23 de Noviembre
Beato Miguel Pro
Sacerdote y Mártir
En
la ciudad de Guadalupe, en el territorio de Zacatecas, en México, beato
Miguel Agustín Pro, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús y
mártir, quien, en la cruel persecución contra la Iglesia, como si fuera
un facineroso fue condenado sin juicio a la pena capital, y así alcanzó
el martirio que tan ardientemente deseaba († 1927)
Fecha de beatifricación: 25 de septiembre de 1988 por el Papa Juan Pablo II
Breve Biografía
Miguel
Agustín Pro Juárez, nació el 13 de enero de 1891 en la población minera
de Guadalupe, Zacatecas, tercero de once hermanos e hijo de Miguel Pro y
Josefa Juárez. El 19 de agosto de 1911, ingresa al Noviciado de la
Compañía de Jesús en El Llano, Michoacán, luego de unos Ejercicios
hechos con jesuitas y de haber madurado lentamente la decisión. Ya la
familia había dado antes dos vocaciones religiosas en la persona de dos
hermanas mayores de Miguel.
Luego del Noviciado, continúa sus
estudios en Los Gatos, California, obligados los jesuitas a abandonar
Los Llanos a causa de la presencia de fuerzas carrancistas. Estudia
después retórica y filosofía en España. Desempeña el oficio de profesor
en el colegio de la Compañía en Granada, Nicaragua y hace la teología en
Enghien, Bélgica, donde recibe el presbiterado.
Un juicio
imparcial sobre la vida de formación del P. Miguel nos inclina a admitir
que gozaba en alto grado de talento práctico, pero que carecía de
facilidad para los estudios especulativos, quizá debido a la deficiente
enseñanza de sus primeros años. Su gloriosa muerte contribuyó además a
que se esfumara el recuerdo de la parte negativa de su temperamento
jocoso, bromista y agudo.
Una úlcera estomacal, la oclusión del
píloro y toda la ruina del organismo hicieron prever un desenlace rápido
al final de sus estudios en Bélgica. "Los dolores no cesan -escribe en
una carta íntima-. Disminuyo de peso, 200 a 400 gramos cada semana, y a
fuerza de embaular porquerías de botica, tengo descarriado el
estómago... Las dos operaciones últimas estuvieron mal hechas y otro
médico ve probable la cuarta". Luego detalla el insoportable régimen
dietético que se le hace sufrir. Su organismo se reduce a tal extremo
que sus superiores en Enghien tratan de apresurar el regreso a México,
para que la muerte no lo recoja fuera de su patria.
En esta
situación realiza su anhelo de viajar a Lourdes, al pie del Pirineo,
donde espera una intervención de la Virgen que le devuelva las fuerzas
que necesitará en México para ayudar a los católicos entonces vejados
por una persecución. La prisión, el fusilamiento y el destierro están a
la orden del día.
De la visita a la célebre gruta, escribe: "Ha
sido uno de los días más felices de mi vida... No me pregunte lo que
hice o qué dije. Sólo sé que estaba a los pies de mi Madre y que yo
sentí muy dentro de mí su presencia bendita y su acción". Esa
experiencia mística es para leerse entera en su vida. Sabemos por ella
que la Virgen le prometió salud para trabajar en México. El exorbitante
trabajo que tuvo los meses que vivió en la capital desde su llegada en
julio de 1926, realizado además mientras huía de casa en casa para
despistar a los sabuesos que seguían sus pasos, no hubiera podido ser
ejercido por un individuo de mediana salud, y menos por uno tan
maltratado como Miguel Agustín, de no haber sido por la intervención de
la Madre de Jesucristo.
Así le sorprende el fracasado intento de
Segura Vilchis para acabar con Obregón, el presidente electo. Las bombas
de aquel católico exasperado estaban tan mal hechas que ni siquiera
causaron desperfectos graves en el coche abierto del prócer. El lng.
Segura había procedido con todo sigilo para preparar y ejecutar el acto.
Nadie, sino el chofer y dos obreros estaban enterados. La liga de
Defensa Religiosa, y por tanto Humberto y Roberto Pro, hermanos del
Padre, y el mismo Padre, fueron ajenos al plan magnicida.
El Papa
Pío XI había defendido a los católicos mexicanos y había condenado la
injusta persecución en tres ocasiones a través de documentos públicos
dirigidos al mundo. Calles, el perseguidor, estaba irritadísimo contra
él; pero no pudiendo descargar sus iras contra un enemigo tan distante
las descargó contra un eclesiástico, el P. Pro, al que la indiscreción
de una mujer y un niño hizo caer en las garras de la policía mientras
cometía sus cotidianos delitos de llevar la comunión, de confesar o
socorrer a los indigentes. Calles se vengaría del Papa en un cura... Y
aprovechando que el P. Pro estaba en los sótanos de la Inspección de
Policía atribuyó a él y a sus hermanos la responsabilidad de un acto
cuyo verdadero autor no había podido ser descubierto.
El autor
verdadero, el lng. Segura Vilchis, había ágilmente saltado del automóvil
desde el que arrojó la fallida bomba. Luego siguió caminando
impertérrito por la banqueta mientras preparaba una coartada admirable.
Obregón se dirigía a los toros. Segura Vilchis, sin ser reconocido por
los esbirros, entró a la plaza detrás del general, buscó su palco y
encontró el modo de hacerse bien visible y reconocible por éste. Así
podía citarlo como testigo de que él se hallaba en los toros pocos
minutos después del atentado.
No obstante, enterado por las
extras de los periódicos de que acusaban al padre Pro y a sus hermanos
Humberto y Roberto del lanzamiento de la bomba, Segura Vilchis resolvió
su caso de conciencia y corrió a la Inspección de Policía para
presentarse al general Roberto Cruz, Inspector General y, previa palabra
de honor de que soltaría a los Pro, que nada tenían que ver con el
delito, se ofreció a decir quién era el verdadero autor. Se delató a sí
mismo y probó con toda facilidad que lo era. Con todo, de la Presidencia
de la República llegó la orden directa de fusilar a los Pro y a Segura
Vilchis, sin sombra de investigación judicial.
Así el 23 de
noviembre de 1927, a la puerta del fatídico sótano, y minutos después de
la diez de la mañana, un policía llamo a gritos al preso: "¡Miguel
Agustín Pro!" Salió el padre y pudo ver el patio lleno de ropa y de
invitados como a un espectáculo de toros, a multitud de gente, a unos
seis fotógrafos por lo menos y a varios miembros del Cuerpo Diplomático
"para que se enteraran de cómo el gobierno castigaba la rebeldía de los
católicos".
El padre Pro caminó sereno y tuvo tiempo de oír a uno de sus aprehensores, que le susurraba:
-Padre, perdóneme.
-No sólo te perdono -le respondió-; te doy las gracias.
-¿Su última voluntad? -le preguntaron ya delante del pelotón de fusilamiento.
-Que me dejen rezar.
Se
hincó delante de todos y, con los brazos cruzados, estuvo unos momentos
ofreciendo sin duda su vida por México, por el cese de la persecución, y
reiterando el ofrecimiento de su vida por Calles, como ya lo solía
hacer antes... Se levantó, abrió los brazos en cruz, pronunció
claramente, sin gritar.- ¡Viva Cristo Rey! y cayó al suelo para recibir
luego el tiro de gracia.
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