Evangelizó la ciudad y el reino de Nápoles. Con sus prédicas
y celo apostólico obtuvo innumerables conversiones al catolicismo.
Plinio María Solimeo
San Francisco de
Jerónimo, santo poco conocido en América, a quien hoy presentamos.
Francisco de Jerónimo nació en la pequeña ciudad de Grottaglie, cerca de
Taranto, al sur de Italia, el día 17 de setiembre de 1642. Sus padres,
Juan Leonardo de Jerónimo y Gentilesca Gravina, además de tener una
posición honorífica en la región, se destacaban sobre todo por la
virtud. Tuvieron once hijos, de los cuales Francisco fue el primogénito.
A todos les proporcionaron una excelente educación religiosa. Como el
hijo mayor mostraba una fuerte inclinación para la virtud, al cumplir
los once años sus padres lo confiaron a una sociedad de sacerdotes que
vivían santamente, sin obligarse por votos.
Debido a
las excelentes cualidades del adolescente, fue encargado de enseñar
catecismo a los niños y cuidar del orden en la iglesia. Impresionado por
su piedad, el arzobispo de Tarento le confirió la tonsura eclesiástica a
la edad de dieciséis años. Sus padres lo enviaron entonces a esa ciudad
para estudiar filosofía y teología. Francisco fue después a Nápoles
para estudiar derecho canónico y civil en el Gesù Vecchio, de los
jesuitas, que figuraba en aquel tiempo entre las mejores universidades
de Europa.
Recibió la comunión directamente de Nuestro Señor Jesucristo
Francisco de Jerónimo fue ordenado sacerdote en 18 de marzo de 1666.
Después de pasar cuatro años en el cargo de prefecto de disciplina en el
colegio jesuita de Nápoles, pidió su admisión en la Compañía de Jesús a
los 28 años de edad. En el noviciado, a pesar de ser el más humilde,
fervoroso, mortificado y obediente de todos, para probarlo, los
superiores le prohibieron celebrar la santa misa más de tres veces por
semana. Se cuenta que los otros días el mismo Jesucristo se le aparecía
para darle la santa comunión. Francisco fue entonces enviado a las
misiones populares acompañando a un famoso predicador de la época, el
padre Agnello Bruno.
Durante tres años evangelizaron la región
de Otranto convirtiendo a pecadores y fortificando a los justos, de tal
modo que se decía en la región: “Los padres Bruno y Jerónimo parecen no ser simples mortales, sino ángeles enviados expresamente para salvar las almas”.
Lo nombraron después predicador de la iglesia de Gesù Nuovo, la casa
profesa de los jesuitas en Nápoles. Francisco comenzó por incrementar el
entusiasmo religioso de una congregación de trabajadores, cuya
finalidad era secundar la labor misionera de los padres jesuitas. Quería
que los congregados, incluso los más humildes, tomaran muy en serio la
religión: que frecuentaran los sacramentos los domingos y fiestas de la
Santísima Virgen; que todos los días ellos hicieran oración mental, sin
la cual no es posible el menor progreso verdadero en la vida espiritual;
que practicaran también mortificaciones y penitencias para dominar el
propio yo, y que fueran devotos del Via Crucis y de Nuestra
Señora. Poco a poco esos trabajadores se volvieron excelentes
cooperadores, haciendo mucho apostolado y trayendo una multitud de
pecadores a los pies de San Francisco de Jerónimo.
Como vivían
apenas del parco salario, el santo instituyó entre ellos una caja de
auxilio que les permitiera contar con una módica suma para sus gastos en
caso de enfermedad. Y, en caso de muerte, recibir un digno funeral, con
el insigne privilegio de poder ser enterrados en el cementerio de la
propia iglesia de Gesù Nuovo. San Francisco estableció también, en
aquella iglesia, una comunión general el tercer domingo de cada mes. Sus
congregados se dedicaban a difundir esa devoción, y lo hacían con tal
éxito que era común ver a más de quince mil hombres comulgando los
domingos.
Sus Indias y su Japón: el reino de Nápoles
Pero
el celo apostólico de San Francisco no se limitaba a ello. Quería ir a
las Indias para convertir infieles como su patrono San Francisco Javier.
Pero sus superiores le respondieron que “sus Indias y su Japón” serían la ciudad y el reino de Nápoles. Durante 40 años él evangelizará
esta región de modo notable.
