¡Oh! San Carlos de Sezze, vos sois, el hijo del Dios
de la vida y su amado santo, y, en el que, carne se
hacen las palabras de Aquél, que todo lo ve y juzga
cuando dice: “Al que se humilla, Dios lo enaltece”.
Y, así fue vuestra santa vida, una, llena de vejámenes,
humillaciones, y constantes pruebas, tantas que, Él
mismo se os apareció, para animaros y os dijo: “Animo,
que, éstas cosas no os van a impedir entrar en el
paraíso”. Y, vos, humilde como erais, sólo dijisteis:
“Señor, encendedme en amor a Vos”. Y, la repetisteis
tanto que, un día, en elevación plena de la Santa Hostia
un rayo de luz de la Sagrada Forma salió y en vuestro
corazón se posó. Y, desde el día aquél, vuestro amor
a Dios, inconmensurable fue, y que, en tres libros
nos dejasteis para la posteridad: uno autobiográfico,
otro sobre la oración y el último sobre la meditación,
donde plasmáis los secretos, de cómo, al cielo hay
que arribar y con total seguridad. Y, así, un día voló
vuestra alma al cielo, para coronada ser, con corona
de luz y eternidad, como premio a vuestro amor a Dios;
!Oh¡, San Carlos de Sezze, “humildad viva del Dios Vivo".
© 2024 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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25 de Septiembre
San Carlos de Sezze
Franciscano
Año 1670
“Al que se humilla, Dios lo enaltece” (Lc. 14, 11).
Este
humilde hermano franciscano escribió por orden expresa de sus
superiores los recuerdos de hechos especiales que le sucedieron en su
vida. Son los siguientes. Nació en 1620 en el pueblo italiano de Sezze.
De familia pobre, cuando empezó a asistir a la escuela, un día por no
dar una lección, el maestro le dio una paliza tan soberana que lo mandó a
cama. Entonces los papás lo enviaron a trabajar en el campo y allá
pensaba vivir para siempre.
Pero
sucedió que un día una bandada de aves espantó a los bueyes que Carlos
dirigía cuando estaba arando, y estos arremetieron contra él con
gravísimo peligro de matarlo. Cuando sintió que iba a perecer en el
accidente, prometió a Dios que si le salvaba la vida se haría religioso.
Y milagrosamente quedó ileso, sin ninguna herida.
Entonces otro
día al ver pasar por allí unos religiosos franciscanos les pidió que le
ayudaran a entrar en su comunidad. Ellos lo invitaron a que fuera a Roma
a hablar con el Padre Superior, y con su recomendación se fue allá con
tres compañeros más.
El superior para probar si en verdad tenían
virtud, los recibió muy ásperamente y les dijo que eran unos haraganes
que sólo buscaban conseguirse el alimento gratuitamente, y los echó para
afuera. Pero ellos se pusieron a comentar que su intención era buena y
que deberían insistir. Y entraron por otra puerta del convento y
volvieron a suplicar al superior que los recibiera. Este, haciéndose el
bravo, les dijo que esa noche les permitía dormir allí como limosneros
pero que al día siguiente tendrían que irse definitivamente. Los cuatro
aceptaron esto con toda humildad, pero al día siguiente en vez de
despacharlos les dijeron que ya habían pasado la prueba preparatoria y
que quedaban admitidos como aspirantes.
En el noviciado el
maestro lo mandó a que sembrara unos repollos, pero con la raíz hacia
arriba. Él obedeció prontamente y los repollos retoñaron y crecieron.
Después el superior del noviciado empezó a humillarlo y humillarlo. Él
aguantaba todo con paciencia, pero al fin viendo que iba a estallar en
ira, se fue donde el maestro de novicios a decirle que se volvía otra
vez al mundo porque ya no resistía más. El sacerdote le agradeció que le
hubiera confiado sus problemas y le arregló su situación y pudo seguir
tranquilo hasta ser admitido como franciscano.
Ya religioso, un
día entraron a la huerta del convento unos toros bravos que embestían
sin compasión a todo fraile que se les presentara. El superior, para
probar qué tan obediente era el hermano Carlos, le ordenó: “Vaya, amarre
esos toros y sáquelos de aquí”. El se llevó un lazo, les echó la
bendición a los feroces animales y todos se dejaron atar de los cachos y
lo fueron siguiendo como si fueran mansos bueyes. La gente se quedó
admirada ante semejante cambio tan repentino, y consideraron este
prodigio como un premio a su obediencia.
