¡Oh!, Santa María de la Rosa; vos, sois la hija del Dios
de la vida y su amada santa. La misma que, de sí, misma
os despojasteis para convertiros en otro Cristo más. “No
puedo ir a acostarme con la conciencia tranquila los días
en que he perdido la oportunidad, por pequeña que esta
sea, de impedir algún mal o de hacer el bien”. Decíais,
porque vos, ya sea de día o de noche, pronta estabais
a acudir en auxilio de los enfermos, los moribundos, ú
la paz poner entre los litigantes y el consuelo dar a
quienes sufrían, hasta el fin de vuestro santo apostolado.
En los ratos libres os dedicabais a leer libros de religión
llegando a poseer vastos conocimientos teológicos, que
los sacerdotes se admiraban de escucharos. Además, poseíais
una memoria prodigiosa, que os permitía recordar con
precisión los nombres de las personas que habían hablado
con vos, los problemas que os habían consultado, haciendo
más fácil, vuestro apostolado. Con vuestras “Doncellas de la
Caridad”, atendíais a los abandonados y a terminales
enfermos. Y, con críticas y todo, decíais vos: “Espero que
no sea esta la última contradicción. Francamente me habría
dado pena que no hubiéramos sido perseguidas”. Un día unos
soldados quisieron abusar de vos, vuestras compañeras y
las enfermeras, y vos, empuñasteis con valor un crucifijo y
en compañía de seis compañeras, con cirios encendidos los
enfrentasteis, en nombre de Dios, Nuestro Señor, y los doce
despavoridos huyeron. Aquél, crucifijo santo, guardado
está, como reliquia, hasta hoy. Más adelante, cambiasteis
el nombre de vuestra comunidad, de “María de la Rosa”,
por el de “María del Crucificado”. A vuestras religiosas, os
insistíais a que no se dejaran llevar por el “activismo”,
dedicándose todo el día a trabajar y atender a las gentes,
sin consagrarle el tiempo especial a la oración, al silencio y
a la meditación. Más, tarde, Pío Nono, aprobó vuestra
congregación, y la gente se admiraba de que hubierais
logrado tanto en tan poco tiempo. Aunque, vuestra salud
se resquebrajó, la recuperasteis un viernes santo, pero,
Dios, os llamó, finalmente. Y, así, voló, vuestra alma
al cielo, luego de haberla gastado en buena lid, para
premiada ser, con corona de luz, como premio justo a
vuestra increíble y grande entrega de amor y esperanza;
¡oh!, Santa María de la Rosa, “vivo amor por Jesucristo”.
© 2015 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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15 de Diciembre
Santa María de la Rosa
Fundadora
Santa María de la Rosa
Fundadora
Fuente: EWTN
Nació en Brescia (Italia) en 1813. Quedó huérfana de madre cuando apenas tenía 11 años.
Cuando ella tenía 17 años, su padre le presentó un joven diciéndole
que había decidido que él fuera su esposo. La muchacha se asustó y
corrió donde el párroco, que era un santo varón de Dios, a comunicarle
que se había propuesto permanecer siempre soltera y dedicarse totalmente
a obras de caridad. El sacerdote fue donde el papá de la joven y le
contó la determinación de su hija. El señor De la Rosa aceptó casi
inmediatamente la decisión de María, y la apoyó más tarde en la
realización de sus obras de caridad, aunque muchas veces le parecían
exageradas o demasiado atrevidas.
El padre de María tenía unas fábricas de tejidos y la joven organizó a
las obreras que allí trabajaban y con ellas fundó una asociación
destinada a ayudarse unas a otras y a ejercitarse en obras de piedad y
de caridad.
En la finca de sus padres fundó también con las campesinas de los
alrededores una asociación religiosa que las enfervorizó muchísimo.
En su parroquia organizó retiros y misiones especiales para las
mujeres, y el cambio y la transformación entre ellas fue tan admirable
que al párroco le parecía que esas mujeres se habían transformado en
otras. ¡Así de cambiadas estaban en lo espiritual!.
En 1836 llegó la peste del cólera a Brescia, y María con permiso de
su padre (que se lo concedió con gran temor) se fue a los hospitales a
atender a los millares de contagiados. Luego se asoció con una viuda que
tenía mucha experiencia en esas labores de enfermería, y entre las dos
dieron tales muestras de heroísmo en atender a los apestados, que la
gente de la ciudad se quedó admirada.
Después de la peste, como habían quedado tantas niñas huérfanas, el
municipio formó unos talleres artesanales y los confió a la dirección de
María de la Rosa que apenas tenía 24 años, pero ya era estimada en toda
la ciudad. Ella desempeñó ese cargo con gran eficacia durante dos años,
pero luego viendo que en las obras oficiales se tropieza con muchas
trabas que quitan la libertad de acción, dispuso organizar su propia
obra y abrió por su cuenta un internado para las niñas huérfanas o muy
pobres. Poco después abrió también un instituto para niñas sordomudas.
