¡Oh!, San Antonio Abad, vos, sois el hijo del Dios
de la Vida y su amado santo, y el hombre aquél que,
hicisteis honor al significado de vuestro santo
nombre: “floreciente”. Así, os describe vuestro
discípulo y admirador, san Atanasio. Un día, vos,
os conmovisteis por las palabras de Jesús, en la
eucaristía, quien dijo: “Si queréis ser perfecto,
id y vended todo lo que tenéis y dadlo a los pobres”.
Y, así, lo hicisteis, llevando luego, una vida,
apartada del mundo y afincada entre sepulcros
del desierto, proclamando la eterna victoria de
la resurrección de la vida. Y, la vuestra con su
ejemplo, se propagó pronto y muchos hombres os
siguieron encontrando oración y trabajo en vuestro
monasterio, donde fuisteis amoroso padre de vuestros
monjes a viva imagen de Dios y de vuestro santo
bautismo. Aunque no fuisteis hombre de estudios,
demostrasteis con vuestra humilde monástica vida,
lo esencial de ella, es decir, una vida bautismal
riquísima y despojada de aditamentos superfluos
y vanos. Dejasteis una exitosa obra, y retirándoos
a una soledad estricta en el desierto. Lograsteis
conciliar el ideal de la vida solitaria con la
dirección de vuestro monasterio, viajando incluso
hasta Alejandría y vivir de cerca las interminables
controversias arriano-católicas que signaron
vuestro tiempo. Vuestras anécdotas, conocidas
como “apotegmas”, os revelan como poseedor de una
espiritualidad genial y estrictamente evangélica.
Y así, y luego de haber gastado vuestra vida en
buena lid, voló vuestra alma al cielo para coronada
ser, de luz, como premio justo a vuestro amor y fe;
ilustre, reverendísimo y vivo “Padre del Monaquismo”,
Santo Patrono y protector de los animales domésticos;
¡oh!, San Antonio Abad, “viva Luz del desierto de Dios".
© 2025 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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17 de enero
San Antonio
Abad
"Padre del Monaquismo y Protector de los animales domésticos".
Conocemos
la vida del abad Antonio, cuyo nombre significa “floreciente” y al que
la tradición llama el Grande, principalmente a través de la biografía
redactada por su discípulo y admirador, san Atanasio, a fines del siglo
IV.
Este
escrito, fiel a los estilos literarios de la época y ateniéndose a las
concepciones entonces vigentes acerca de la espiritualidad, subraya en
la vida de Antonio -más allá de los datos maravillosos- la permanente
entrega a Dios en un género de consagración del cual él no es
históricamente el primero, pero sí el prototipo, y esto no sólo por la
inmensa influencia de la obrita de Atanasio.
En su juventud,
Antonio, que era egipcio e hijo de acaudalados campesinos, se sintió
conmovido por las palabras de Jesús, que le llegaron en el marco de una
celebración eucarística: “Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo
que tienes y dalo a los pobres…”.
Así lo hizo el rico heredero,
reservando sólo parte para una hermana, a la que entregó, parece, al
cuidado de unas vírgenes consagradas.
Llevó inicialmente vida
apartada en su propia aldea, pero pronto se marchó al desierto,
adiestrándose en las prácticas eremíticas junto a un cierto Pablo,
anciano experto en la vida solitaria.
En su busca de soledad y
persiguiendo el desarrollo de su experiencia, llegó a fijar su
residencia entre unas antiguas tumbas. ¿Por qué esta elección?. Era un
gesto profético, liberador. Los hombres de su tiempo -como los de
nuestros días – temían desmesuradamente a los cementerios, que creían
poblados de demonios. La presencia de Antonio entre los abandonados
sepulcros era un claro mentís a tales supersticiones y proclamaba, a su
manera, el triunfo de la resurrección. Todo -aún los lugares que más
espantan a la naturaleza humana – es de Dios, que en Cristo lo ha
redimido todo; la fe descubre siempre nuevas fronteras donde extender la
salvación.
Pronto la fama de su ascetismo se propagó y se le
unieron muchos fervorosos imitadores, a los que organizó en comunidades
de oración y trabajo. Dejando sin embargo esta exitosa obra, se retiró a
una soledad más estricta en pos de una caravana de beduinos que se
internaba en el desierto.
No sin nuevos esfuerzos y
desprendimientos personales, alcanzó la cumbre de sus dones
carismáticos, logrando conciliar el ideal de la vida solitaria con la
dirección de un monasterio cercano, e incluso viajando a Alejandría para
terciar en las interminables controversias arriano-católicas que
signaron su siglo.
Sobre todo, Antonio, fue padre de monjes,
demostrando en sí mismo la fecundidad del Espíritu. Una multisecular
colección de anécdotas, conocidas como “apotegmas” o breves ocurrencias
que nos ha legado la tradición, lo revela poseedor de una espiritualidad
incisiva, casi intuitiva, pero siempre genial, desnuda como el desierto
que es su marco y sobre todo implacablemente fiel a la sustancia de la
revelación evangélica. Se conservan algunas de sus cartas, cuyas ideas
principales confirman las que Atanasio le atribuye en su “Vida”.
Antonio
murió muy anciano, hace el año 356, en las laderas del monte Colzim,
próximo al mar Rojo; al ignorarse la fecha de su nacimiento, se le ha
adjudicado una improbable longevidad, aunque ciertamente alcanzó una
edad muy avanzada.
La figura del abad delineó casi
definitivamente el ideal monástico que perseguirían muchos fieles de los
primeros siglos. No siendo hombre de estudios, no obstante, demostró
con su vida lo esencial de la vida monástica, que intenta ser
precisamente una esencialización de la práctica cristiana: una vida
bautismal despojada de cualquier aditamento.
Para nosotros,
Antonio encierra un mensaje aún válido y actualísimo: el monacato del
desierto continúa siendo un desafío: el del seguimiento extremo de
Cristo, el de la confianza irrestricta en el poder del Espíritu de Dios.
(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Antonio_Abad.htm)