¡Oh!, Santa María de la Encarnación; vos, sois la hija
del Dios de la vida, su amada santa y que, el honor
tuvisteis, de llevar tres nuevas comunidades religiosas a
vuestra patria, tener tres hijas religiosas y un hijo
sacerdote, además de dos hijos buenos católicos y padres
de familia. “Si no me permiten ser esposa de Cristo, al
menos trataré de ser una buena esposa de un buen cristiano”.
Dijisteis vos, y así, fue. Educasteis a vuestros hijos,
con esmero increíble: “Los estoy preparando para que
cumplan siempre y en todo de la mejor manera la voluntad
de Dios”, sentenciabais. Rezabais con vuestras sirvientas,
corregíais mutuamente vuestros defectos, y os leíais
libros piadosos y espiritualmente les ayudabais. Alimentabais
hambrientos, visitabais enfermos, asistíais a los agonizantes,
instruíais a los que no sabían el catecismo, tratabais y
convertíais a los herejes, a los que se habían pasado a
otras religiones y favorecíais a todas las comunidades
religiosas. La lectura de la autobiografía de Santa Teresa
y las “Confesiones” de San Agustín, os salvaron de la mundana
vida. “Muy pobre y miserable es el corazón que en vez de
contentarse con tener a Dios de amigo, se dedica a buscar
amistades que sólo le dejan desilusión”. Esta frase de San
Agustín, os impresionó para siempre. Y, un día, Santa Teresa,
se os apareció y os dijo: “Tú tienes que esforzarte porque
mi comunidad logre llegar a Francia”. Y, así fue. Y, vos,
misma, más tarde entrasteis al convento, para vivir una vida
mística y de frecuentes éxtasis. Y, poco antes de morir y
en pleno éxtasis, os preguntaron: “¿Qué hacía hermana durante
este rato?”. Y respondisteis: “Estaba hablando con mi buen
Padre, Dios”. Y, dicho ello, entregasteis vuestra alma. Y,
Él, feliz de teneros por vuestra incansable tarea de amor y
fe, os coronó con corona de luz, como premio a vuestro amor;
¡oh!, Santa María de la Encarnación, “amor a Dios sobre todo”.
del Dios de la vida, su amada santa y que, el honor
tuvisteis, de llevar tres nuevas comunidades religiosas a
vuestra patria, tener tres hijas religiosas y un hijo
sacerdote, además de dos hijos buenos católicos y padres
de familia. “Si no me permiten ser esposa de Cristo, al
menos trataré de ser una buena esposa de un buen cristiano”.
Dijisteis vos, y así, fue. Educasteis a vuestros hijos,
con esmero increíble: “Los estoy preparando para que
cumplan siempre y en todo de la mejor manera la voluntad
de Dios”, sentenciabais. Rezabais con vuestras sirvientas,
corregíais mutuamente vuestros defectos, y os leíais
libros piadosos y espiritualmente les ayudabais. Alimentabais
hambrientos, visitabais enfermos, asistíais a los agonizantes,
instruíais a los que no sabían el catecismo, tratabais y
convertíais a los herejes, a los que se habían pasado a
otras religiones y favorecíais a todas las comunidades
religiosas. La lectura de la autobiografía de Santa Teresa
y las “Confesiones” de San Agustín, os salvaron de la mundana
vida. “Muy pobre y miserable es el corazón que en vez de
contentarse con tener a Dios de amigo, se dedica a buscar
amistades que sólo le dejan desilusión”. Esta frase de San
Agustín, os impresionó para siempre. Y, un día, Santa Teresa,
se os apareció y os dijo: “Tú tienes que esforzarte porque
mi comunidad logre llegar a Francia”. Y, así fue. Y, vos,
misma, más tarde entrasteis al convento, para vivir una vida
mística y de frecuentes éxtasis. Y, poco antes de morir y
en pleno éxtasis, os preguntaron: “¿Qué hacía hermana durante
este rato?”. Y respondisteis: “Estaba hablando con mi buen
Padre, Dios”. Y, dicho ello, entregasteis vuestra alma. Y,
Él, feliz de teneros por vuestra incansable tarea de amor y
fe, os coronó con corona de luz, como premio a vuestro amor;
¡oh!, Santa María de la Encarnación, “amor a Dios sobre todo”.
© 2015 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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18 de Abril
Santa María de la Encarnación
Madre de familia
Año 1618
Santa María de la Encarnación
Madre de familia
Año 1618
He aquí una madre de seis hijos, que se dio el gusto de poder llevar a
su país tres nuevas comunidades religiosas, y de llegar a tener tres
hijas religiosas y un hijo sacerdote, además de dos hijos muy buenos
católicos y padres de familia.
Nació en París en 1565 de noble familia. Sus padres deseaban mucho
tener una hija y después de bastantes años de casados no la habían
tenido. Prometieron consagrarla a la Sma. Virgen y Dios se la concedió.