Para que no se volviera
orgulloso a causa de las cosas buenas que le sucedían, permitió Dios que
le sucedieran también cosas muy desagradables. Lo pusieron de cocinero y
los platos se le caían de la mano y se le rompían, y esto le ocasionaba
tremendos regaños. Una noche dejó el fogón a medio apagar y se quemó la
cocina y casi se incendia todo el convento. Entonces fue destituido de
su cargo de cocinero y enviado a cultivar la huerta. A un religioso que
le preguntaba por qué le sucedían hechos tan desagradables, le
respondió: “Los permite Dios para que no me llene de orgullo y me
mantenga siempre humilde”.
Después lo nombraron portero del
convento y admitía a todo caminante pobre que pidiera hospedaje en las
noches frías. Y repartía de limosna cuanto la gente traía. Al principio
el superior del convento le aceptaba esto, pero después lo llamó y le
dijo: “De hoy en adelante no admitiremos a hospedarse sino a unas
poquísimas personas, y no repartiremos sino unas pocas limosnas, porque
estamos dando demasiado”. Él obedeció, pero sucedió entonces que dejaron
de llegar las cuantiosas ayudas que llevaban los bienhechores. El
superior lo llamó para preguntarle: “¿Cuál será la causa por la que han
disminuido tanto las ayudas que nos trae la gente?”
“La causa es
muy sencilla –le respondió el hermano Carlos-. Es que dejamos de dar a
los necesitados, y Dios dejó de darnos a nosotros. Porque con la medida
con la que repartamos a los demás, con esa medida nos dará Dios a
nosotros”. Desde ese día recibió permiso para recibir a cuanto huésped
pobre llegara, y de repartir las limosnas que la gente llevaba, y Dios
volvió a enviarles cuantiosas donativos.
Tuvo que hacer un viaje
muy largo acompañado de un religioso y en plena selva se perdieron y no
hallaban qué hacer. Se pusieron a rezar con toda fe y entonces apareció
una bandada de aves que volaban despacio delante de ellos y los fueros
guiando hasta lograr salir de tan tupida arboleda.
El director de
su convento empezó a tratarlo con una dureza impresionante. Lo regañaba
por todo y lo humillaba delante de los demás. Un día el hermano Carlos
sintió un inmenso deseo de darle el golpe e insultarlo. Fue una
tentación del demonio. Se dominó, se mordió los labios, y se quedó
arrodillado delante del otro, como si fuera una estatua, y no le dijo ni
le hizo nada. Era un acto heroico de paciencia.
¿Qué era lo que
había sucedido? Que el Superior Provincial había enviado una carta muy
fuerte al director diciéndole que le había escrito contándole faltas de
él. Y éste al pasar por la celda de Carlos había visto varias veces que
estaba escribiendo. Entonces se imaginó que era él quien lo estaba
acusando. Su apatía llegó a tal grado que le hizo echar de ese convento y
fue enviado a otra casa de la comunidad.
Al llegar a aquel
convento el provincial, le dijo al tal superior que no era Carlos quien
le había escrito. Y averiguaron qué era lo que este religioso escribía y
vieron que era una serie de consejos para quienes deseaban orar mejor.
El irritado director tuvo que ofrecerle excusas por su injusto trato y
sus humillaciones. Pero con esto el sencillo hermano había crecido en
santidad.
Las gentes le pedían que redactara algunas normas para
orar mejor y crecer en santidad. El lo hizo así y permitió que le
publicara el folleto. Esto le trajo terribles regaños y casi lo expulsan
de la comunidad. El pobre hombre no sabía que para esas publicaciones
se necesitan muchos permisos. Humillado se arrodilló ante un crucifijo
para contarle sus angustias, y oyó que Nuestro Señor le decía: “Animo,
que estas cosas no te van a impedir entrar en el paraíso”.
La
petición más frecuente del hermano Carlos a Dios era esta: “Señor,
enciéndeme en amor a Ti”. Y tanto la repitió que un día durante la
elevación de la santa hostia en la Misa, sintió que un rayo de luz salía
de la Sagrada Forma y llegaba a su corazón. Desde ese día su amor a
Dios creció inmensamente.
Al fin los superiores se convencieron
de que este sencillo religioso era un verdadero hombre de Dios y le
permitieron escribir su autobiografía y publicar dos libros más, uno
acerca de la oración y otro acerca de la meditación.
Gracias
hermano Carlos porque nos dejaste estos bellos recuerdos de tu vida. Con
razón el Papa Juan XXIII sentía tanta alegría al declararte santo en
1959, porque la vida tuya es un ejemplo de que aún en los oficios más
humildes y en medio de humillaciones e incomprensiones podemos llegara
un alto grado de santidad y ganarnos la gloria del cielo.
(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Carlos_de_Sezze.htm)