¡Oh!, San Juan María Vianney, vos, sois el hijo del Dios
de la Vida, y su amado santo, llamado “el santo Cura
de Ars”, pues en vos, se ha cumplido, lo que San Pablo
dijo: “Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del
mundo, para confundir a los grandes”. Vuestra primera
comunión la hicisteis a los trece años de noche en un
pajar. Siempre anhelabais desde pequeño sacerdote ser,
pero a vuestro padre no le interesaba que lo fuerais.
Vos, intentasteis estudiar en el seminario y vuestros
maestros decían de vos: “Es muy buena persona, pero no
sirve para estudiante. No se le queda nada”. Y, claro,
os echaron, y vos, os fuisteis en peregrinaje a la tumba
de San Francisco Regis, para pedirle su ayuda. Y, al
fin os recibió el Padre Balley en su seminario nuevo.
Allí, demostrasteis buena conducta, criterio y voluntad
admirables que el Padre, se dispuso a haceros sacerdote
y os preparó por tres años con clases todos los días
pero, vuestros exámenes no fueron los más satisfactorios.
En cierta oportunidad el Obispo de vuestra diócesis
preguntó: ¿El joven Vianey es de buena conducta? Y
respondieron: “Es excelente persona. Es un modelo de
comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el
más santo”. Y, el prelado dijo: “Pues si así es, que sea
ordenado de sacerdote, pues aunque le falte ciencia,
con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás”.
Y, así, os ordenaron de sacerdote y os sentisteis muy feliz.
Algunos colegas llenos de envidia dijeron de vos: “El
Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va
a encantar con él, porque ¿a dónde lo va a enviar, para que
haga un buen papel?”. Y, os enviaron a una parroquia
pobre e infeliz: ¡Ars!, de mala fama y lleno de cantinas.
Y, allí estuvisteis de párroco durante cuarenta y un años.
Vuestro método: Rezar mucho, sacrificarse lo más posible
y hablar fuerte y duro. Así, os dedicasteis horas y horas
a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar
y realizasteis increíbles penitencias para convertirlos,
enfocando vuestros sermones contra los vicios de vuestros
feligreses. Un día el Obispo, un visitador envió a oír
vuestros sermones. De vuelta, el prelado preguntó:
“¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianney?
– Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy
largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero,
siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios,
la muerte, el juicio, el infierno y el cielo”. – ¿Y tienen
también alguna cualidad estos sermones? – pregunta
Monseñor-. “Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes
se conmueven, se convierten y empiezan una vida más
santa de la que llevaban antes”. “Por esa última cualidad
se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres
defectos”. Concluyó el Obispo. Leíais y estudiabais, más
de tres horas para el sermón del Domingo, escribíais,
durante otras tres o más horas. Paseabais por el campo
recitándole vuestro sermón a los árboles y al ganado,
para tratar de memorizarlo. Luego os arrodillabais por
horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar
encomendando lo que ibais a decir al pueblo. Y, el diablo
os atacaba sin compasión. Os derribaba de la cama y hasta
trataba de quemar vuestra habitación. Os despertaba con
espantosos ruidos. Una vez os gritó: “¡Faldinegro odiado.
Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya me
lo habría llevado al abismo!”. Vos decíais: “Con el patas
hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos
compinches”. Y, vos, no dejabais de quitarle almas y más
almas a Satanás. El confesionario se convirtió en vuestra
celda diaria, pues pasabais allí, entre seis y diez horas. Para
confesarse con vos, se separaba turno con tres días
de anticipación. A las doce de la noche os levantabais,
luego hacíais sonar la campana de la torre, abríais
la iglesia y empezabais a confesar. Confesabais hombres
hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis
rezabais los salmos de vuestro devocionario y a prepararos
a la Santa Misa. A las siete celebrabais el Santo Oficio.
De ocho a once confesabais mujeres. A las once, una clase
de catecismo para todas las personas que estuvieran
en el templo. A las doce ibais a serviros un ligerísimo
almuerzo. Os bañabais, afeitabais, y os ibais a visitar
un instituto para jóvenes pobres que vos, costeabais
con las limosnas. Desde la una y media hasta las seis
seguíais confesando y vuestros consejos en la confesión
eran breves. Leíais los pecados en su mente y les decíais
los pecados que se les habían quedado sin decir. Erais
fuerte en combatir la borrachera y otros vicios. En el
confesionario sufríais mareos y a ratos parecíais que
os ibais a congelaros de frío en el invierno y en el
verano sudabais mucho. Decíais vos: “El confesionario
es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo”.
