Oh, San Juan Gabriel Perboyre, vos, sois el hijo
del Dios de la vida, su amado santo y mártir,
dedicado a la predicación del Evangelio y que,
sufristeis cárcel y tormentos duros, para, al
final, colgado ser, en la Cruz que más amasteis
en toda vuestra santa vida: la Cruz de Cristo,
Dios y Señor Nuestro. “Nuestra religión debe
enseñarse en todas las naciones y propagarse
incluso entre los chinos, a fin de que conozcan
al verdadero Dios y posean la felicidad en el
cielo”. Decíais con valentía, en presencia
del mandarín. Y, éste agregó, “¿Qué puedes ganar
adorando a tu Dios? Y, con certera fe, dijisteis:
“La salvación de mi alma, el cielo al que espero
subir después de haber muerto”. Juan Pablo II,
de vos dijo: “Tenía una única pasión: Cristo y
el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad
a esa pasión, también él se halló entre los
humillados y los condenados; por eso la Iglesia
puede proclamar hoy solemnemente su gloria en
el coro de los santos del cielo”. Y que duda
cabe de ello, pues, os dedicasteis a enseñar
más con el ejemplo, que con la palabra. A
vuestros novicios, le hablabais así, de Jesús:
“Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Es
el único que da la verdadera luz. Solamente
existe una cosa importante: conocer y amar a
Jesucristo, pues, no sólo es la luz, sino, el
modelo, el ideal. Así, que, no basta con conocerle,
sino que hay que amarle. Solamente podemos
conseguir la salvación mediante la conformidad
con Jesucristo”. Soportabais el hambre y la
sed para la mayor gloria de Dios, tanto que Él,
se os aparecía, y recibíais consuelo divino y
os invadía el gozo en vuestra alma. “¿Así que
sigues siendo cristiano?” Os preguntaban vuestros
impíos captores, una y otra vez, en medio
de vuestro dolor y tortura. Pero vos, con divina
fortaleza respondisteis: “¡Oh, sí¡ ¡Y me siento
feliz por ello!”. Y, el día llegó, en que, vuestra
alma, al cielo voló, y una cruz luminosa apareció
en el cielo. Y, ante el asombro de todos, vuestro
rostro se mostró sereno y resplandeciente. Os
mataron el cuerpo, pero, ganasteis vida eterna
como justo premio a vuestra entrega de amor;
oh, San Juan Gabriel Perboyre, “Cruz de Cristo".
© 2014 luis Ernesto Chacón Delgado
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11 de septiembre
San Juan Gabriel Perboyre
Presbítero y Mártir
Martirologio Romano: En la ciudad de Wuchang, de la provincia
Hubei, en China, san Juan Gabriel Perboyre, presbítero de la
Congregación de la Misión y mártir, que, dedicado a la predicación del
Evangelio según costumbre del lugar, durante una persecución sufrió
prolongada cárcel, siendo atormentado y, al fin, colgado en una cruz y
estrangulado (1840).
Fecha de canonización: Beatificado el 10 de noviembre 1889 por el
Papa León XIII, y canonizado por S.S. Juan Pablo II el 2 de junio de
1996.
La misión divina de la Iglesia se hace extensiva a toda la tierra y
en todos los tiempos, según la frase de Jesús: Id, pues, y enseñad a
todas las naciones. «Nuestra religión debe enseñarse en todas las
naciones y propagarse incluso entre los chinos, a fin de que conozcan al
verdadero Dios y posean la felicidad en el cielo», afirmaba con
valentía San Juan Gabriel Perboyre, misionero en la China, ante un
mandarín encargado de interrogarlo. Y este último agregó: «¿Qué puedes
ganar adorando a tu Dios? – La salvación de mi alma, el cielo al que
espero subir después de haber muerto».
El 2 de junio de 1996, con motivo de la canonización de San Juan
Gabriel Perboyre, el Papa Juan Pablo II decía de él: «Tenía una única
pasión: Cristo y el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad a esa
pasión, también él se halló entre los humillados y los condenados; por
eso la Iglesia puede proclamar hoy solemnemente su gloria en el coro de
los santos del cielo».
En 1817, a los 15 años de edad, Juan Gabriel ingresa, junto con su
hermano mayor Luis, en el seminario menor de Montauban (Francia),
dirigido por los Padres Lazaristas, hijos espirituales de San Vicente de
Paúl. Allí siente el deseo de consagrarse a las misiones en países
paganos. Después de terminar el noviciado en Montauban, lo mandan a
París para realizar estudios de teología, y luego es ordenado sacerdote.