Salía
a las calles de la ciudad predicando sobre la necesidad de la
conversión y de la penitencia, de lo inesperado de la muerte y de la
necesidad de estar preparado para ella, del terrible juicio de Dios, de
los tormentos eternos del infierno. Escogía para sus sermones de
preferencia las calles donde hubiese ocurrido algún escándalo. Algunos
días de la semana visitaba los alrededores de Nápoles, a veces hasta 50
poblados en un sólo día. Predicaba en las calles, plazas e iglesias. Y
el resultado era sorprendente. Documentos de la época describen a San
Francisco de Jerónimo como de estatura alta, cejas amplias, grandes ojos
oscuros, nariz aguileña, mejillas secas, pálido, y con una mirada que
reflejaba su austeridad y vida ascética. Todo eso producía una
maravillosa impresión. El pueblo se aglomeraba para aproximarse a él,
verlo, besarle las manos y tocar su ropa.
Sus sermones cortos,
pero enérgicos y elocuentes, tocaban las conciencias culpables de sus
oyentes, operando conversiones milagrosas. Cuando exhortaba a los
pecadores al arrepentimiento, adquiría aires de profeta del Antiguo
Testamento y su voz se hacía más potente y terrible. Por eso el pueblo
decía de él: “Es un cordero cuando habla, pero un león cuando predica”.
Prédicas, arrepentimientos y conversiones
Su
método ordinario era el de mostrar primero la enormidad del pecado y el
terror de los juicios divinos, para suscitar en los oyentes un santo
temor e indignación a causa de sus pecados. Una vez obtenido eso,
cambiaba totalmente el tono, y hablaba de la dulzura y de la bondad de
Nuestro Señor Jesucristo, de modo que la esperanza sustituya a la
desesperación y conquistar así los corazones más endurecidos. Era el
momento que escogía para dirigir un llamado a la conversión, tan dulce y
persuasivo que llevaba a muchos a caer de rodillas y pedir perdón por
sus desmanes. Al final, añadía algún ejemplo categórico de los castigos o
de las gracias de Dios para dejar en las almas una impresión más
profunda. Ante un auditorio voluble e impresionable, Francisco utilizaba
todo cuanto pudiera poner aquellas imaginaciones al servicio de sus
propias almas.
Así, una vez trajo una calavera a su púlpito
improvisado para hablar de la muerte. Otras, cuando nada parecía
conmover a sus oyentes, paraba el sermón, descubría las espaldas y se
flagelaba hasta correr sangre. El efecto era irresistible. Pecadores
comenzaban a confesar sus crímenes en voz alta, mujeres de mala vida se
arrodillaban delante del Crucifijo que él traía y se cortaban los
cabellos en señal de arrepentimiento. San Francisco de Jerónimo fundó
dos refugios para esas pecadoras arrepentidas y el Asilo del Espíritu
Santo, que pronto cobijó a 190 hijos de esas infelices, para darles la
oportunidad de encontrar un futuro menos sombrío. El santo tuvo la
consolación de ver a 22 de esas mujeres abrazar la vida religiosa.
“Catalina, dime, ¿dónde estás?”
Pero
no fue siempre así. Un día que predicaba en una plaza cerca de una casa
de mala fama, la mujer que en ella habitaba comenzó a hacer todos los
ruidos posibles para entorpecer la predicación. El santo continuó hasta
el fin. Otro día, predicando en el mismo lugar y viendo la casa cerrada,
preguntó qué había pasado. Le respondieron que la mujer, Catalina,
había muerto súbitamente. “¡Muerta!” —exclamó San Francisco Jerónimo sorprendido. “Vamos a verla”.
Y, en compañía del pueblo, subió la escalera hasta la sala donde estaba
el cadáver de la infeliz. Se produjo un silencio sepulcral, que el
santo quebró preguntando: “Catalina, dime, ¿dónde estás?” Dos
veces repitió la misma pregunta. Cuando lo hizo por tercera vez con voz
más autoritaria, los ojos del cadáver se abrieron, los labios temblaron
y, a la vista de todo mundo, ella respondió con una voz que parecía
venir del otro mundo: “¡En el infierno! ¡En el infierno!”. El
susto que provocó fue tan grande, que todos huyeron de aquel lugar
maldito. Y nadie tuvo el valor de volver a casa sin antes haber hecho
una buena confesión.
La caridad de San Francisco de Jerónimo lo
llevaba también hasta los condenados a las galeras, transformando aquel
lugar de rebelión y dolor en refugio de paz y resignación. Allí, con su
insuperable caridad y celo por los almas, consiguió la conversión de
varios esclavos moros a la verdadera fe. Para que sus bautismos
influenciaran a fondo los corazones, los celebraba lo más pomposamente
posible. El santo quería trabajar hasta el fin de sus fuerzas. Decía: “Mientras
yo conserve un aliento de vida iré, aunque sea arrastrado, por las
calles de Nápoles. Si caigo debajo de la carga, daré gracias a Dios. Un
animal de carga debe morir bajo su fardo”. Y eso sucedió el día 11 de mayo de 1716, cuando entregó su bella alma a Dios, a los 73 años de edad.
(https://www.tesorosdelafe.com/articulo-822-san-francisco-de-jeronimo)