¡Oh!, Santo Tomás Becket, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo. Aquél mismo que, su vida
entregara por la defensa de la Doctrina Católica.
Dijisteis a vuestro rey premonitoriamente así: “Si
acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que
hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi
gran enemigo”. “Ya verá que los envidiosos tratarán
de poner enemistades entre nosotros dos. Además el
poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra
la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta
el mismo rey me pedirá que yo le apruebe ciertos
comportamientos suyos, y me será imposible hacerlo”.
¡Y, sucedió tal cual lo habíais anunciado! Vos,
a menudo decíais a vuestros sacerdotes: “Muchos ojos
ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo
que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo,
les agradeceré de todo corazón si me lo advierten”.
Vuestra rutina diaria: orar, teología estudiar, repartir
limosnas a los pobres, compartir vuestra mesa y durante
ellas escuchar la lectura de algún libro religioso
y visitar enfermos. Además, os dabais tiempo para con
vuestros sacerdotes, examinándolos rigurosamente en su
conducta y su preparación. Os opusisteis de radical
manera, a los cuantiosos impuestos a los bienes de
la Iglesia Católica. En uno de sus terribles estallidos
de cólera, Enrique II exclamó: «No podrá haber más
paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no
hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo
que me quiere hacer la vida imposible?». Y, así, lleno
de rabia y de sed de venganza el impío reyezuelo
ordenó que os atacaran mientras orabais, cortándoos
la cabeza y con ella vuestra vida, no sin antes decir:
“Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de
la Iglesia Católica”, siendo coronado con corona de luz
como justo premio a vuestra entrega de amor y lealtad;
¡oh!, Santo Tomás Becket, “vivo defensor del Dios Vivo».
© 2023 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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29 de Diciembre
Santo Tomás Becket
Arzobispo y Mártir
Año 1170
Quiera Dios que también los
jefes actuales de la Santa Iglesia Católica en todos los sitios del
mundo, prefieran perder bienes, dignidades y hasta la propia vida, con
tal de permanecer fieles a nuestra santísima religión hasta la muerte.
Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de
la religión católica, nació en Londres en 1118. Era hijo de un empleado
oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento
de Merton. Después tuvo que trabajar como empleado de un comerciante, al
cual acompañaba los días de descanso a hacer largas correrías dedicados
a la cacería. Desde entonces adquirió su gran afición por los viajes
aunque fueran por caminos muy difíciles.
Un día persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran
imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para mover un
molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las
ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo
instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la
vida más en serio.
A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de
Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio cuenta de que este joven
tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a
poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo
encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió
varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás
llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en
aquella iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de
haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las
responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas
lo mejor posible.
Dicen los que lo conocieron que Santo Tomás Becket era delgado de
cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz larga y facciones muy
varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y agradable en su
conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la verdad y de
no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor respeto.
Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le gustaba
oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo
fácilmente y bien.
Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio
Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y este
en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando
sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores.
Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a
ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin
consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes
muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas sus
correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias
posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en
alto el nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al
monarca cuando veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero
siempre de la manera más amigable posible.
En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció
que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra era Tomás
Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que su
genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus
responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el
gobierno civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su
confesor decía: “En su vida privada es intachable, y sabe mantener una
gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda
especie”. Y un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo
convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó.
Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de
Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a
la letra. Le dijo así: “Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey
que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo”.
Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.
Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus
ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier
falta que notaran en él. Les decía: “Muchos ojos ven mejor que dos. Si
ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi dignidad de
arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten”.
Desde que fue nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III) la vida
de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al amanecer. Luego
dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia. Después
del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar
al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía el personalmente
las limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy
pronto ya los pobres que allí recibían ayuda, eran el doble de los que
antes iban a pedir limosna.
Cada día tenía algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas,
en vez de música escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi
todos los días visitaba algunos enfermos del hospital. Examinaba
rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser
sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los
estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque
llegaran con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho al rey cuando este le propuso el arzobispado: “Ya
verá que los envidiosos tratarán de poner enemistades entre nosotros
dos. Además el poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra la
Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá
que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será imposible
hacerlo”. Esto se fue cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso ponerles enormes impuestos a los bienes de la
Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente a ello, y desde
entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás, se apagó
casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a
un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga
su superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se
encendió furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia
quedaba casi totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó:
“No permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley”. Y
no la aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en
adelante sería el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos
eclesiásticos. Tomás se le opuso terminantemente. Resultado: tuvo que
salir del país.
Tomás se fue a Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y
pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan difícil. “Santo
Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de
este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días dedicado
a la oración en un convento”. Y se fue a estarse 40 días rezando y
meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice intervino y obtuvo que entre Enrique y Tomás
hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin embargo, el problema
peor estaba por llegar.
Después de seis años de destierro y cuando ya le habían sido
confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus familiares, el
arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el título de
“Delegado del Sumo Pontífice”. El trayecto desde que desembarcó hasta
que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal. Las
gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de
todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su
triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que
le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.
Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar
cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y dicen que un día en uno
de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: “No podrá
haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie
que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida
imposible?”.
Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro
sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte.
Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29
de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia.
Murió diciendo: “Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la
Iglesia Católica”. Tenía apenas 52 años.
Se llama apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se
rinden a una persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió
velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes. El Papa
Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual
profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año
1172 fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se
entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás
consiguió después de su muerte, esto que no había logrado obtener
durante su vida.
Tres años después el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa de su
martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.
Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller
en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron
martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás
Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro,
martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.
(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Tomas_Becket.htm)