¡Oh!, Santos Mártires de Sebaste; vosotros sois
los hijos del Dios de la Vida, sus amados santos
y aquellos que, servíais a terrenas potestades.
Licino, cruel emperador romano un decreto emitió
en el que, se ordenaba la pena de muerte para todo
cristiano que no sea capaz de renegar de su fe.
Pero, vosotros valientes soldados de la Legión
“Fulminata”, conversos al cristianismo, hicisteis
saber al gobernador de Sebaste, que vosotros no
ofreceríais incienso a ningún ídolo pagano y que,
os mantendríais fieles a Jesucristo, a quien
reconocíais como único Dios, y por propia voluntad,
escogisteis poneros en sus manos y abrazaros a su
Cruz, cosa que nada gustó a vuestros verdugos
condenándoos a que murieseis de frío, expuestos
a las bajísimas temperaturas del crudo invierno
aquella región. Y, todos vosotros cantabais felices
el Salmo Noventa: “Al que se declara en mi favor
lo defenderé, lo glorificaré y con él estaré en
la tribulación”. A voz en cuello gritabais: «Por
esta noche de hielo conseguiremos el día sin
fin de la gloria en la eternidad feliz» Entonces,
de pronto la cárcel se iluminó y oísteis que el
mismo Cristo os animaba a sufrir con valentía y
coraje vuestra prueba. Cuando os desnudasteis
para entrar en las frías aguas, uno de vosotros
exclamó: “Al quitarnos las ropas, nos despojamos
del hombre viejo; el invierno es duro, pero el
paraíso es dulce; el frío es fortísimo, pero la
gloria será más agradable”. Y, uno a uno, todos
vosotros elevados fuisteis al cielo, para recibir
corona de luz como premio justo, por vuestro amor
¡Oh!, Santos Mártires de Sebaste, «vivos corazones
para el Dios de la Vida y del Amor. !Aleluya!».
© 2023 by Luis Ernesto Chacón Delgado
10 de Marzo
Santos 40 Mártires de Sebaste
«Por esta noche de hielo conseguiremos el día sin fin de la gloria en la eternidad feliz», repetían aquellos hombres de Sebaste, convocados al altar del martirio, para animarse unos a otros mientras eran obligados a permanecer dentro de las aguas de un lago congelado.
Hacia el año 320, El emperador Licino emitió un decreto en el que se ordenaba la pena de muerte para todo cristiano que no sea capaz de renegar de su fe. Un grupo de valientes soldados, conversos al cristianismo, hizo saber al gobernador de Sebaste (entonces capital de la provincia de Armenia Menor, en Turquía) que ellos no ofrecerían incienso a ningún ídolo y que se mantendrían fieles a Jesucristo, a quien reconocían como único Dios.
El gobernador, entonces, los tomó prisioneros y los encerró en un calabozo oscuro. Mientras permanecían en sus celdas, un hecho milagroso ocurrió: el lugar, habitualmente oscuro y lúgubre, se iluminó y se escuchó una voz que los animaba a sufrir con valentía. Esa voz era la de Nuestro Señor, manifestándose para darles la fuerza necesaria.
Los hombres del gobernador los ataron y los sacaron de aquel lugar y los condujeron hacia un lago cercano, que por efecto del crudo invierno, lucía una capa gruesa de hielo que lo cubría casi por completo.
Cuando se vieron obligados a desnudarse para entrar en las frías aguas, uno de ellos exclamó: “Al quitarnos las ropas, nos despojamos del hombre viejo; el invierno es duro, pero el paraíso es dulce; el frío es fortísimo, pero la gloria será más agradable”.
Muy cerca del lago había un estanque con agua tibia esperando por aquel que quisiera desanimarse. Resultó que uno de ellos abandonó al grupo y fue conducido al estanque de agua caliente. Aquel hombre murió en el acto cuando tocó las tibias aguas.
La tradición añade que cuarenta ángeles bajaron del cielo, cada uno portando una corona, para colocarlas en las cabezas de los hombres que estaban por entregar la vida. Sin embargo, uno de ellos quedó solo, sin encontrar a quién darle el sagrado premio: era el ángel de la guarda del desertor. En ese momento, un guardia, al ver que los mártires seguían rezando y cantando himnos, gritó: “Yo también creo en Cristo” y se introdujo por sus propios medios en las aguas congeladas. En ese momento, aquel converso pudo ver al ángel del que había desertado que se dirigía hacia él, con la corona del martirio.
Mientras tanto, la soldadesca insistía con el más joven entre los cuarenta para que se desanime. Entre quienes presenciaban la escena estaba la madre de aquel jovencito. Ella lo instó a permanecer fiel y a no perder el ánimo. Al amanecer, los mártires que lograron sobrevivir fueron sacados de las aguas, les rompieron las piernas y los dejaron morir. Entre los sobrevivientes estuvo aquel jovencito, quien terminó muriendo en los brazos de su madre. Cuando todo terminó, el comandante del ejército imperial mandó que los cuerpos fueran quemados.
Los cristianos en Oriente celebran a los cuarenta mártires el 9 de marzo, mientras que en Occidente lo hacemos el día décimo del mes. Esta celebración coincide con los días de Cuaresma, y puede ayudarnos a profundizar en el camino de la fe, que es camino de amor, entrega y sacrificio.
Así como esos mártires, a inicios del S. XX (1915 – 1923), muchos hombres, mujeres y niños padecieron por su fe en las mismas tierras, hoy pertenecientes a Turquía, cuando se produjo el genocidio contra los armenios, pueblo masacrado también por su fe cristiana, a manos del imperio turco (imperio otomano).