04 agosto, 2016

San Juan María Vianey





¡Oh!, San Juan María Vianey, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo, conocido como “El Santo
Cura de Ars”. En vos, se ha cumplido lo que dijo San Pablo:
“Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del mundo,
para confundir a los grandes”. Vos, campesino simple y
sencillo erais. Durante vuestra infancia la Revolución
Francesa estalló y sin tregua persiguió a la religión católica,
y, vos, y vuestra familia, asistíais de manera clandestina a
Misa, porque, pena de muerte había para los que practicaran
en público su religión. Vuestra primera comunión la hicisteis
a los trece años, a escondidas, en un pajar. Vos, deseabais
sacerdote ser, pero vuestro padre no, pues sus ovejas y
vuestro trabajo le interesaban más. Entonces, Napoléon os
reclutó para el ejército, pero por el camino, y, por entrar a
una iglesia a rezar, os perdisteis del grupo. Luego, volvisteis
a presentaros, pero en el viaje os enfermasteis y os llevaron
al hospital y cuando os repusisteis, los demás se habían ido.
Os ordenaron que fuerais por vuestra cuenta a alcanzar a
los otros, pero os encontrasteis con un hombre que os dijo:
“Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir”. Al llegar al
pueblo, os fuisteis a donde el alcalde y le contasteis vuestro
caso, pero el buen hombre, os escondió en su casa, y lo os
puso a dormir en un pajar, y así estuvisteis trabajando
un buen tiempo, cambiándoos de nombre. De pronto, Napoleón
un decreto dio, perdonando a los desertores y vos, pudisteis
volver a casa. Tratasteis de estudiar en el seminario pero,
vuestra memoria no os ayudaba: Los profesores exclamaban:
“Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante no
no se le queda nada”. Y os echaron. Y, vos, os marchasteis hasta
hasta la tumba de San Francisco Regis, y le pedisteis ayuda
para poder estudiar. El Padre Balley, os acogió, se dispuso
hacer hasta lo imposible, para que vos fueseis sacerdote del Dios
Vivo. Un día el Obispo, preguntó por vos así: ¿El joven Vianey
es de buena conducta? Y respondió: “Es excelente persona.
Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos
sabio, pero el más santo” “Pues si así es que sea ordenado
de sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que
tenga santidad, Dios suplirá lo demás”. Y así, ordenado
sacerdote fuisteis. Cuatro días después de vuestra ordenación,
San Juan Bosco nació. Los primeros tres años los pasasteis
como vice párroco del Padre Balley, vuestro amigo y admirador.
Unos sabiondos curas dijeron: “El Sr. Obispo lo ordenó
de sacerdote, pero ahora se va a encantar con él, porque ¿a
dónde lo va a enviar, para que haga un buen papel?”. Y os
enviaron a Ars. Vos, os propusisteis un método triple para
cambiar a vuestra feligresía: Rezar mucho, sacrificaros
lo más posible, y hablar fuerte y claro. ¿Qué en Ars casi
nadie iba a la Misa? Y, vos os dedicabais horas y más horas
a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué
el pueblo estaba lleno de cantinas y bailaderos? Pues vos,
os dedicasteis a las más impresionantes penitencias para
convertirlos. Y, en este tiempo, solamente os alimentabais
cada día con unas pocas papas cocinadas. ¿Y, vuestros
sermones? Demoledores eran, pues los dirigís contra los vicios
de vuestros feligreses, y las trampas con las que el diablo
quería perderlos. Cuando vos, empezasteis a volveros famoso
las gentes os criticaban y, el Obispo un visitador envió a
que oyera vuestros sermones, y le diga que cualidades y
defectos tenían ellos. De regreso dio cuenta y el prelado
le preguntó: “¿Tienen algún defecto los sermones del Padre
Vianey? – Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son
muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero,
siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios,
la muerte, el juicio, el infierno y el cielo”. – ¿Y tienen
alguna cualidad estos sermones? – preguntó Monseñor-.
“Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven,
se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban
antes”. El Obispo satisfecho y sonriente exclamó: “Por esa
última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars
los otros tres defectos”. Estudiabais tres o más horas leyendo
y preparando vuestro sermón del domingo, luego escribíais.
Durante otras tres o más horas paseabais por el campo
recitándole vuestro sermón a los árboles y al ganado, para
tratar de aprenderlo. Después os arrodillabais por horas y
horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendando
al Señor lo que ibais a decir al pueblo. Y, sucedió muchas veces
que al empezar a predicar, os olvidabais todo lo que habíais
preparado, pero lo que le decíais al pueblo impresionantes
conversiones producía. El diablo os atacaba sin compasión
y os derribaba de la cama, y hasta trató de fuego prenderle
a vuestra habitación. Una vez os gritó: “¡Faldinegro odiado.
Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya me lo
habría llevado al abismo!”. Pasabais doce horas diarias en el
confesionario durante el invierno y diez y seis en el verano.
A las doce de la noche os levantabais, luego hacíais sonar
la campana de la torre, abríais la iglesia y empezabais a
confesar. Poco después de las seis empezabais a los salmos
rezar y os preparabais para la Santa Misa. A las siete el
santo oficio celebrabais. En los últimos años el Obispo logró
que a las ocho de la mañana tomaseis una taza de leche.
De ocho a once confesabais mujeres. A las once dabais una clase
de catecismo. A las doce tomabais un ligero almuerzo. Os
bañabais, afeitabais, y os ibais de visitar a un instituto
para jóvenes pobres que vos costeabais con las limosnas.
De una y media hasta las seis seguíais confesando. Vuestros
consejos en la confesión eran muy breves. A muchos os leíais
los pecados en su pensamiento y les decíais los pecados
que se les habían quedado sin decir. Erais fuerte en combatir
la borrachera y otros vicios. En el confesionario sufríais mareos
y a ratos parecíais que os congelaríais de frío en el invierno, y
en el verano sudabais copiosamente. Decíais: “El confesionario
es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo”.
Pero, allí, ganasteis inumerables almas para el cielo eterno.
Por la noche leíais un rato, y a las ocho os acostabais,
para levantaros a las doce de la noche a seguir confesando.
Cuando llegasteis a Ars, solamente iba un hombre a Misa.
Cuando moristeis, solamente había un hombre en Ars que no
iba a misa y erais vos. Siempre os creíais un miserable
pecador. Jamás hablabais de vuestras obras o éxitos. A un
hombre que os insultó, le escribisteis una carta humildísima
perdón pidiéndole por todo, como si vos, hubieseis sido
quién hubiese ofendido al otro. El obispo os envió un distintivo
de canónigo, pero nunca os lo quisisteis poner. El gobierno
nacional os concedió una condecoración y tampoco os la
quisisteis poner. Decíais con humor: “Es el colmo: el gobierno
condecorando a un cobarde que desertó del ejército”. Y,
así, y luego de haber gastado en buena lid vuestra santa
vida, voló vuestra alma al cielo, para coronada ser con corona
del luz, como justo premio a vuestra entrega de amor y fe;
¡Oh!, San Juan María Vianey, “vivo Párroco del Dios de la Vida”.