En 1832, su hermano Luis, que se había embarcado como sacerdote
lazarista hacia la misión de la China, muere de unas fiebres durante la
travesía. Juan Gabriel anuncia inmediatamente a la familia su deseo de
ocupar el sitio que la muerte de su hermano ha dejado vacante.
Pero sus superiores no lo consideran conveniente a causa de su frágil
salud, y es nombrado vicedirector del seminario parisino de los
Lazaristas. Como activo ayudante de un director de seminario ya mayor,
sigue el principio de enseñar más con el ejemplo que con la palabra.
Comunica de ese modo a los novicios su amor por Jesús: «Cristo es el
gran Maestro de la ciencia. Es el único que da la verdadera luz…
Solamente existe una cosa importante: conocer y amar a Jesucristo, pues
no sólo es la luz, sino el modelo, el ideal… Así que no basta con
conocerle, sino que hay que amarle… Solamente podemos conseguir la
salvación mediante la conformidad con Jesucristo». Escribe lo siguiente a
uno de sus hermanos: «No olvides que, ante todo, hay que ocuparse de la
salvación, siempre y por encima de todo».
Sin embargo, en su corazón guarda el ardiente deseo de partir hacia
las misiones; al mostrar a los seminaristas los recuerdos traídos hasta
París del martirio de François-Régis Clet, les dice: «He aquí el hábito
de un mártir… ¡cuánta felicidad si un día tuviéramos la misma suerte». Y
les pide lo siguiente: «Rezad para que mi salud se fortifique y que
pueda ir a la China, a fin de predicar a Jesucristo y de morir por Él».
Obtiene finalmente de sus superiores el favor de salir hacia la
China, donde llega el 10 de marzo de 1836. Su celo por la salvación de
las almas le ayuda a soportar el hambre y la sed para la mayor gloria de
Dios. Sea de día o de noche, siempre está dispuesto a acudir donde se
solicite su ministerio, de tal forma que las fatigas y las vigilias no
cuentan en absoluto. Además, es asaltado por violentas tentaciones de
desesperanza, pero Nuestro Señor se le aparece y lo consuela, y el gozo
vuelve al alma del apóstol.
Víctima de los sufrimientos
En 1839 se desencadena una persecución contra los cristianos. El 15
de septiembre, el padre Perboyre y su hermano el padre Baldus se hallan
en su residencia de Tcha-Yuen-Keou. De repente les avisan de que llega
un grupo armado. Los misioneros huyen cada uno por su lado para no caer
los dos en manos de los enemigos. Juan Gabriel se esconde en un espeso
bosque, pero al día siguiente un desdichado catecúmeno lo traiciona por
una recompensa de treinta taeles (moneda china). Los soldados le
desgarran las vestiduras, lo visten con harapos, lo amordazan y se van a
la posada a celebrar su arresto.
Interrogado por el mandarín de la subprefectura, Juan Gabriel
responde con firmeza que es europeo y predicador de la religión de
Jesús. Empiezan entonces a torturarlo, pero por temor a que sucumba lo
sientan en una banqueta y le atan fuertemente las piernas. Así pasa la
noche el piadoso padre, bendiciendo a Jesús por concederle el honor de
padecer sus mismos sufrimientos. Trasladado a la prefectura, al cabo de
un penosísimo viaje a pie, con grilletes en el cuello, en las manos y en
los pies, sufre cuatro interrogatorios. Para obligarlo a hablar, lo
ponen de rodillas durante muchas horas sobre cadenas de hierro. A
continuación, lo cuelgan de los pulgares y le golpean en la cara
cuarenta veces con suelas de cuero para obligarle a renegar de su fe.
Pero, reconfortado por la gracia de Dios, lo sufre todo sin quejarse.
Después es trasladado a Ou-Tchang-Fou, ante el virrey, donde debe
responder en una veintena de interrogatorios. El virrey quiere obligarlo
en vano a caminar sobre un crucifijo. Lo golpean con correas de cuero y
con palos de bambú hasta el agotamiento, o bien lo levantan a gran
altura con la ayuda de poleas y lo dejan desplomarse hasta el suelo.
Pero el alma del piadoso padre permanece unida a Dios. «¿Así que sigues
siendo cristiano? – ¡Oh, sí¡ ¡Y me siento feliz por ello!». Finalmente,
el virrey lo condena al estrangulamiento; pero como quiera que la
sentencia no puede ejecutarse hasta que sea ratificada por el emperador,
Juan Gabriel Perboyre sigue en prisión durante algunos meses.