Todo esto es admirable en una joven que todavía no cumplía los 30 años y
que era de salud sumamente débil. Pero la gracia de Dios concede
inmensa fortaleza.
La gente se admiraba al ver en esta joven apóstol unas cualidades
excepcionales. Así por ejemplo un día en que unos caballos se desbocaron
y amenazaban con enviar a un precipicio a los pasajeros de una carroza,
ella se lanzó hacia el puesto del conductor y logró dominar los
enloquecidos caballos y detenerlos. En ciertos casos muy difíciles se
escuchaban de sus labios unas respuestas tan llenas de inteligencia que
proporcionaban la solución a los problemas que parecían imposibles de
arreglar. En los ratos libres se dedicaba a leer libros de religión y
llegó a poseer tan fuertes conocimientos teológicos que los sacerdotes
se admiraban al escucharla. Poseía una memoria feliz que le permitía
recordar con pasmosa precisión los nombres de las personas que habían
hablado con ella, y los problemas que le habían consultado; y esto le
fue muy útil en su apostolado.
En 1840 fue fundada en Brescia por Monseñor Pinzoni una asociación
piadosa de mujeres para atender a los enfermos de los hospitales. Como
superiora fue nombrada María de la Rosa. Las socias se llamaban
Doncellas de la Caridad.
Al principio sólo eran cuatro jóvenes, pero a los tres meses ya eran 32.
Muchas personas admiraban la obra que las Doncellas de la Caridad
hacían en los hospitales, atendiendo a los más abandonados y repugnantes
enfermos, pero otros se dedicaron a criticarlas y a tratar de echarlas
de allí para que no lograran llevar el mensaje de la religión a los
moribundos. La santa comentando esto, escribía: “Espero que no sea esta
la última contradicción. Francamente me habría dado pena que no
hubiéramos sido perseguidas”.
Fueron luego llamadas a ayudar en el hospital militar pero los
médicos y algunos militares empezaron a pedir que las echaran de allí
porque con estas religiosas no podían tener los atrevimientos que tenían
con las otras enfermeras. Pero las gentes pedían que se quedaran porque
su caridad era admirable con todos los enfermos.
Un día unos soldados atrevidos quisieron entrar al sitio donde
estaban las religiosas y las enfermeras a irrespetarlas. Santa María de
la Rosa tomó un crucifijo en sus manos y acompañada por seis religiosas
que llevaban cirios encendidos se les enfrentó prohibiéndoles en nombre
de Dios penetrar en aquellas habitaciones. Los 12 soldados vacilaron un
momento, se detuvieron y se alejaron rápidamente. El crucifijo fue
guardado después con gran respeto como una reliquia, y muchos enfermos
lo besaban con gran devoción.
En la comunidad se cambió su nombre de María de la Rosa por el de
María del Crucificado. Y a sus religiosas les insistía frecuentemente en
que no se dejaran llevar por el “activismo”, que consiste en dedicarse
todo el día a trabajar y atender a las gentes, sin consagrarle el tiempo
suficiente a la oración, al silencio y a la meditación. En 1850 se fue a
Roma y obtuvo que el Sumo Pontífice Pío Nono aprobara su consagración.
La gente se admiraba de que hubiera logrado en tan poco tiempo lo que
otras comunidades no consiguen sino en bastantes años. Pero ella era
sumamente ágil en buscar soluciones.
Solía decir: “No puedo ir a acostarme con la conciencia tranquila los
días en que he perdido la oportunidad, por pequeña que esta sea, de
impedir algún mal o de hacer el bien”. Esta era su especialidad: día y
noche estaba pronta a acudir en auxilio de los enfermos, a asistir a
algún pecador moribundo, a intervenir para poner paz entre los que
peleaban, a consolar a quien sufría alguna pena.
Por eso Monseñor Pinzoni exclamaba: “La vida de esta mujer es un
milagro que asombra a todos. Con una salud tan débil hace labores como
de tres personas robustas”.
Aunque apenas tenía 42 años, sus fuerzas ya estaban totalmente
agotadas de tanto trabajar por pobres y enfermos. El viernes santo de
1855 recobró su salud como por milagro y pudo trabajar varios meses más.
Pero al final del año sufrió un ataque y el 15 de diciembre de ese
año de 1855 pasó a la eternidad a recibir el premio de sus buenas obras.
Si Cristo prometió que quien obsequie aunque sea un vaso de agua a un
discípulo suyo, no quedará sin recompensa, ¿qué tan grande será el
premio que habrá recibido quien dedicó su vida entera a ayudar a los
discípulos más pobres de Jesús?
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