¡Oh!, Santa Mariana de Jesús, vos, sois la hija del Dios
de la vida, su amada santa, a la que la piedad, la pureza y
el amor a los pobres os llamó vívidamente para abrazaros
así, a la cruz de Cristo. El Santo Rosario y el “Vía Crucis”
amasteis de especial manera, y, así, de amor toda llena os
lanzasteis a evangelizar a la descreída gente de vuestro
tiempo, y, tentar, como anacoreta vivir, por un tiempo.
Pero, Dios, que sabe lo que hace, os quiso en el mundo. Y,
de verdad que os santificasteis en él, rezando, orando,
meditando, y haciendo penitencia constantemente. Vuestro
canto y música diarios, al cielo llegaban y, de seguro, a
nuestro Dios alegraba. Vuestra conciencia, tres veces por
día os examinabais de manera exhaustiva: antes que el alba
rayase, por la tarde y por la noche. Y, para recordar que,
de polvo erais, un ataúd os conseguisteis y, en él dormíais.
“Quien desea seguirme que se niegue a sí mismo”. Jesús, había
dicho. Y, vos, con aquellas proféticas palabras cumplisteis.
Rezabais con fe, doce Salmos y, frecuentemente ayunabais.
A un sacerdote sabio pero vanidoso, le dijisteis luego
de su sermón: “Mire Padre, que Dios lo envió a recoger
almas para el cielo, y no a recoger aplausos de este suelo”.
Otro día, un sacerdote en un sermón dijo: “Dios mío: yo
te ofrezco mi vida para que se acaben los terremotos”. Y,
exclamasteis vos: “No, Señor. La vida de este sacerdote
es necesaria para salvar muchas almas. En cambio yo no
soy necesaria. Te ofrezco mi vida para que cesen estos
terremotos”. ¡Y,Dios, os escuchó! Y, la gente se admiró
de ello. Aquella misma mañana al salir del templo ya os
sentíais enferma. Pero, desde entonces ya no se repitieron
los sismos. Más tarde, una epidemia causó la muerte
de centenares en Quito. Y, vos, nuevamente ofrecisteis
vuestra vida para que la epidemia cesara. Y, así, ya no
murió nadie más por aquél mal. Por todo ello, y vuestra
santidad a prueba de fuego, el Congreso del Ecuador os
dio el título de “Heroína de la Patria”. Y, un día
acompañada por tres padres jesuitas, voló vuestra alma
al cielo, para coronada ser, con corona de luz, como
justo premio a vuestra entrega increíble de amor y fe;
¡Oh!, Santa Mariana de Jesús, “viva azucena de Cristo Jesús”.
© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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26 de mayo
Santa Mariana de Jesús,
“Azucena de Quito”
Año 1645.
“Santa Mariana: No dejes nunca de orar por América”
de la vida, su amada santa, a la que la piedad, la pureza y
el amor a los pobres os llamó vívidamente para abrazaros
así, a la cruz de Cristo. El Santo Rosario y el “Vía Crucis”
amasteis de especial manera, y, así, de amor toda llena os
lanzasteis a evangelizar a la descreída gente de vuestro
tiempo, y, tentar, como anacoreta vivir, por un tiempo.
Pero, Dios, que sabe lo que hace, os quiso en el mundo. Y,
de verdad que os santificasteis en él, rezando, orando,
meditando, y haciendo penitencia constantemente. Vuestro
canto y música diarios, al cielo llegaban y, de seguro, a
nuestro Dios alegraba. Vuestra conciencia, tres veces por
día os examinabais de manera exhaustiva: antes que el alba
rayase, por la tarde y por la noche. Y, para recordar que,
de polvo erais, un ataúd os conseguisteis y, en él dormíais.
“Quien desea seguirme que se niegue a sí mismo”. Jesús, había
dicho. Y, vos, con aquellas proféticas palabras cumplisteis.
Rezabais con fe, doce Salmos y, frecuentemente ayunabais.
A un sacerdote sabio pero vanidoso, le dijisteis luego
de su sermón: “Mire Padre, que Dios lo envió a recoger
almas para el cielo, y no a recoger aplausos de este suelo”.