© 2016 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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4 de Agosto
San Juan María Vianey
El Santo Cura de Ars
Párroco Año 1859



Santo Cura de Ars: Pide a Dios que nos envíe siempre buenos párrocos como tú.

Uno de los santos más populares en los últimos tiempos ha sido San Juan Vianey, llamado el santo Cura de Ars. En él se ha cumplido lo que dijo San Pablo: “Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del mundo, para confundir a los grandes”. Era un campesino de mente rústica, nacido en Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló la Revolución Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Así que él y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público su religión. La primera comunión la hizo Juan María a los 13 años, en una celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los campesinos llegaban con bultos de pasto, simulando que iban a alimentar sus ganados, pero el objeto de su viaje era asistir a la Santa Misa que celebraba un sacerdote, con grave peligro de muerte, si los sorprendían las autoridades.

Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre no le interesaba perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le trabajaba en el campo. Además no era fácil conseguir seminarios en esos tiempos tan difíciles. Y como estaban en guerra, Napoléon mandó reclutar todos los muchachos mayores de 17 años y llevarlos al ejército. Y uno de los reclutados fue nuestro biografiado. Se lo llevaron para el cuartel, pero por el camino, por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del grupo. Volvió a presentarse, pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al hospital y cuando al día siguiente se repuso ya los demás se habían ido. 

Las autoridades le ordenaron que se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros, pero se encontró con un hombre que le dijo. “Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir”. Lo siguió y después de mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor que huía del ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.

Y al llegar a un pueblo, Juan María se fue a donde el alcalde a contarle su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien desertara del ejército. Pero el alcalde que era muy bondadoso escondió al joven en su casa, y lo puso a dormir en un pajar, y así estuvo trabajando escondido por bastante tiempo, cambiándose de nombre, y escondiéndose muy hondo entre el pasto seco, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin en 1810, cuando Juan llevaba 14 meses de desertor el emperador Napoleón dio un decreto perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del ejército, y Vianey pudo volver otra vez a su hogar.
Trató de ir a estudiar al seminario pero su intelecto era romo y duro, y no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban: “Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante No se le queda nada”. Y lo echaron. Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba de San Francisco Regis, viajando de limosna, para pedirle a ese santo su ayuda para poder estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente, pero adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades.

El Padre Balley había fundado por su cuenta un pequeño seminario y allí recibió a Vianey. Al principio el sacerdote se desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él le enseñaba Pero su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena voluntad tan admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.

Después de prepararlo por tres años, dándole clases todos los días, el Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios le iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado de sacerdote. Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo y lo llevó a donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó: ¿El joven Vianey es de buena conducta? – Ellos le repondieron: “Es excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el más santo” “Pues si así es – añadió el prelado – que sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás”.

Y así el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote, este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para este oficio, y que luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo (4 días después de su ordenación, nació San Juan Bosco). Los primeros tres años los pasó como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y admirador.

