¡Oh! San Felipe Neri, vos, sois el hijo del Dios de la Vida,
su amado siervo y santo, que desde niño mostrabais alegría
y bondad, tanto que la gente os llamaba “Felipín el bueno”.
Huérfano de madre, vuestro padre os envió a casa de un tío
rico, pero vos, os disteis cuenta de que las riquezas os
impedirían el dedicaros a Dios, y un día tuvisteis lo que
vos llamasteis vuestra primera “conversión”. En adelante
confiaríais solo en Dios y no en las riquezas. En Roma os
hospedasteis debajo de una escalera y os comprometisteis
a brindarle clases a los hijos de vuestro bienhechor. Vuestra
alimentación era una comida al día: un pan, un vaso de agua
y unas aceitunas. Vuestro bienhechor dijo que, desde que vos,
les dabais clases a sus hijos, estos se comportaban como
ángeles. Os ocupabais en leer, rezar, hacer penitencia y
meditar. Más adelante estudiasteis filosofía y teología.
Pero, por inspiración de Dios, os dedicasteis por entero
a enseñar catecismo a las gentes pobres, tarea que hicisteis
por cuarenta años, cambiando totalmente la ciudad. Vos,
recibisteis de Dios, el don de la alegría y de amabilidad,
por lo simpático de tratar a la gente, pues de manera natural
os hacíais amigo de obreros, empleados, vendedores y niños
de la calle, porque les hablabais del alma, de Dios y de
la salvación. Frecuentemente preguntabais: “amigo, ¿y cuándo
vamos a empezar a volvernos mejores?”. Y, vos, le explicabais
los modos fáciles para llegar a ser más piadosos y comenzar
a portarse como Dios quiere. A las personas que os mostraban
sus deseos de progresar en santidad, le llevabais a atender
enfermos en hospitales de caridad. También los exhortabais
a empezar una vida nueva, visitando devotamente a los siete
templos de Roma y en cada uno orar y meditar. Y así, con la
caridad y la oración lograbais transformar a mucha gente.
Desde el alba, hasta el anochecer enseñabais catecismo a los
niños, visitando y atendiendo enfermos en los hospitales,
y llevando grupos a las iglesias a rezar y meditar. Pero,
vos, al anochecer os retirabais a algún sitio solitario
para orar y meditar en lo que Dios ha hecho por nosotros.
Muchas veces pasabais la noche rezando y os encantaba iros
a rezar en las puertas de los templos y las catacumbas
romanas, donde están enterrados los mártires del Dios Vivo
y Eterno. La noche de la vigilia de Pentecostés, estabais
rezando con gran fe, pidiendo a Dios el poder amarlo con
todo vuestro corazón. Y, vuestro corazón, se creció y se os
saltaron dos costillas y vos, emocionado y casi muerto
decíais: “¡Basta Señor, basta! ¡Que me vas a matar de tanta
alegría!”. Fundasteis la hermandad para socorrer a los
pobres y para dedicarse a orar y meditar, y, con ellos un
hospital llamado “De la Santísima Trinidad y los peregrinos”.
Propagasteis por toda Roma la costumbre de las “cuarenta horas"
para adorar a Cristo Sacramentado. Siendo sacerdote
recibisteis otro regalo generoso de Dios: su gran don de saber
confesar muy bien. Pasabais horas de horas, en esta tarea
bellísima, y gentes de todas las clases sociales cambiaban
como por milagro. Leíais, los pecados más ocultos y obteníais
increíbles conversiones. Vos, quisisteis marchar al Asia, pero
vuestro director espiritual os dijo amorosamente que no.
Formasteis el “Oratorio”, para que las gentes llegasen a orar.
Fundasteis la comunidad religiosa llamada de Padres Oratorianos
o Filipenses, con aprobación del Papa. En vuestra casa de Roma
os reuníais con niños desamparados para educarlos y volverlos
buenos cristianos. Decíais:“Haced todo el ruido que queráis, que
a mí lo único que me interesa es que no ofendáis a Nuestro
Señor. Lo importante es que no pequéis. Lo demás no me disgusta”.
Un día os dolía la vesícula y dijisteis: “Por favor háganse
a un lado que ha venido Nuestra Señora la Virgen María a curarme”.
¡Y quedasteis sano inmediatamente! Curasteis a muchos enfermos
con solo imponerles las manos y a otros tantos, les anunciasteis
lo que les iba a suceder en el futuro. En la celebración de la
Santa Misa y la oración, entrabais en éxtasis y vuestro rostro
se os llenaba de luces y resplandores. Y a pesar de ello, os
manteníais humilde y os considerabais el último de todos y el
más indigno pecador. El Espíritu Santo os concedió el don de
saber aconsejar y aunque estabais débil de salud, atendíais
en vuestra celda. Los Cardenales de Roma, obispos, sacerdotes,
monjas, obreros, estudiantes, ricos y pobres, jóvenes y viejos,
todos querían pediros un sabio consejo y volvían a sus casas
llenas de paz y cambiados. Antes de que vuestra alma partiera
a la Casa del Padre, vuestro médico os vio increíblemente
contento que os dijo: “Padre, jamás lo había encontrado tan
alegre”, y vos respondisteis muy feliz y contento: “Me alegré
cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor”. A media
noche os dio un ataque y levantando la mano para bendecir
amorosamente a vuestros sacerdotes expirasteis dulcemente.
