¡Oh!, San Juan Clímaco, vos, sois el hijo del Dios de la Vida
su amado santo y el más popular de los escritores ascéticos
por vuestra única obra: «Escala del paraíso». Daniel, el monje,
redactó poco después de vuestra muerte vuestra biografía.
Vos, joven os presentasteis al monasterio del Sinaí, dispuesto
a consagraros a Dios. Ni los bienes de vuestra casa, que eran
muchos, ni la educación distinguida que habíais recibido, ni
el porvenir de éxito, obstáculo fueron para emprender una
vida humilde y austera. Martirio, os enseñó cómo las cosas
del mundo tendríais que olvidar para ser un buen monje.
Luego de tres años de novicio, entrasteis en la comunidad
de monjes. La obediencia y el estudio fueron vuestra divisa.
Y, Daniel así lo afirma. Años, más tarde, y muerto vuestro
maestro, el monje Martirio, vos, os retirasteis al extremo
del monte, cerca de una ermita, donde vivíais más cerca de Dios.
Allí, entre cuatro paredes, dejasteis el sabor a vuestras oraciones,
contemplaciones, penitencias y hasta lágrimas. Allí, aprendisteis
lo que años después aconsejasteis al abad de Raytún: “Entre
todas las ofrendas que podemos hacer a Dios, la más agradable
a sus ojos es indiscutiblemente la santificación del alma por
medio de la penitencia y de la caridad”. También, allí vencisteis
al demonio de la gula, comiendo poco y lo que permitía la regla
monástica; al mismo tiempo dominabais la vanagloria, y erais benigno
y amoroso con los visitantes. Erudito y santo, os buscaban para
que vos los aconsejarais. Con amor instruíais, y decíais: “quien con
sus enseñanzas puede contribuir a la salvación de sus hermanos y
no les reparte con plenitud de caridad la ciencia que haya recibido,
tendrá el castigo del que oculta el talento debajo del celemín”.
Os acusaron de charlatán, por lo cual vos mismo os impusisteis la
penitencia de no enseñar con palabras sino con obras de penitencia,
dulzura y modestia. Siendo Abad, desempeñasteis el cargo con
sabiduría, bondad de carácter y vida ejemplar. Y, así, habiendo
gastado vuestra vida en buena lid, voló, vuestra alma al cielo, para
coronada ser de luz, como justo premio a vuestra entrega de amor;
¡oh!, San Juan Clímaco, «viva escalera del mundo hacia el Dios de la Vida».
© 2022 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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30 de marzo
San Juan Clímaco
(† 600)
Juan Clímaco vivió en la segunda mitad del siglo VI y la
primera mitad del VII. Era muy joven cuando un buen día se presentó al
monasterio del Sinaí dispuesto a consagrarse a Dios. Ni los bienes de su
casa, que eran muchos, ni la educación distinguida que había recibido,
ni un porvenir halagador fueron obstáculo para emprender una vida
humilde y austera. Todo lo fue olvidando heroicamente bajo las
instrucciones de un excelente religioso llamado Martirio, y después de
tres años de noviciado —el tiempo que preceptuaba la regla— entró en la
comunidad de monjes. Desde el primer momento, la obediencia y el estudio
fueron su divisa. Daniel afirma escuetamente que era monje sumiso e
instruido en letras.
El monte Sinaí, de tantos recuerdos bíblicos, forma un macizo de
cumbres y valles pedregosos y resecos sin apenas vegetación. Cuando lo
visitó la monja Eteria, nuestra peregrina, el Sinaí estaba poblado de
monjes. Eteria vio varios monasterios, capillas custodiadas por monjes,
cuevas en las que moraban anacoretas “y una iglesia en la cabeza del
valle; delante de la iglesia hay un amenísimo huerto con agua abundante,
en el cual está la zarza; muy cerca se enseña el lugar donde se hallaba
el santo Moisés cuando le dijo Dios: Desata la correa de tu calzado”.
Aún se conserva el monasterio de El-Arbain o de los Cuarenta
Mártires, llamado así porque, a fines del siglo IV, los beduinos
asesinaron en aquel lugar a cuarenta monjes. Mas la iglesia de que nos
habla Eteria es, sin duda, la que hizo edificar Santa Elena en el siglo
IV y que, en 527, fortificó el emperador Justiniano, lo mismo que al
monasterio que está junto a ella, Dicho monasterio se llama de Santa
Catalina, puesto que guarda las reliquias de la santa alejandrina desde
hace muchos siglos. Justiniano fortificó también otros monasterios
sinaítas para proteger a los monjes de las incursiones de los beduinos
de los desiertos cercanos.