Unos curitas muy sabios habían dicho por burla: “El Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va a encantar con él, porque ¿a dónde lo va a enviar, para que haga un buen papel?”. Y el 9 de febrero de 1818 fue envaido a la parroquia más pobre e infeliz. Se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A misa los domingos no asistían sino un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: “Las gentes de esta parroquia en lo único en que se diferecian de los ancianos, es en que … están bautizadas”. El pueblucho estaba lleno de cantinas y de bailaderos. Allí estará Juan Vianey de párroco durante 41 años, hasta su muerte, y lo transformará todo.

El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método triple para cambiar a las gentes de su desarrapada parroquia:
-Rezar mucho.
-Sacrificarse lo más posible, y
-Hablar fuerte y duro.

¿Qué en Ars casi nadie iba a la Misa? Pues él reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más horas a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo estaba lleno de cantinas y bailaderos? Pues el párroco se dedicó a las más impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años solamente se alimentará cada día con unas pocas papas cocinadas.

Los lunes cocina una docena y media de papas, que le duran hasta el jueves. Y en ese día hará otro cocinado igual con lo cual se alimentará hasta el domingo. Es verdad que por las noches las cantinas y los bailaderos están repletos de gentes de su parroquia, pero también es verdad que él pasa muchas horas de cada noche rezando por ellos. ¿Y sus sermones? Ah, ahí si que enfoca toda la artillería de sus palabras contra los vicios de sus feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas con las que el diablo quiere perderlos.

Cuando el Padre Vianey empieza a volverse famoso muchas gentes se dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador a que oiga sus sermones, y le diga que cualidades y defectos tiene este predicador. El enviado vuelve trayendo noticias malas y buenas. El prelado le pregunta: “¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianey? – Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el cielo”. – ¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones? – pregunta Monseñor-. “Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes”.

El Obispo satisfecho y sonriente exclamó: “Por esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres defectos”. Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más horas leyendo y estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego escribía. Durante otras tres o más horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después se arrodillaba por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendándo al Señor lo que iba decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le decía al pueblo causaba impresionantes conversiones. Es que se había preparado bien antes de predicar.
Pocos santos han tenido que entablar luchas tan tremendas contra el demonio como San Juan Vianey. El diablo no podía ocultar su canalla rabia al ver cuantas almas le quitaba este curita tan sencillo. Y lo atacaba sin compasión. Lo derribaba de la cama. Y hasta trató de prenderle fuego a su habitación . Lo despertaba con ruidos espantosos. Una vez le gritó: “Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya me lo habría llevado al abismo”.

Un día en una misión en un pueblo, varios sacerdotes jovenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del Padre Vianey. El párroco los invitó a que fueran a dormir en el dormitorio donde iba a pasar la noche el famoso padrecito. Y cuando empezaron los tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía: “Con el patas hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos compinches”. Pero no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito Satanás.

Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran sacerdote, escribieron: “Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio”. Pues bien: ese fue su oficio durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha ciencia e inteligencia. Porque en esto lo que vale son las iluminaciones del Espíritu Santo, y no nuestra vana ciencia que nos infla y nos llena de tonto orgullo.

Tenía que pasar 12 horas diarias en el confesionario durante el invierno y 16 durante el verano. Para confesarse con él había que apartar turno con tres días de anticipación. Y en el confesionario conseguía conversiones impresionantes. Desde 1830 hasta 1845 llegaron 300 personas cada día a Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote Vianey. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron 100 mil. Junto a la casa cural había varios hoteles donde se hospedaban los que iban a confesarse.

A las 12 de la noche se levantaba el santo sacerdote. Luego hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes era de más de una cuadra de larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la Santa Misa. A las siete celebraba el santo oficio. En los últimos años el Obispo logró que a las ocho de la mañana se tomara una taza de leche.

De ocho a once confesaba mujeres. A las 11 daba una clase de catecismo para todas las personas que estuvieran ahí en el templo. Eran palabras muy sencillas que le hacían inmenso bien a los oyentes. A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con las limosnas que la gente había traido. Por la calle la gente lo rodeaba con gran veneración y le hacían consultas.

De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus consejos en la confesión eran muy breves. Pero a muchos les leía los pecados en su pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado sin decir. Era fuerte en combatir la borrachera y otros vicios. En el confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que se iba a congelar de frío en el invierno y en verano sudaba copiosamente. Pero seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía: “El confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo”. Pero ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las almas.

Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando. Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a misa. Cuando murió solamente había un hombre en Ars que no iba a misa. Se cerraron muchas cantinas y bailaderos.

En Ars todos se sentían santamente orgullosos de tener un párroco tan santo. Cuando él llegó a esa parroquia la gente trabajaba en domingo y cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie trabajara en los campos los domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores. Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le escribió una carta humildísima pidiendole perdón por todo, como si el hubiera sido quién hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una condecoración y él no se la quiso colocar. Decía con humor: “Es el colmo: el gobierno condecorando a un cobarde que desertó del ejército”. Y Dios premió su humildad con admirables milagros. El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la eternidad.

(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/juan_vianey_8_4.htm)