17 julio, 2011

San Alejo


Oh, San Alejo, vos sois el hijo del
Dios de la vida, que, de sensibilidad
poseído, dinero conseguíais desde niño,
y lo repartíais entre los menesterosos
y pobres del tiempo vuestro, hasta el
día en que, de la mundana vida harto,
de vuestra casa huisteis y así, a la
adoración y penitencia os dedicasteis
para vivir poder y mendigabais para
los demás y para vos mismo. “Hombre
de Dios”, os decían, porque no solo de
virtudes predicabais, como la pobreza
y la humildad, sino, con vívidos hechos
y aún más, porque sin que nadie os
descubriera, en vuestro propio hogar
servisteis y dedicado a humillantes
trabajos y por la noche, os esperaba
reposar vuestro cuerpo, debajo de una
escalera, y ofrecíais estas penitencias
por los pecadores. Un día, cuando os
llegaba la hora, y casi moribundo
llamasteis a vuestros padres y ellos
os reconocieron y os abrazaron y con
vos llorando, vuestra alma, voló a la
Casa del Padre, para recibir justo premio.
coronado ser de luz y gloria. ¿Imitaros
ahora podrán? ¿Quién? ¿Quienes? ¿Dónde?
¿Cuándo? Sólo Dios lo sabe, viva luz;
oh, San Alejo, “penitencia y oración”.

© 2011 by Luis Ernesto Chacón Delgado

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17 de Julio
San Alejo
Mendigo
Siglo V

Era hijo de un rico senador romano. Nació y pasó su juventud en Roma. Sus padres le enseñaron con la palabra y el ejemplo que las ayudas que se reparten a los pobres se convierten en tesoros para el cielo y sirven para borrar pecados. Por eso Alejo desde muy pequeño repartía entre los necesitados cuanto dinero conseguía, y muchas otras clases de ayudas, y esto le traía muchas bendiciones de Dios.

Pero llegando a los veinte años se dio cuenta de que la vida en una familia muy rica y en una sociedad muy mundana le traía muchos peligros para su alma, y huyó de la casa, vestido como un mendigo y se fue a Siria. En Siria estuvo durante 17 años dedicado a la adoración y a la penitencia, y mendigaba para él y para los otros muy necesitados. Era tan santo que la gente lo llamaba “el hombre de Dios”. Lo que deseaba era predicar la virtud de la pobreza y la virtud de la humildad. Pero de pronto una persona muy espiritual contó a las gentes que este mendigo tan pobre, era hijo de una riquísima familia, y él por temor a que le rindieran honores, huyó de Siria y volvió a Roma.

Llegó a casa de sus padres en Roma a pedir algún oficio, y ellos no se dieron cuenta de que este mendigo era su propio hijo. Lo dedicaron a los trabajos más humillantes, y así estuvo durante otros 17 años durmiendo debajo de una escalera, y aguantando y trabajando hacía penitencia, y ofrecía sus humillaciones por los pecadores. Y sucedió que al fin se enfermó, y ya muribundo mandó llamar a su humilde covacha, debajo de la escalera, a sus padres, y les contó que él era su hijo, que por penitencia había escogido aquél tremendo modo de vivir. Los dos ancianos lo abrazaron llorando y lo ayudaron a bien morir.

Después de muerto empezó a conseguir muchos milagros en favor de los que se encomendaban a él. En Roma le edificaron un templo y en la Iglesia de Oriente, especialmente en Siria, le tuvieron mucha devoción. La enseñanza de la vida de San Alejo es que para obtener la humildad se necesitan las humillaciones. La soberbia es un pecado muy propio de las almas espirituales, y se le aleja aceptando que nos humillen. Aún las gentes que más se dedican a buenas obras tienen que luchar contra la soberbia porque si la dejan crecer les arruinará su santidad. La soberbia se esconde aún entre las mejores acciones que hacemos, y si no estamos alerta esteriliza nuestro apostolado. Un gran santo reprochaba una vez a un discípulo por ser muy orgulloso, y este le dijo: “Padre, yo no soy orgulloso”. El santo le respondió: “Ese es tu peor peligro, que eres orgulloso, y no te das cuenta de que eres orgulloso”.

La vida de San Alejo sea para nosotros una invitación a tratar de pasar por esta tierra sin buscar honores ni alabanzas vanas, y entonces se cumplirá en cada uno aquello que Cristo prometió: “El que se humilla, será enaltecido”. Dijo Jesús: “Los últimos serán los primeros. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”. (Mt. 5)