El monasterio de Santa Catalina, única que ha mantenido la vida
monacal en aquellos parajes agrestes, está situado a más de dos mil
metros al pie del Djebel-Musa o monte de Moisés. De la parte trasera del
monasterio arranca un caminito escarpado, con peldaños labrados en la
roca (tres mil en total) que lleva a la cumbre. Vive en él una comunidad
de monjes ortodoxos griegos y guarda una famosa biblioteca con 500
manuscritos antiguos. En el siglo pasado fue descubierto en ella el
Códice Sinaítico, del siglo IV, con todo el Nuevo Testamento y la mayor
parte de la versión griega del Antiguo, Dicho códice fue regalado al zar
de Rusia, el cual compensó al monasterio con 9.000 rublos. Estuvo
depositado en la Biblioteca de Leningrado hasta 1933, en cuya fecha lo
adquirió el Museo Británico por 100.000 libras esterlinas.
El recuerdo de Moisés y de Elías, a quienes había hablado Dios en
aquel monte, atrajo desde los primeros tiempos a muchos anacoretas.
Después de la legislación que Justiniano dio a los monjes, éstos vivían
en recintos cerrados y sólo se permitía la vida solitaria dentro de la
clausura. Cada monasterio se regía a su modo, sin regla común; mas todas
estaban inspiradas en los preceptos que San Basilio había dado a los
monjes. Los divinos oficios duraban seis horas. El resto del día lo
ocupaban en el trabajo manual y en el estudio. Se tejían sus propios
vestidos: túnica burda de pelo de cabra o de borra, ceñidor, manto y
sandalias. Preparaban pergaminos, transcribían e iluminaban códices.
Comían una sola vez al día y practicaban extremado ayuno en Cuaresma y
Adviento, La caridad en forma de hospitalidad era característica de los
monjes. junto a cada monasterio estaba la hospedería para peregrinos y
viajeros.
En este ambiente discurrió la vida de San Juan Clímaco, el más
popular de los escritores ascéticos de aquellos siglos, debido a su
única obra Escala del paraíso. Los pocos datos biográficos que han
llegado a nosotros los sabemos principalmente por el monje Daniel, el
cual vivía en el monasterio cercano de Raytún, situado hacia el mar
Rojo. Daniel los redactó poco después de la muerte del Santo para
encabezar el libro de éste.
Unos años después había muerto el monje Martirio y nuestro Santo se
retiró al extremo del monte a unos cien metros de una ermita. Allí vivía
más cerca de Dios en un antro angosto o celda natural, la cual fue
testigo, durante muchos años, de sus prolongadas oraciones,
contemplaciones, penitencias y lágrimas. Allí aprendió lo que años
después aconsejaría al abad de Raytún en una carta que se ha conservado:
“Entre todas las ofrendas que podemos hacer a Dios, la más agradable a
sus ojos es indiscutiblemente la santificación del alma por medio de la
penitencia y de la caridad”. Allí venció al demonio de la gula, comiendo
poco; al mismo tiempo que dominaba la vanagloria, comiendo de todo lo
que permitía la regla monástica, pues sabía que las extremadas
abstinencias fueron motivo de ostentación en otros monjes. Pasó cuarenta
años ajeno a la desidia, dado al estudio y al trabajo, larga la oración
y breve el sueño, parco en el comer y benigno con los visitantes
molestos.
Al principio vivió completamente aislado; mas corrió la fama de su
erudición y santidad, y varias personas iban a él en busca de consejo.
Juan las instruía con toda caridad; porque, como dejó escrito, “quien
con sus enseñanzas puede contribuir a la salvación de sus hermanos y no
les reparte con plenitud de caridad la ciencia que haya recibido, tendrá
el castigo del que oculta el talento debajo del celemín”. No faltaron
envidiosos que le tildaron de charlatán por lo cual él mismo se impuso
la penitencia de no enseñar con palabras sino con obras de penitencia,
dulzura y modestia. Ello duró hasta que los mismos que le habían
difamado fueron a rogarle que renovara sus divinas instrucciones. No
estuvo a refugio de las tentaciones, sino que pasó momentos de tristeza y
desaliento con ganas de echarlo todo a rodar. Pero se tranquilizaba
luego, pensando en que agradaba a Jesucristo y que muchos habían llegado
a la santidad por aquel camino.