Por la noche leíais un rato, y a las ocho os acostabais,
para de nuevo levantaros a las doce de la noche a seguir
confesando. Cuando llegasteis a Ars, la gente trabajaba
el domingo y cosechaba poco, pero con vos, lograsteis
poco a poco que nadie trabajara en los campos los domingos
y las cosechas se volvieron mucho mejores. Siempre os
creíais un miserable pecador. Jamás hablabais de vuestras
obras o éxitos obtenidos. A un hombre que os insultó
en la calle le escribisteis una carta perdón pidiéndole
por todo, como si vos, hubierais sido el ofensor. El
obispo os envió un distintivo elegante de canónigo
y nunca os lo quisisteis poner. El gobierno nacional os
concedió una condecoración y vos, no os la colocasteis.
Decíais con humor: “Es el colmo: el gobierno condecorando
a un cobarde que desertó del ejército”. Y, Dios os premió
vuestra humildad con admirables milagros. Y, así,
y luego de haber gastado vuestra santa vida en buena lid,
voló vuestra alma al cielo, para coronada ser con corona
de luz, como justo premio a vuestra entrega de amor y fe;
¡oh! San Juan María Vianney, “vivo Cristo de Amor y de Luz”.
© 2025 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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4 de agosto
San Juan María Vianney
Patrono de los Sacerdotes
Cada 4 de agosto la Iglesia Católica celebra a San Juan Bautista María Vianney (1786-1859), el Santo Cura de Ars, patrono de todos los sacerdotes y, de manera especial, de aquellos que sirven como párrocos.
A San Juan María Vianney se le conoce como el ‘Santo Cura de Ars’ -expresión que en francés se dice Curé d'Ars y que equivale a ‘el párroco de Ars’-. Ars es el nombre del pueblo francés donde este gran sacerdote fungió precisamente de párroco: Ars-sur-Formans, localidad ubicada a 30 km de la ciudad de Lyon.
San Juan María Vianney nació en Dardilly (Francia), el 8 de mayo de 1786. Fue el tercero de seis hermanos, miembros de una familia de campesinos.
Estudió por un breve tiempo en la escuela comunal de su pueblo. Luego, en 1806, ingresó a la recientemente creada escuela especial para aspirantes a eclesiásticos. Allí, lamentablemente, tuvo sus primeros sinsabores académicos: Juan María parecía bastante limitado para el estudio.
Con mucho esfuerzo, el santo logró adquirir los conocimientos mínimos de aritmética, historia y geografía como para permanecer en la institución, mientras que con el latín todo se le puso cuesta arriba. Para su desventura, esta es la lengua eclesiástica por excelencia y, sólo por esa razón, sus maestros dudaban si era o no apto para la carrera eclesiástica. En otras palabras: estuvo en manos de aquellos profesores que se le cerraran las puertas de la formación. Sin embargo, Dios quiso que recorriera ese camino y no otro.
Uno de sus compañeros, Matthias Loras, futuro obispo de Dubuque, lo ayudó con las lecciones de la antigua lengua de Julio César, Cicerón y San Agustín, de manera que Juan Bautista María pudo salvar la materia.
Ese mismo año, 1806, el santo recibiría la dispensa del servicio militar por ser aspirante al sacerdocio. Esa situación se mantuvo hasta 1809, año en que fue reclutado para el ejército de Napoleón y enviado a Lyon. Su destino sería integrar las fuerzas que se alistaban para invadir España.
El 6 de enero de 1810, Juan Bautista desertó haciéndose pasar por un tal Jerónimo Vincent. Tuvo que ocultarse por un tiempo hasta que llegó, en octubre de ese mismo año, a casa de un sacerdote amigo, el P. Balley. El 28 de mayo de 1811, el santo recibiría la tonsura.
Humilde sacerdote, sacerdote humilde
A los 26 años, Juan Bautista María ingresó al Seminario Menor de Verrieres, donde podría llevar la filosofía en francés -lo que ablandaba los estudios-. Allí fue compañero de clase de San Marcelino Champagnat, fundador de los maristas.
Juan María fue ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815 y enviado a Ecully como ayudante de Monseñor Don Balley, su viejo amigo, el primero en animarlo a mantenerse firme en su vocación sacerdotal. Balley había hecho, un tiempo atrás, hasta lo indecible por el joven sacerdote: lo había defendido tras haber sido expulsado del Seminario Mayor por “falta de idoneidad académica” (bajo rendimiento). Ahora, el recién ordenado P. Juan María estaba al lado de Don Balley, su preceptor y protector, listo para cooperar en el servicio.
Años después, a la muerte de Balley, el P. Juan María Vianney fue enviado como clérigo a Ars, un pueblo pequeñito de 250 habitantes, casi todos pobres. Desde ese lugar, al que llamaba el “último de la diócesis y quizás de toda Francia”, el cura iniciaría una revolución espiritual que cambiaría para siempre a toda la nación.
