Texto del Evangelio (Mc 16,9-15): Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación».
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«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» P. Jacques PHILIPPE (Cordes sur Ciel, Francia)
Hoy, confiando en Jesús resucitado, hemos de redescubrir el Evangelio
como una “buena nueva”. El Evangelio no es una ley que nos oprime.
Alguna vez hemos podido caer en la tentación de pensar que los que no
son cristianos están más tranquilos que nosotros y hacen lo que quieren,
mientras que nosotros tenemos que cumplir una lista de mandamientos. Es
una visión de las cosas meramente superficial.
Personalmente,
una de mis mayores preocupaciones es que el Evangelio se presente
siempre como una buena nueva, una feliz noticia, que nos llene el
corazón de alegría y consuelo.
La enseñanza de Jesús es por
supuesto exigente, pero Teresa del Niño Jesús nos ayuda a percibirla
realmente como una buena nueva, puesto que para ella el Evangelio no es
otra cosa que la revelación de la ternura de Dios, de la misericordia de
Dios con cada uno de sus hijos, y señala las leyes de la vida que
llevan a la felicidad. El centro de la vida cristiana es acoger con
reconocimiento la ternura y la bondad de Dios —revelación de su amor
misericordioso— y dejarse transformar por dicho amor.
El
itinerario espiritual tomado por santa Teresita, el “caminito”, es un
auténtico camino de santidad, un camino con cabida para todos, hecho de
tal manera que nadie puede desanimarse, ni los más humildes, ni los más
pobres, ni los más pecadores. Teresa anticipa así el Concilio Vaticano
II que afirma con seguridad que la santidad no es un camino excepcional,
sino una llamada para todos los cristianos, de la que nadie debe ser
excluido. Hasta el más vulnerable y miserable de los hombres puede
responder a la llamada a la santidad.
Esta santidad consiste en
un «camino de confianza y amor». Así, «el ascensor que ha de elevarme
hasta el cielo son tus brazos, Jesús! (…). Tú, Dios mío, has rebasado mi
esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias» (Santa Teresa de
Lisieux).
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«María Magdalena (…) fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, pero no creyeron» P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
Hoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de meditar algunos
aspectos de los que cada uno de nosotros tiene experiencia: estamos
seguros de amar a Jesús, lo consideramos el mejor de nuestros amigos; no
obstante, ¿quién de nosotros podría afirmar no haberlo traicionado
nunca? Pensemos si no lo hemos mal vendido, por lo menos alguna vez, por
un bien ilusorio, del peor oropel. En segundo lugar, aunque
frecuentemente estamos tentados a sobrevalorarnos en cuanto cristianos,
sin embargo el testimonio de nuestra propia conciencia nos impone callar
y humillarnos, a imitación del publicano que no osaba ni tan sólo
levantar la cabeza, golpeándose el pecho, mientras repetía: «Oh Dios,
ven junto a mí a ayudarme, que soy un pecador» (Lc 18,13).
Afirmado
todo esto, no puede sorprendernos la conducta de los discípulos. Han
conocido personalmente a Jesús, le han apreciado los dotes de mente, de
corazón, las cualidades incomparables de su predicación. Con todo,
cuando Jesucristo ya había resucitado, una de las mujeres del grupo
—María Magdalena— «fue a comunicar la noticia a los que habían vivido
con Él, que estaban tristes y llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de
interrumpir las lágrimas y comenzar a bailar de alegría, no le creen. Es
la señal de que nuestro centro de gravedad es la tierra.
Los
discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la Resurrección y, en
cambio, prefieren continuar compadeciéndose de ellos mismos. Hemos
pecado, ¡sí! Le hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una especie
de exequias paganas, ¡sí! De ahora en adelante, que no sea más así:
después de habernos golpeado el pecho, lancémonos a los pies, con la
cabeza bien alta mirando arriba, y… ¡adelante!, ¡en marcha tras Él!,
siguiendo su ritmo. Ha dicho sabiamente el escritor francés Gustave
Flaubert: «Creo que si mirásemos sin parar al cielo, acabaríamos
teniendo alas». El hombre, que estaba inmerso en el pecado, en la
ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para siempre ha de saber que,
gracias a la Resurrección de Cristo, «se encuentra como inmerso en la
luz del mediodía».