«¡Irreconocible!»
Ningún cristiano había podido llegar junto a él mientras los
mandarines lo torturaban; sin duda se vanagloriaban con la esperanza de
que, al privarlo de cualquier ayuda, conseguirían vencer su constancia
con mayor facilidad. Pero esa severa consigna es suavizada después del
último interrogatorio. Uno de los primeros en poder penetrar en la
cárcel es un religioso lazarista chino llamado Yang. ¡Qué desgarrador
espectáculo aparece ante su mirada! Enmudece, derrama abundantes
lágrimas y apenas consigue dirigir unas palabras al mártir. El padre
Juan Gabriel desea confesarse, pero dos oficiales del mandarín que se
hallan constantemente a su lado se lo impiden. Ante la petición de un
cristiano que acompaña al padre Yang, consienten en apartarse un poco, y
el misionero puede entonces confesarse.
Los demás prisioneros, encarcelados a causa de delitos comunes,
testigos de la piadosa vida del padre Juan Gabriel, no tardan en
apreciarlo; ideas hasta entonces desconocidas se abren paso en sus
endurecidas almas. Admiradores de tantas virtudes, proclaman que tiene
derecho a todo tipo de respeto. Él, por su parte, se halla completamente
feliz en medio de los sufrimientos, porque lo vuelven más conforme con
su divino modelo.
«Es todo lo que deseaba»
Por fin, el 11 de septiembre de 1840, después de un año entre grilletes y torturas, es conducido hasta el lugar de la ejecución. Le atan brazos y manos a la barra transversal de una horca en forma de cruz, y le sujetan ambos pies a la parte baja del poste, sin que toquen el suelo. El verdugo le pone en el cuello una especie de collar de cuerda en el que introduce un trozo de bambú. Con calculada lentitud, el verdugo aprieta dos veces la cuerda alrededor del cuello de la víctima. Una tercera torsión más prolongada interrumpe la plegaria continua del mártir, haciéndolo entrar en el inmenso y eterno gozo de la corte celestial. Tiene 38 años. Una cruz luminosa aparece en el cielo, visible hasta Pekín. Ante el asombro de todos, contrariamente a lo que sucede con los rostros de los ajusticiados por estrangulamiento, el de Juan Gabriel está sereno y conserva su color natural.
Por fin, el 11 de septiembre de 1840, después de un año entre grilletes y torturas, es conducido hasta el lugar de la ejecución. Le atan brazos y manos a la barra transversal de una horca en forma de cruz, y le sujetan ambos pies a la parte baja del poste, sin que toquen el suelo. El verdugo le pone en el cuello una especie de collar de cuerda en el que introduce un trozo de bambú. Con calculada lentitud, el verdugo aprieta dos veces la cuerda alrededor del cuello de la víctima. Una tercera torsión más prolongada interrumpe la plegaria continua del mártir, haciéndolo entrar en el inmenso y eterno gozo de la corte celestial. Tiene 38 años. Una cruz luminosa aparece en el cielo, visible hasta Pekín. Ante el asombro de todos, contrariamente a lo que sucede con los rostros de los ajusticiados por estrangulamiento, el de Juan Gabriel está sereno y conserva su color natural.
«El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está
unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la
doctrina cristiana» (CIC, 2473). El sacrificio de San Juan Gabriel
Perboyre produjo muchos frutos espirituales, muchos de los cuales son
visibles: al igual que él, muchos cristianos chinos dieron su vida por
Cristo, y la religión cristiana se desarrolló en China hasta requerir la
construcción de catorce vicarías apostólicas. Más recientemente, las
persecuciones del régimen comunista no han conseguido extinguir la fe.
San Juan Gabriel nos recuerda a nosotros mismos que «Todos los fieles
cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el
ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que
se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha
fortalecido con la confirmación» (CIC, 2472). Ese testimonio no siempre
conduce al martirio de la sangre, pero supone la aceptación de la cruz
de cada día.
Empeñémonos en llevarla con amor, con la ayuda de la
Santísima Virgen, y alcanzaremos el cielo, arrastrando con nosotros
multitud de almas: «Más allá de la cruz, no hay otra escala por la que
podamos subir al cielo» (Santa Rosa de Lima). Es la gracia que, en este
comienzo de año, pedimos a San José, para Usted y para todos sus seres
queridos, vivos y difuntos.
Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval
(Hoy también se recuerda a San Orlando)
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