¡Oh! San Felipe Neri "Viva alegría del Dios Vivo y eterno".
© 2023 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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San Felipe Neri
Sacerdote fundador
Año 1595
Señor Dios nuestro, que nunca dejas de glorificar la santidad de quienes con fidelidad te sirven, haz que el fuego del Espíritu Santo nos encienda en aquel mismo ardor que tan maravillosamente inflamó el corazón de San Felipe Neri. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén.
San Felipe nació en Florencia, Italia, en 1515. Su padre se llamaba Francisco Neri. Desde pequeño demostraba tal alegría y tan grande bondad, que la gente lo llamaba “Felipín el bueno”. En su juventud dejó fama de amabilidad y alegría entre sus compañeros y amigos.
Habiendo quedado huérfano de madre, lo envió su padre a casa de un tío muy rico, el cual planeaba dejarlo heredero de todos sus bienes. Pero allá Felipe se dio cuenta de que las riquezas le podían impedir el dedicarse a Dios, y un día tuvo lo que él llamó su primera “conversión”. Y consistió en que se alejó de la casa del riquísimo tío y se fue para Roma llevando únicamente la ropa que llevaba puesta. En adelante quería confiar solamente en Dios y no en riquezas o familiares pudientes.
Al llegar a Roma se hospedó en casa de un paisano suyo de Florencia, el cual le cedió una piecita debajo de una escalera y se comprometió a ofrecerle una comida al día si él les daba clases a sus hijos. La habitación de Felipe no tenía sino la cama y una sencilla mesa. Su alimentación consistía en una sola comida al día: un pan, un vaso de agua y unas aceitunas. El propietario de la casa, declaraba que desde que Felipe les daba clases a sus hijos, estos se comportaban como ángeles.
Los dos primeros años Felipe se ocupaba casi únicamente en leer, rezar, hacer penitencia y meditar. Por otros tres años estuvo haciendo estudios de filosofía y de teología. Pero luego por inspiración de Dios se dedicó por completo a enseñar catecismo a las gentes pobres. Roma estaba en un estado de ignorancia religiosa espantable y la corrupción de costumbres era impresionante. Por 40 años Felipe será el mejor catequista de Roma y logrará transformar la ciudad.
Felipe había recibido de Dios el don de la alegría y de amabilidad. Como era tan simpático en su modo de tratar a la gente, fácilmente se hacía amigo de obreros, de empleados, de vendedores y niños de la calle y empezaba a hablarles del alma, de Dios y de la salvación. Una de sus preguntas más frecuentes era esta: “amigo ¿y cuándo vamos a empezar a volvernos mejores?”. Si la persona le demostraba buena voluntad, le explicaba los modos más fáciles para llegar a ser más piadosos y para comenzar a portarse como Dios quiere.
A aquellas personas que le demostraban mayores deseos de progresar en santidad, las llevaba de vez en cuando a atender enfermos en hospitales de caridad, que en ese tiempo eran pobrísimos y muy abandonados y necesitados de todo.
Otra de sus prácticas era llevar a las personas que deseaban empezar una vida nueva, a visitar en devota procesión los siete templos principales de Roma y en cada uno dedicarse un buen rato a orar y meditar. Y así con la caridad para los pobres y con la oración lograba transformar a muchísima gente.
Desde la mañana hasta el anochecer estaba enseñando catecismo a los niños, visitando y atendiendo enfermos en los hospitales, y llevando grupos de gentes a las iglesias a rezar y meditar. Pero al anochecer se retiraba a algún sitio solitario a orar y a meditar en lo que Dios ha hecho por nosotros. Muchas veces pasó la noche entera rezando. Le encantaba irse a rezar en las puertas de los templos o en las catacumbas o grandes cuevas subterráneas de Roma donde están encerrados los antiguos mártires.
Lo que más pedía Felipe al cielo era que se le concediera un gran amor hacia Dios. Y la vigilia de la fiesta de Pentecostés, estando aquella noche rezando con gran fe, pidiendo a Dios el poder amarlo con todo su corazón, éste se creció y se le saltaron dos costillas. Felipe entusiasmado y casi muerto de la emoción exclamaba: “¡Basta Señor, basta! ¡Que me vas a matar de tanta alegría!”. En adelante nuestro santo experimentaba tan grandes accesos de amor a Dios que todo su cuerpo de estremecía, y en pleno invierno tenía que abrir su camisa y descubrirse el pecho para mitigar un poco el fuego de amor que sentía hacia Nuestro Señor. Cuando lo fueron a enterrar notaron que tenía dos costillas saltadas y que estas se habían arqueado para darle puesto a su corazón que se había ensanchado notablemente.