Otro día, un sacerdote en un sermón dijo: “Dios mío: yo
te ofrezco mi vida para que se acaben los terremotos”. Y,
exclamasteis vos: “No, Señor. La vida de este sacerdote
es necesaria para salvar muchas almas. En cambio yo no
soy necesaria. Te ofrezco mi vida para que cesen estos
terremotos”. ¡Y,Dios, os escuchó! Y, la gente se admiró
de ello. Aquella misma mañana al salir del templo ya os
sentíais enferma. Pero, desde entonces ya no se repitieron
los sismos. Más tarde, una epidemia causó la muerte
de centenares en Quito. Y, vos, nuevamente ofrecisteis
vuestra vida para que la epidemia cesara. Y, así, ya no
murió nadie más por aquél mal. Por todo ello, y vuestra
santidad a prueba de fuego, el Congreso del Ecuador os
dio el título de “Heroína de la Patria”. Y, un día
acompañada por tres padres jesuitas, voló vuestra alma
al cielo, para coronada ser, con corona de luz, como
justo premio a vuestra entrega increíble de amor y fe;
¡Oh!, Santa Mariana de Jesús, “viva azucena de Cristo Jesús”.
© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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26 de mayo
Santa Mariana de Jesús,
“Azucena de Quito”
Año 1645.
“Santa Mariana: No dejes nunca de orar por América”
Su nombre completo era Mariana de Jesús Paredes Flórez. Nació en
Quito (Ecuador) en 1618. Desde los cuatro años quedó huérfana de padre y
madre y al cuidado de su hermana mayor y de su cuñado, quienes la
quisieron como a una hija. Desde muy pequeñita demostró una gran
inclinación hacia la piedad y un enorme aprecio por la pureza y por la
caridad hacia los pobres. Ya a los siete años invitaba a sus sobrinas,
que eran casi de su misma edad, a rezar el rosario y a hacer el
viacrucis.
Se aprendió el catecismo de tal manera bien que a los ocho años fue
admitida a hacer la Primera Comunión (lo cual era una excepción en
aquella época). El sacerdote que le hizo el examen de religión se quedó
admirado de lo bien que esta niña comprendía las verdades del catecismo.
Al escuchar un sermón acerca de la cantidad tan grande de gente que
todavía no logró recibir el mensaje de la religión de Cristo, dispuso
irse con un grupo de compañeritas a evangelizar paganos.
Por el camino las devolvieron a sus casas porque no se daban cuenta
de lo grave que era la determinación que habían tomado. Otro día se
propuso irse con otras niñas a una montaña a vivir como anacoretas
dedicadas al ayuno y a la oración. Afortunadamente un toro muy bravo las
devolvió corriendo a la ciudad. Entonces su cuñado al darse cuenta de
los grandes deseos de santidad y oración que esta niña tenía trató de
obtener que la recibieran en una comunidad de religiosas. Pero las dos
veces que trató de entrar de religiosa, se presentaron contrariedades
imprevistas que no le permitieron estar en el convento. Entonces ella se
dio cuenta de que Dios la quería santificar quedándose en el mundo.
Se construyó en el solar de la casa de su hermana una habitación
separada, y allí se dedicó a rezar, a meditar, y a hacer penitencia.
Había aprendido muy bien la música y tocaba hermosamente la guitarra y
el piano. Había aprendido a coser, tejer y bordar, y todo esto le servía
para no perder tiempo en la ociosidad. Tenía una armoniosa voz y sentía
una gran afición por el canto, y cada día se ejercitaba un poco en este
arte. Le agradaba mucho entonar cantos religiosos, que le ayudaban a
meditar y a levantar su corazón a Dios.
Su día lo repartía entre la oración, la meditación, la lectura de
libros religiosos, la música, el canto y los trabajos manuales. Su
meditación preferida era pensar en la Pasión y Muerte de Jesús. En el
templo de los Padres Jesuitas encontró un santo sacerdote que hizo de
director espiritual y le enseñó el método de San Ignacio de Loyola, que
consiste en examinarse tres veces por día la conciencia: por la mañana
para ver qué peligros habrá en el día y evitarlos y qué buenas obras
tendremos que hacer. El segundo examen: al mediodía, acerca del defecto
dominante, aquella falta que más cometemos, para planear como no dejarse
vencer por esa debilidad. Y el tercer examen por la noche, acerca de
todo el día, analizando las palabras, los pensamientos, las obras y las
omisiones de esas 12 horas.
