de
Alejandría.
Muerto, pues, prematuramente Aquillas el año 313,
sucedióle el mismo Alejandro, y por cierto son curiosas algunas
circunstancias que sobre esta elección nos transmiten sus biógrafos.
Filostorgo asegura que Arrio, al frente entonces de la iglesia de
Baucalis, apoyó decididamente esta elección, lo cual se hace muy
verosímil si tenemos presente la conducta observada con él por
Alejandro. Mas, por otra parte, Teodoreto atestigua que Arrio había
presentado su propia candidatura a Alejandría frente a Alejandro, y que,
precisamente por haber sido éste preferido, concibió desde entonces
contra él una verdadera aversión y una marcada enemistad.
Sea de
eso lo que se quiera, Arrio mantuvo durante los primeros años las más
cordiales relaciones con su obispo, el nuevo patriarca de Alejandría,
San Alejandro. Este desarrolló entre tanto una intensa labor apostólica y
caritativa en consonancia con sus inclinaciones naturales y con su
carácter afable y bondadoso. Uno de los rasgos que hacen resaltar los
historiadores en esta etapa de su vida, es su predilección por los
cristianos que se retiraban del mundo y se entregaban al servicio de
Dios en la soledad. Precisamente en este tiempo comenzaban a poblarse
los desiertos de Egipto de aquellos anacoretas que, siguiendo los
ejemplos de San Pablo, primer ermitaño, de San Antonio y otros maestros
de la vida solitaria, daban el más sublime ejemplo de la perfecta
entrega y consagración a Dios. Estimando, pues, en su justo valor la
virtud de algunos entre ellos, púsoles al frente de algunas iglesias, y
atestiguan sus biógrafos que fue feliz en la elección de estos prelados.
Por
otra parte se refiere que hizo levantar la iglesia dedicada a San
Teonás, que fue la más grandiosa de las construidas hasta entonces en
Alejandría. Al mismo tiempo consiguió mantener la paz y tranquilidad de
las iglesias del Egipto, a pesar de la oposición que ofrecieron algunos
en la cuestión sobre el día de la celebración de la Pascua y, sobre
todo, de las dificultades promovidas por los melecianos, que persistían
en el cisma, negando la obediencia al obispo legítimo. Pero lo más digno
de notarse es su intervención en la cuestión ocasionada por Atanasio en
sus primeros años. En efecto, niño todavía, había procedido Atanasio a
bautizar a algunos de sus camaradas, dando origen a la discusión sobre
la validez de este bautismo. San Alejandro resolvió favorablemente la
controversia, constituyéndose desde entonces en protector y promoviendo
la esmerada formación de aquel niño, que debía ser su sucesor y el
paladín de la causa católica.
Pero la verdadera significación de
San Alejandro de Alejandría fue su acertada intervención en todo el
asunto de Arrio y del arrianismo, y su decidida defensa de la ortodoxia
católica. En efecto, ya antes del año 318, comenzó a manifestar Arrio
una marcada oposición al patriarca Alejandro de Alejandría. Esta se vio
de un modo especial en la doctrina, pues mientras Alejandro insistía
claramente en la divinidad del Hijo y su igualdad perfecta con el Padre,
Arrio comenzó a esparcir la doctrina de que no existe más que un solo
Dios, que es el Padre, eterno, perfectísimo e inmutable, y, por
consiguiente, el Hijo o el Verbo no es eterno, sino que tiene principio,
ni es de la misma naturaleza del Padre, sino pura criatura. La
tendencia general era rebajar la significación del Verbo, al que se
concebía como inferior y subordinado al Padre. Es lo que se designaba
como subordinacianismo, verdadero racionalismo, que trataba de evitar el
misterio de la Trinidad y de la distinción de personas divinas. Mas,
por otra parte, como los racionalistas modernos, para evitar el
escándalo de los simples fieles, ponderaban las excelencias del Verbo,
si bien éstas no lo elevaban más allá del nivel de pura criatura.
En
un principio, Atrio esparció estas ideas con la mayor reserva y
solamente entre los círculos más íntimos. Mas como encontrara buena
acogida en muchos elementos procedentes del paganismo, acostumbrados a
la idea del Dios supremo y los dioses subordinados, e incluso en algunos
círculos cristianos, a quienes les parecía la mejor manera de impugnar
el mayor enemigo de entonces, que era el sabelianismo, procedió ya con
menos cuidado y fue conquistando muchos adeptos entre los clérigos y
laicos de Alejandría y otras diócesis de Egipto. Bien pronto, pues, se
dio cuenta el patriarca Alejandro de la nueva herejía e inmediatamente
se hizo cargo de sus gravísimas consecuencias en la doctrina cristiana,
pues si se negaba la divinidad del Hijo, se destruía el valor infinito
de la Redención. Por esto reconoció inmediatamente como su deber sagrado
el parar los pasos a tan destructora doctrina. Para ello tuvo, ante
todo, conversaciones privadas con Arrio; dirigióle paternales
amonestaciones, tan conformes con su propio carácter conciliador y
caritativo; en una palabra, probó toda clase de medios para convencer a
buenas a Arrio de la falsedad de su concepción.
Mas todo fue
inútil. Arrio no sólo no se convencía de su error, sino que continuaba
con más descaro su propaganda, haciendo cada día más adeptos, sobre todo
entre los clérigos. Entonces, pues, juzgó San Alejandro necesario
proceder con rigor contra el obstinado hereje, sin guardar ya el secreto
de la persona. Así, reunió un sínodo en Alejandría el año, 320, en el
que tomaron parte un centenar de obispos, e invitó a Arrio a presentarse
y dar cuenta de sus nuevas ideas. Presentóse él, en efecto, ante el
sínodo, y propuso claramente su concepción, por lo cual fue condenado
por unanimidad por toda la asamblea.