Cuando murió el abad de Monte Sinaí, los monjes fueron en busca de
Juan y le rogaron que aceptara el cargo de sucesor. El Santo opuso
excusas y resistencias, pero los monjes no cejaron hasta que aceptó y se
fue al monasterio con ellos. No se habían equivocado: Juan desempeñó el
cargo con sabiduría, bondad de carácter y vida ejemplar.
Siendo abad, redactó, o terminó por lo menos, Escala del paraíso,
fruto de su larga experiencia ascética. Se compone de treinta grados,
que son otros tantos capítulos en donde el Santo explica, en forma de
aforismos y sentencias, las virtudes del monje y los vicios que deberá
vencer. El estilo es muy sencillo y claro; al alcance de todos. Se sirve
de ejemplos vividos en los monasterios. Así nos dice que, edificándole
la virtud del monje cocinero, le preguntó una vez cómo podía andar
recogido en todo momento con una ocupación tan material. El cocinero le
respondió: “Cuando sirvo a los monjes me imagino que sirvo al mismo Dios
en la persona de sus servidores, y el fuego de la cocina me recuerda
las llamas que abrasarán a los pecadores eternamente”.
Los primeros grados de Escala del paraíso son: la renuncia a la vida
del mundo, a los afectos terrenos, al afecto de los parientes, la
obediencia, la penitencia, el pensamiento de la muerte y el don de
lágrimas o, como él dice, la tristeza que nos causa alegría. “Carísimos
amigos —escribe el Santo—, en la hora de la muerte, el juez soberano no
nos echará en cara el no haber obrado milagros, o no haber sabido
sutilizar en materias elevadas de teología, como tampoco el no haber
llegado a un elevado grado de contemplación, sino de no haber llorado
nuestros pecados de modo que mereciésemos el perdón”. Los grados
siguientes son: la dulzura que triunfa de la cólera, olvido de las
injurias, huir de la maledicencia, pues ésta reseca la virtud de la
caridad; amor al silencio, porque el mucho hablar lleva a la vanagloria;
huir de la mentira, que es un acto de hipocresía; combatir el fastidio y
la pereza, puesto que esta última destruye por sí sola todas las
virtudes; practicar la templanza, porque el golosinear es una hipocresía
del estómago, el cual dice que se va a saciar con aquello y no se
sacia. Contentando la intemperancia, viene la impureza; de aquí que el
grado siguiente sea el amor a la castidad. La castidad —dice— es un don
de Dios, y para obtenerlo conviene recurrir a EI, pues a la naturaleza
no la podemos vencer con sólo nuestras fuerzas. Siguen los grados que
tratan de la pobreza, virtud opuesta a la avaricia, del endurecimiento
del corazón, que es la muerte del alma, del sueño, del canto de los
salmos, de las vigilias, de la timidez afeminada, de la vanagloria, del
orgullo y de la blasfemia. Luego, las virtudes típicamente
contemplativas: dulzura del alma, humildad, vida interior, paz del alma,
oración y recogimiento. El último grado del libro está dedicado a las
virtudes teologales.
Movido de la caridad operante, hizo edificar una hospedería para
peregrinos a poca distancia del monasterio. Enterado de ello el papa San
Gregorio el Grande, quiso ayudarle enviándole una cantidad junto con
una carta, que se ha conservado, en la que se recomienda a sus
oraciones.
Murió con la misma simplicidad que había vivido. Su Escala del
paraíso se hizo pronto famosa. El libro fue copiado y leído en todos los
monasterios, se tradujo al latín y el autor fue siempre conocido con el
sobrenombre de Clímaco, del griego clymax, que significa “escalera”.
También le llamaron Juan el Escolástico, apelativo que solo se daba a
personas de muchos conocimientos. Juan Clímaco es uno de los Santos
Padres de la Iglesia griega.
JUAN FERRANDO ROIG
(http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/03/03-30_S_juan_climaco.htm)