Esos tres exámenes le fueron llevando a una gran exactitud en el
cumplimiento de sus deberes de cada día. Para recordar frecuentemente
que iba a morir y que tendría que rendir cuentas a Dios, se consiguió un
ataúd y en el dormía varias noches cada semana. Y el tiempo restante lo
tenía lleno de almohadas que semejaban un cadáver para recordar lo que
le esperaba al final de la vida.
Se propuso cumplir aquel mandato de Jesús: “Quien desea seguirme que
se niegue a sí mismo”. Y desde muy niña empezó a mortificarse en la
comida, en el beber y dormir. En el comedor colocaba una canastita
debajo de la mesa y se servía en cantidades iguales a todos los demás
pero, sin que se dieran cuenta, echaba buena parte de esos alimentos en
el canasto, y los regalaba después a los pobres. Uno de los sacrificios
que más la hacían sufrir era no tomar ninguna bebida en los días de
mucho calor. Pero la animaba a esta mortificación el pensar en la sed
que Jesús tuvo que sufrir en la cruz. Se colocaba en la cabeza una
corona de espinas mientras rezaba el rosario. Muchísimos rosarios los
rezó con los brazos en cruz.
Como sacrificio se propuso no salir de su casa sino al templo y
cuando alguna persona tuviera alguna urgente necesidad de su ayuda. Así
que el resto de su vida estuvo recluida en su casa. Solamente la veían
salir cada mañana a la Santa Misa, y volver luego a vivir encerrada
dedicada a las lecturas espirituales, a la meditación, a la oración, al
trabajo y a ofrecer sacrificios por la conversión de los pecadores.
Se propuso llenar todos sus días de frecuentes actos de amor a Dios.
Cada día rezaba 12 Salmos de la S. Biblia. Ayunaba frecuentemente. María
recibió de Dios el don de consejo y así sucedía que los consejos que
ella daba a las personas les hacían inmenso bien. También le dio a
conocer Nuestro Señor varios hechos que iban a suceder en lo futuro, y
así como ella los anunció, así sucedieron (incluyendo la fecha de su
muerte, que según anunció sería un viernes 26). Tenía un don especial
para poner paz entre los que se peleaban y para lograr que ciertos
pecadores dejaran su vida de pecado.
A un sacerdote muy sabio pero muy vanidoso le dijo después de un
brillantísimo sermón: “Mire Padre, que Dios lo envió a recoger almas
para el cielo, y no a recoger aplausos de este suelo”. Y el padrecito
dejó de buscar la estimación al predicar. En una enfermedad le sacaron
sangre y la muchacha de servicio echó en una matera la sangre que le
habían sacado a Mariana, y en esa matera nació una bellísima azucena.
Con esa flor la pintan a ella en sus cuadros. Y azucena de pureza fue
esta santa durante toda su vida.
Sucedieron en Quito unos terribles terremotos que destruían casas y
ocasionaban muchas muertes. Un padre jesuita dijo en un sermón: – “Dios
mío: yo te ofrezco mi vida para que se acaben los terremotos”. Pero
Mariana exclamó: – “No, señor. La vida de este sacerdote es necesaria
para salvar muchas almas. En cambio yo no soy necesaria. Te ofrezco mi
vida para que cesen estos terremotos”. La gente se admiró de esto. Y
aquella misma mañana al salir del templo ella empezó a sentirse muy
enferma. Pero desde esa mañana ya no se repitieron los terremotos.
Una terrible epidemia estaba causando la muerte de centenares de
personas en Quito. Mariana ofreció su vida y todos sus dolores para que
cesara la epidemia. Y desde el día en que hizo ese ofrecimiento ya no
murió más gente de ese mal allí. Por eso el Congreso del Ecuador le dio
en el año 1946 el título de “Heroína de la Patria”. Acompañada por tres
padres jesuitas murió santamente el viernes 26 de mayo de 1645. Desde
entonces los quiteños le han tenido una gran admiración. Su entierro fue
una inmensa ovación de toda la ciudad. Y los continuos milagros que
hizo después de su muerte, obtuvieron que el Papa Pío IX la declarara
beata y el Papa XII la declarara santa.
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