Texto del Evangelio (Mc 7,31-37): En aquel tiempo, Jesús se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él. Él, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: “¡Ábrete!”. Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
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«Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él» Pbro. Fernando MIGUENS Dedyn (Buenos Aires, Argentina)
Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación de un
hombre «sordo que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en
muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén,
etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos.
Los Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación
mediadora de la Humanidad de Cristo en sus milagros. Una mediación que
se realiza en una doble dirección: por un lado, el “abajamiento” y la
cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la
profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima); por otro lado, el
intento de despertar en el hombre la confianza, la fe y la conversión
del corazón.
En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús
realiza van mucho más allá que el mero paliar el dolor o devolver la
salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la
ceguera, la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en
último término, una verdadera comunión de fe y de amor.
Al mismo
tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don
divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo
prohibía, tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio del
don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de una
profunda y genuina gratitud.
También para todos nosotros es de
una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la
certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor
de la generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por
los que este descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será
la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el
paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de
amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones de la
conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad
de escuchar reflexivamente la voz de Dios.
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