Tal fue el primer acto
solemne realizado por San Alejandro contra Arrio y su doctrina. En unión
con los cien obispos de Egipto y de Libia lanzó el anatema contra el
arrianismo. Pero Arrio, lejos de someterse, salió de Egipto y se dirigió
a Palestina y luego a Nicomedia, donde trató de denigrar a Alejandro de
Alejandría y presentarse a si mismo como inocente perseguido. Al mismo
tiempo propagó con el mayor disimulo sus ideas e hizo notables
conquistas, particularmente la de Eusebio de Nicomedia.
Entre
tanto, continuaba San Alejandro la iniciada campaña contra el
arrianismo. Aunque de natural suave, caritativo, paternal y amigo de
conciliación, viendo, la pertinacia del hereje y el gran peligro de su
ideología, sintió arder en su interior el fuego del celo por la defensa
de la verdad y de la responsabilidad que sobre él recaía, y continuó
luchando con toda decisión y sin arredrarse por ninguna clase de
dificultades. Escribió, pues, entonces algunas cartas, de las que se nos
han conservado dos, de las que se deduce el verdadero carácter de este
gran obispo, por un lado lleno de dulzura y suavidad, mas por otro,
firme y decidido en defensa de la verdadera fe cristiana.
Por su
parte, Arrio y sus adeptos continuaron insistiendo cada vez más en su
propaganda. Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea trabajaban en su
favor en la corte de Constantino. Se trataba de restablecer a Arrio en
Alejandría y hacer retirar el anatema lanzado contra él. Pero San
Alejandro, consciente de su responsabilidad, ponía como condición
indispensable la retractación pública de su doctrina, y entonces fue
cuando compuso una excelente síntesis de la herejía arriana, donde
aparece ésta con todas sus fatales consecuencias.
Por su parte,
el emperador Constantino, influido sin duda por los dos Eusebios, inició
su intervención directa en la controversia. Ante todo, envió sendas
cartas a Arrio y a Alejandro, donde, en la suposición de que se trataba
de cuestiones de palabras y deseando a todo trance la unión religiosa,
los exhortaba a renunciar cada uno a sus puntos de vista en bien de la
paz. El gran obispo Osio de Córdoba, confesor de la fe y consejero
religioso de Constantino, fue el encargado de entregar la carta a San
Alejandro y juntamente de procurar la paz entre los diversos partidos.
Entre tanto Arrio había vuelto a Egipto, donde difundía ocultamente sus
ideas y por medio de cantos populares y, sobre todo, con el célebre
poema Thalia trataba de extenderlas entre el pueblo cristiano.
Llegado,
pues, Osio a Egipto, tan pronto como se puso en contacto con el
patriarca Alejandro y conoció la realidad de las cosas, se convenció
rápidamente de la inutilidad de todos sus esfuerzos. Así se confirmó
plenamente en un concilio celebrado por él en Alejandría. Sólo con un
concilio universal o ecuménico se podía poner término a tan violenta
situación. Vuelto, pues, a Nicomedia, donde se hallaba el emperador
Constantino, aconsejóle decididamente esta solución. Lo mismo le propuso
el patriarca Alejandro de Alejandría. Tal fue la verdadera génesis del
primer concilio ecuménico, reunido en Nicea el año 325.
No
obstante su avanzada edad y los efectos que había producido en su cuerpo
tan continua y enconada lucha, San Alejandro acudió al concilio de
Nicea acompañado de su secretario, el diácono San Atanasio. Desde un
principio fue hecho objeto de los mayores elogios de parte de
Constantino y de la mayor parte de los obispos, ya que él era quien
había descubierto el virus de aquella herejía y aparecía ante todos como
el héroe de la causa por Dios. Como tal tuvo la mayor satisfacción al
ver condenada solemnemente la herejía arriana en aquel concilio, que
representaba a toda la Iglesia y estaba presidido por los legados del
Papa.
Vuelto San Alejandro a su sede de Alejandría, sacando
fuerzas de flaqueza, trabajó lo indecible durante el año siguiente en
remediar los daños causados por la herejía. Su misión en este mundo
podía darse por cumplida. Como pastor, colocado por Dios en una de las
sedes más importantes de la Iglesia, había derrochado en ella los
tesoros de su caridad y de la más delicada solicitud pastoral, y
habiendo descubierto la más solapada y perniciosa herejía, la había
condenado en su diócesis y había conseguido fuera condenada solemnemente
por toda la Iglesia en Nicea. Es cierto que la lucha entre la ortodoxia
y arrianismo no terminó con la decisión de este concilio, sino que
continuó cada vez más intensa durante gran parte del siglo IV. Pero San
Alejandro había desempeñado bien su papel y dejaba tras sí a su sucesor
en la misma sede de Alejandría, San Atanasio, quien recogía plenamente
su herencia de adalid de la causa católica.
Según todos los
indicios, murió San Alejandro el año 326, probablemente el 26 de
febrero, si bien otros indican el 17 de abril. En Oriente su nombre fue
pronto incluido en el martirologio. En el Occidente no lo fue hasta el
siglo IX.
(https://www.es.catholic.net/op/articulos/31793/alejandro-de-alejandra-santo.html#modal)