Tan pronto nació la consagraron a Nuestra Señora y poco después fueron
al templo a dar gracias públicamente a Dios por tan gran regalo.
De jovencita deseaba mucho ser religiosa, pero sus padres, por ser la
única hija, dispusieron que debería contraer matrimonio. Ella obedeció
diciendo: “Si no me permiten ser esposa de Cristo, al menos trataré de
ser una buena esposa de un buen cristiano”. Y en verdad que lo fue.
A sus seis hijos los educaba con tanto esmero especialmente en lo
espiritual que la gente decía: “Parece que los estuviera preparando para
ser religiosos”.
Su esposo Pedro Acarí, un joven abogado, que ocupaba un alto puesto
en el Ministerio de Hacienda del gobierno, era muy piadoso y caritativo y
ayudaba con gran generosidad especialmente a los católicos que tenían
que huir de Inglaterra por la persecución de la Reina Isabel. Pero como
todo ser humano, Don Pedro tenía también fuertes defectos que hicieron
sufrir bastante a nuestra santa. Pero ella los soportaba con singular
paciencia.
A quienes le preguntaban si a sus hijos los estaba preparando para
que fueran religiosos, ella les respondía: “Los estoy preparando para
que cumplan siempre y en todo de la mejor manera la voluntad de Dios”.
El Sr. Acarí pertenecía a la Liga Católica y este partido fue
derrotado y quedó de rey Enrique IV, el cual desterró a los jefes de la
Liga y les confiscó todos sus bienes. De un momento a otro la señora de
Acarí quedaba sin esposo y sin bienes y con seis hijitos para sostener.
Pero ella no era mujer débil para dejarse derrotar por las dificultades.
Personalmente asumió ante el gobierno la defensa de su marido y obtuvo
que levantaran el destierro y que le devolvieran parte de los bienes que
le habían quitado. Y llegó a ganarse la admiración y el aprecio del
mismo rey Enrique IV.
Desde los primeros años de su matrimonio dispuso llevar una vida de
mucha piedad en su hogar. Al personal de servicio le hacía rezar ciertas
oraciones por la mañana y por la noche, y a la vez que les prestaba
toda clase de ayudas materiales, se preocupaba mucho porque cada uno
cumpliera muy bien sus deberes para con Dios. Se asoció con una de sus
sirvientas para rezar juntas, corregirse mutuamente en sus defectos,
leer libros piadosos y ayudarse en todo lo espiritual.
La bondad de su corazón alcanzaba a todos Alimentaba a los
hambrientos, visitaba enfermos, ayudaba a los que pasaban situaciones
económicas difíciles, asistía a los agonizantes, instruía a los que no
sabían bien el catecismo, trataba de convertir a los herejes, a los que
habían pasado a otras religiones y favorecía a todas las comunidades
religiosas que le era posible. Su marido a veces se disgustaba al verla
tan dedicada a tantas actividades religiosas y caritativas, pero después
bendecía a Dios por haberle dado una esposa tan santa.
La señora de Acarí se hizo amiga de una mujer mundana la cual empezó a
tratar en sus charlas de temas profanos, y al iniciarla en lecturas de
novelas y de escritos no piadosos. Esto la enfrió mucho en su piedad.
Afortunadamente su esposo se dio cuenta y la previno contra el peligro
de esa amistad y de esas lecturas y empezó a llevarle los libros
escritos por Santa Teresa, y estos libros la transformaron
completamente. Otra lectura que la conmovió profundamente fue la de las
Confesiones de San Agustín. Una frase de este santo que la movió a
dedicarse totalmente a Dios fue la siguiente: “Muy pobre y miserable es
el corazón que en vez de contentarse con tener a Dios de amigo, se
dedica a buscar amistades que sólo le dejan desilusión”.
Muere su esposo y ella puede ahora dedicarse con más exclusividad a
las labores espirituales. Arregla todo de la mejor manera para que sus
hijos sigan recibiendo la mejor educación posible y ella dirige todos
sus esfuerzos a una labor que le ha sido confiada en una visión.
Un día mientras está orando, después de haber leído unas páginas de
la autobiografía de Santa Teresa, siente que ésta santa se le aparece y
le dice: “Tú tienes que esforzarte por que mi comunidad de las
carmelitas logre llegar a Francia”. Desde esa fecha la Señora Acarí se
dedica a conseguir los permisos para que las Carmelitas puedan entrar a
su país. Pero las dificultades que se le presentan son muy grandes. Hay
leyes que prohiben la llegada de nuevas comunidades. Habla con el rey y
con el arzobispo, pero cuando todo parece ya estar listo, de nuevo se
les prohibe la entrada. Una nueva aparición de Santa Teresa viene a
recomendarle que no se canse de hacer gestiones para que las religiosas
carmelitas puedan entrar a Francia, porque esta comunidad va a hacer
grandes labores espirituales en ese país. Por sus ruegos el Padre Berule
(el futuro Cardenal Berule) se va a España y obtiene que preparen un
grupo de carmelitas para enviar a París. Y mientras tanto la Sra. Acarí
sigue en la capital haciendo gestiones para conseguirles casa y por
obtener todos los permisos del alto gobierno.
