Oh, San Jeremías Profeta; vos sois
el hijo del Dios de la vida, y que
vuestra entera vida, la pusisteis al
servicio de Aquél que todo lo ve,
anunciando la convivencia entre las
gentes de aquél tiempo, según los
mandatos del Señor; y así, vuestras
palabras, como dictadas eran desde
el cielo, así, iban hacia las gentes,
y unos escuchaban y otros oían, y
entre ellos; sólo uno, Josías, -El rey-;
os escuchó y la religiosidad restauró,
en su pueblo y vuestras palabras, se
hicieron realidad, y pagaron caro y
y mucho, aquellos herejes e impíos,
que no desearon el vivir en el amor
y la verdad; como otros tantos de este
tiempo, que descreen las Leyes del
Señor y actúan, promovidos por la
oscuridad relativista, que prescindir
quiere del Creador del universo todo;
oh, San Jeremías; “Dios me eleva”.
© 2011 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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El Profeta Jeremías
(566 A.C.)
Historia
Se llama “profeta” al que trae mensajes de Dios. En el Antiguo Testamento los profetas se dividen en dos clases: Profetas mayores, los que redactaron escritos más largos. Estos son Isaías y Jeremías, Ezequiel y Daniel. Y Profetas Menores, los que redactaron escritos más breves. Estos son 12. Por ej. Oseas y Miqueas. Sofonías, Zacarías, Abdías y Malaquías. Joel y Amos, etc. Jeremías pertenece al grupo de los Profetas Mayores.
El nombre Jeremías significa: “Dios me eleva”
Vivía en Anatot un pueblecito cercano de Jerusalén (a 5 kilómetros) en la finca de sus padres, cuando fue llamado por Dios a profetizar. Jeremías se resistía aduciendo como excusa que él era demasiado joven y débil para este oficio tan importante y Dios le respondió: “No digas que eres demasiado joven o demasiado débil, porque Yo iré contigo y te ayudaré”.
Los primeros 17 años profetizó solo por medio de la palabra hablada. Después empezó a dictar sus profecías a su secretario Baruc, y lo que le dictó son los 52 capítulos del Libro de Jeremías en la Biblia (unas 70 páginas).
Empezó a profetizar durante el reinado del piadoso rey Josías (año 627 antes de Cristo). Siguió profetizando durante los reinados de Joacaz, Joaquín, Jeconias y Sedecías. Presenció la destrucción de Jerusalén y su templo (año 585 antes de Cristo) y se quedó en la ciudad destruida consolando y corrigiendo a los israelitas que allí habían quedado. Estos lo obligaron luego a irse con ellos a Egipto y allá lo mataron a pedradas porque les corregía sus maldades. Quizás Jesús pensaba en Jeremías cuando decía: “Oh Israel que apedreas a los profetas que te son enviados” (Lc. 13,34).
El principal problema para Jeremías fue que la gente no lo comprendió ni le quiso hacer caso. De los cinco reyes en cuyo tiempo tuvo que vivir, sólo uno le hizo caso: fue el piadoso rey Josías, que se propuso restaurar la religiosidad en todo el país y se dejó ayudar de Jeremías para entusiasmar al pueblo por Dios. Pero los otros cuatro lo despreciaron y no quisieron atender a los avisos que él les deba en nombre de Dios (como hacen los gobernantes de ahora cuando los obispos les advierten acerca de las leyes dañosas que apoyan el aborto, el divorcio, la inmoralidad, y el quitar la religión de la enseñanza. Se hacen los sordos. Pero después, como les sucedió a los reyes malos del tiempo de Jeremías, verán los malos efectos de no haber querido obedecer a Dios que habla por medio de sus enviados).
El rey Joaquín quemó las profecías que había mandado escribir Jeremías, y este tuvo que hacerlas escribir otra vez. En tiempos del rey Sedecás encarcelaron al profeta y lo metieron en un pozo muy profundo lleno de lodo, y casi se muere allí, y probablemente ese estarse allí en tan grande humedad debió afectarle mucho la salud.
Muchísimas veces fue amenazado de muerte si seguía profetizando en contra de la ciudad y los gobernantes. Pero Dios le anunció: “Te haré fuerte como el diamante si no te acobardas. Pero si te dejas llevar por el miedo, me apartaré de ti”. Y Jeremías no se acobardó y siguió predicando.
El oficio de este profeta era anunciar al pueblo y a sus gobernantes que si no se convertían de sus maldades tendrían espantosos castigos y la ciudad sería destruida y ellos muertos o llevados al destierro. Esto lo gritaba él continuamente en el templo y en las calles y plazas. Pero la gente se burlaba y seguían portándose tan mal como antes.
Muchas veces Jeremías clamaba a Dios diciendo: “Señor, estoy cansado de hablar sin que me escuchen. ¡Todos se burlan de mí! Cuando paso por las calles se ríen y dicen: ‘Allá va el de las malas noticias’. ¡Miren al que regaña y anuncia cosas tristes! Señor me propongo decirles cosas amables y Tu en cambio pones en mis labios anuncios terroríficos!”.
Dicen que el profeta Jeremías fue en la antigüedad el que más se asemejó a Jesús en sus sufrimientos y en ser incomprendido y perseguido. Solamente después de su muerte reconoció el pueblo la gran santidad de este profeta. Y cuando todas sus profecías se hubieron cumplido a la letra, se dieron cuenta de que sí había hablado en nombre de Dios. Lástima que lo reconocieran cuando ya era demasiado tarde.
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