En 1458 fundó con los más fervorosos de sus seguidores una cofradía o hermandad para socorrer a los pobres y para dedicarse a orar y meditar. Con ellos fundó un gran hospital llamado “De la Santísima Trinidad y los peregrinos”, y allá durante el Año del Jubileo en 1757, atendieron a 145,000 peregrinos. Con las gentes que lo seguían fue propagando por toda Roma la costumbre de las “40 horas”, que consistía en colocar en el altar principal de cada templo la Santa Hostia, bien visible, y dedicarse durante 40 horas a adorar a Cristo Sacramentado, turnándose las personas devotas en esta adoración.
A los 34 años todavía era un simple seglar. Pero a su confesor le pareció que haría inmenso bien si se ordenaba de sacerdote y como había hecho ya los estudios necesarios, aunque él se sentía totalmente indigno, fue ordenado de sacerdote, en el año 1551.
Y apareció entonces en Felipe otro carisma o regalo generoso de Dios: su gran don de saber confesar muy bien. Ahora pasaba horas y horas en el confesionario y sus penitentes de todas las clases sociales cambiaban como por milagro. Leía en las conciencias los pecados más ocultos y obtenía impresionantes conversiones. Con grupos de personas que se habían confesado con él, se iba a las iglesias en procesión a orar, como penitencia por los pecados y a escuchar predicaciones. Así la conversión era más completa.
San Felipe quería irse de misionero al Asia pero su director espiritual le dijo que debía dedicarse a misionar en Roma. Entonces se reunió con un grupo de sacerdotes y formó una asociación llamada el “Oratorio”, porque hacían sonar una campana para llamar a las gentes a que llegaran a orar. El santo les redactó a sus sacerdotes un sencillo reglamento y así nació la comunidad religiosa llamada de Padres Oratorianos o Filipenses. Esta congregación fue aprobada por el Papa en 1575 y ayudada por San Carlos Borromeo.
San Felipe tuvo siempre en don de la alegría. Donde quiera que él llegaba se formaba un ambiente de fiesta y buen humor. Y a veces para ocultar los dones y cualidades sobrenaturales que había recibido del cielo, se hacía el medio payaso y hasta exageraba un poco sus chistes y chanzas. Las gentes se reían de buena gana y aunque a algunos muy seriotes les parecía que él debería ser un poco más serio, el santo lograba así que no lo tuvieran en fama de ser gran santo (aunque sí lo era de verdad).
En su casa de Roma reunía centenares de niños desamparados para educarlos y volverlos buenos cristianos. Estos muchachos hacían un ruido ensordecedor, y algunos educadores los regañaban fuertemente. Pero San Felipe les decía: “Haced todo el ruido que queráis, que a mí lo único que me interesa es que no ofendáis a Nuestro Señor. Lo importante es que no pequéis. Lo demás no me disgusta”. Esta frase la repetirá después un gran imitador suyo, San Juan Bosco.
Una vez tuvo un ataque fortísimo de vesícula. El médico vino a hacerle un tratamiento, pero de pronto el santo exclamó: “Por favor háganse a un lado que ha venido Nuestra Señora la Virgen María a curarme”. Y quedó sanado inmediatamente. A varios enfermos los curó al imponerles las manos. A muchos les anunció lo que les iba a suceder en el futuro. En la oración le venían los éxtasis y se quedaba sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Muchas personas vieron que su rostro se llenaba de luces y resplandores mientras rezaba o mientras celebraba la Santa Misa. Y a pesar de todo esto se mantenía inmensamente humilde y se consideraba el último de todos y el más indigno pecador.
Los últimos años los dedicó a dar dirección espiritual. El Espíritu Santo le concedió el don de saber aconsejar muy bien, y aunque estaba muy débil de salud y no podía salir de su cuarto, por allí pasaban todos los días numerosas personas. Los Cardenales de Roma, obispos, sacerdotes, monjas, obreros, estudiantes, ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos querían pedirle un sabio consejo y volvían a sus casas llenos de paz y de deseos de ser mejores. Decían que toda Roma pasaba por su habitación.
Empezó a sentir tales fervores y tan grandes éxtasis en la Santa Misa, después de la consagración, que el que le acolitaba, se iba después de la elevación y volvía dos horas después y alcanzaba a llegar para el final de la misa.
El 25 de mayo de 1595 su médico lo vio tan extraordinariamente contento que le dijo: “Padre, jamás lo había encontrado tan alegre”, y él le respondió: “Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor”. A la media noche le dio un ataque y levantando la mano para bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente. Tenía 80 años. El Papa lo declaró santo en el año 1622 y las gentes de Roma lo consideraron como a su mejor catequista y director espiritual.
(http://www.ewtn.com/SPANISH/Saints/Felipe_Neri_5_28.htm)
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