Nuestra santa no es de las que se quedan con los brazos cruzados.
Sabe que a París ha llegado el famoso obispo San Francisco de Sales a
predicar una gran serie de sermones y lo invita a su casa y este santo
apóstol que es admirador incondicional de los escritos de Santa Teresa
se le convierte en su mejor aliado y habla con las más altas
personalidades y le ayuda a conseguir los permisos que necesitan. Otro
que les ayudó mucho fue el abad de los Cartujos, que era su confesor. Y
entre todos logran conseguir del Papa Clemente VIII un decreto
permitiendo la entrada de las hermanas a Francia.
Un ideal conseguido
En 1604 llegaron a París las primeras hermanas Carmelitas. Iban
dirigidas por dos religiosas que después serían beatas: la beata Ana de
Jesús y la Madre Ana de San Bartolomé. La señora de Acarí con sus tres
hijas las estaba esperando en las puertas de la ciudad, y con ellas lo
mejor de la sociedad. Y cantando el salmo 116: “Alabad al Señor todas
las naciones, aclamadlo todos los pueblos”, entraron al pueblo para dar
gracias y luego las acompañaron a la casa que les tenían preparada. Poco
después las tres hijas de la señora Acarí se hicieron monjas carmelitas
y luego lo será ella también.
La comunidad de las carmelitas estaba destinada a hacer un gran bien
en Francia por muchos siglos y a tener santas famosas como por ejemplo,
Santa Teresita del Niño Jesús.
La beata de la cual estamos hablando en esta biografía tiene la
especialidad de haber sido una de las monjas más especiales que ha
tenido la Iglesia Católica. Madre de seis hijos (tres religiosas
carmelitas, un sacerdote y dos casados) viuda, dama de la alta sociedad y
termina siendo humilde monjita en un convento donde su propia hija es
la superiora. No es un caso tan fácil de repetirse.
Después de conseguirles muchas novicias a las hermanas carmelitas y
de ayudarles a fundar tres conventos en Francia y de haber tenido el
gusto de que sus tres hijas se hicieran monjas carmelitas, pidió ella
también ser aceptada como hermanita legal en uno de los conventos. Y
allí se dedicó a los oficios más humildes y a obedecer en todo como la
más sencilla de las novicias. Al ser nombrada su hija como superiora del
convento, la mamá de rodillas le juró obediencia.
Los últimos años de la hermana María de la Encarnación (nombre que
tomó en la comunidad) fueron de profunda vida mística y de frecuentes
éxtasis. Dios le revelaba importantes verdades. Estas elevaciones
espirituales, ahora en la vida del convento las podía gozar mucho más
tranquilamente. Santa Teresa en una tercera aparición le anunció que
ella también llegaría a pertenecer a su comunidad de hermanas carmelitas
y esto la animó a hacer la petición para entrar a la santa comunidad.
Desde que se hizo religiosa su ilusión era pasar escondida y en
silencio, cumpliendo con la mayor exactitud los reglamentos de la
congregación. Las monjitas empezaron pronto a presenciar sus éxtasis y
les parecía que esta venerable señora era ante Dios como una niñita
sencilla, pura y obediente que tenía su cuerpo acá en la tierra pero que
ya su espíritu vivía más en el cielo que en este mundo.
En abril de 1618 enfermó gravemente y quedó medio paralizada. No se
cansaba de bendecir a Dios por todas las misericordias que le había
regalado en su vida. A una hija que lloraba al sentir que se iba a morir
le decía: “Pero hija, ¿te entristeces porque me marcho a una patria
mucho mejor que esta?”. Y su lecho de muerte se convierte en cátedra
desde donde enseña a todas la santidad. Sin cesar recomienda a quienes
la visitan que no se apeguen a los goces de la tierra que son tan
pasajeros y que se esfuercen por conseguir los goces del cielo que son
eternos.
Las hermanas le preguntan: “¿Le va pedir a Dios que le revele la
fecha de su muerte?”, y responde: -”No, yo lo que le pido a Nuestro
Señor es que tenga misericordia de mí en esta hora final”. Otra le
pregunta: “¿Qué le pedirá a Dios al llegar al cielo? – Le pediré que en
todo y en todas partes se haga siempre la voluntad de su querido Hijo
Jesucristo”. El 16 de abril de 1618 tiene un éxtasis y al final de él
una monjita le pregunta: “¿Qué hacía hermana durante este rato?” Y le
responde: “Estaba hablando con mi buen Padre, Dios”. Luego con una suave
sonrisa se quedó muerta.
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