Arrebatar almas al demonio
A San Juan María Vianney se le considera el paradigma de todo buen confesor. Poseía dones extraordinarios como la profecía o la capacidad para adentrarse en las profundidades del alma humana. Su espíritu intuitivo, compenetrado con la gracia de Dios, fue capaz de penetrar las intenciones ocultas de muchos de los corazones que se acercaban en busca de perdón, pero que no siempre eran humildes o transparentes.
Al mismo tiempo, el P. Vianney fue un hombre de gran humildad y capacidad de discernimiento, virtudes indispensables que lo hicieron un pastor modélico.
En repetidas oportunidades el Cura de Ars fue blanco de los ataques directos del demonio, a los que hizo frente exitosamente gracias a su alma ligera, siempre de cara al Cielo y fortalecida por la mortificación, el ayuno, la oración y el servicio. Con estas “armas” la gracia de Dios permanece sólida en el interior del hombre.
Su celo pastoral -su auténtica pasión por la salvación de las almas- lo llevó a pasar largas horas en el confesionario, casi a diario, con el propósito -como él mismo solía decir- de “arrebatarle almas al demonio”.
Rápido y ligero para asestar los golpes
El santo párroco vivía muy desprendido de las cosas materiales, a las que trató con la libertad de los hijos de Dios: fue tan desapegado a todo que alguna vez llegó a regalar ¡su propia cama! (así fue como adquirió la costumbre de dormir en el suelo de su habitación).
Llevó también una vida ascética: practicaba habitualmente el ayuno y cuando no, le bastaba comer algo muy sencillo. Solía decir que “el demonio no le teme tanto a la disciplina y a las camisas de piel, como a la reducción de la comida, la bebida y el sueño".
Sin bajar la guardia jamás
Son bastante conocidos los episodios en los que el demonio trató de amedrentarlo o distraerlo sin éxito: en una oportunidad hizo temblar su casa hasta por 15 minutos para que deje de orar; en otra ocasión quiso que abandonara la misa que estaba celebrando ocasionando un incendio en su habitación. El santo manejó con ejemplar serenidad ambos momentos: no detuvo su oración y no se movió del altar respectivamente. El día del incendio se limitó a pedirle a uno de los monaguillos que vaya y apague el fuego, mientras acababa de celebrar.
Ciertamente, también hubo noches terribles en las que el demonio no dejaba de perturbarlo con fuertes ruidos que no le dejaban dormir, mientras se burlaba de él sugiriendo que abandonara el ayuno: “Ya es suficiente” era el grito que atormentaba su mente. Con todo, el Cura de Ars se mantuvo firme y fiel. Después de haber luchado tenazmente contra el Príncipe de las Tinieblas, con el corazón seguro, como arrullado en brazos de María, el Santo Cura se quedaba dormido como si fuese un niño.
Sólo la caridad transforma el mundo
A San Juan María Vianney también le tocó vivir tiempos convulsionados, como los posteriores a la Revolución francesa. Uno de los tristes saldos de este proceso político fue el ambiente de incredulidad y falta de esperanza entre la gente. Muchos se apartaron de la fe y el número de quienes no querían saber más de Dios iba en aumento.
El Cura de Ars se propuso entonces atender esta gran necesidad dedicándole más esfuerzo a la preparación de sus sermones. El santo pasaba noches enteras en la sacristía componiendo y memorizando lo que iba a decir, consciente de la fragilidad de su memoria, poniendo todo el empeño posible para predicar bien, hacerse entender y transmitir el Evangelio a cabalidad.
Como el párroco era muy sensible a las necesidades de su grey, se ocupaba con amabilidad de la instrucción de los niños en el catecismo, e intentó combatir las malas costumbres que apartaban al pueblo de la Iglesia, especialmente las referidas al precepto dominical. Luchó para que los trabajadores de Ars no fueran obligados a trabajar los fines de semana, así como para que las tabernas permanezcan cerradas el domingo y la gente pueda ir a misa.
Más de una vez encendió la polémica al condenar a aquellos que malgastan el dinero y su tiempo en diversiones superfluas. En una de sus homilías llegó a decir: "La taberna es la tienda del demonio, el mercado donde las almas se pierden, donde se rompe la armonía familiar”. Y vaya que no le faltaba razón.
La parroquia es ‘territorio de María’
Con el tiempo, su popularidad creció mucho y llegaron a ser miles las personas que arribaban a Ars, incluso venidas desde muy lejos, para confesarse con el P. Vianney. San Juan María movió a miles a convertirse en hijos piadosos de la Virgen María, pues él mismo fue un hombre de profundo amor por Ella, a quien consagró su parroquia y su servicio sacerdotal.
El sábado 4 de agosto de 1859, el Santo cura de Ars partió a la Casa del Padre. Tenía 73 años. Fue canonizado en la fiesta de Pentecostés de 1925 por el Papa Pío XI.
Este 13 de agosto se cumplirán 210 años de su ordenación sacerdotal, llevada a cabo en 1815.(ACI prensa).