¡Oh! San Felipe de Jesús, vos sis el hijo del Dios
de la Vida y su amado mártir y santo, que, un día
entrasteis al noviciado de los franciscanos del
cual os fugasteis. Vuestro padre os envió a las
islas Filipinas, donde vos, gozasteis de la vida
pero pronto os sentisteis angustiado y vuestro
corazón reclamaba a Dos. Un día cualquiera Cristo,
os habló:“Si quieres venir en pos de Mí, renuncia
a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”. Y vos, os
abrazasteis de la Cruz, entrando a los franciscanos
de Manila. Orabais, estudiabais y cuidabais con
mucho amor a los enfermos y necesitados. Ello bastó
para que pudierais ordenaros sacerdote, y que, por
gracia especial, sería en vuestra ciudad natal:
México. Vuestra embarcación encalló en el Japón,
y vos os sentisteis más dichoso aún, porque podríais
convertir a muchos japoneses. En pleno trabajo,
estalló la persecución de Taicosama contra vuestros
hermanos franciscanos y vuestros catequistas. Vos,
deseabais convertiros más aún y abrazaros aún más
a la Cruz de Cristo. entonces seguisteis a San Pedro
Bautista y demás misioneros quienes desde hacía años
evangelizaban el Japón. A vos, juntamente con ellos,
os llevaron en procesión por algunas ciudades para
que se burlaran de vos, sufriendo pacientemente
os cortaran una oreja, y, finalmente en Nagasaki,
en compañía de otros veintiuno franciscanos, cinco
de la Primera Orden y quince de la Tercera Orden, y
tres jóvenes jesuitas entregasteis vuestra santa
vida, siendo colgado, suspendido mediante una argolla
y atravesado por dos lanzas. Vuestras últimas palabras
fueron: “Jesús, Jesús, Jesús”. Y, así, voló vuestra
alma al cielo, para ser coronada con corona de luz;
¡Oh! San Felipe de Jesús, "vivo siervo del Dios Vivo".
© 2025 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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San Felipe de Jesús
Mártir (1572 – 1597)
Felipe
nació en la ciudad de México el año 1572, hijo de honrados inmigrantes
españoles. En su niñez se caracterizó por su índole inquieta y traviesa.
Se cuenta que su aya, una buena negra cristiana, al comprobar las
diarias travesuras de Felipillo, solía exclamar, con la mirada fija en
una higuera seca que, en el fondo del jardín, levantaba a las nubes sus
áridas ramas: “Antes la higuera seca reverdecerá, que Felipe llegue a
ser santo” El chico no tenía madera de santo.
Pero un buen día
entró en el noviciado de los franciscanos dieguinos; más no pudiendo
resistir la austeridad, otro buen día se escapó del convento.
Regresó
a la casa paterna y ejerció durante algunos años el oficio de platero,
si bien con escasas ganancias; por lo que su padre, Alonso de las Casas,
lo envió a las islas Filipinas a probar fortuna. Felipe contaba ya para
entonces 18 años. Se estableció en el emporio de artes, riquezas y
placeres que era en esos tiempos la ciudad de Manila.
Nuestro
joven gozó por un tiempo de los deslumbrantes atractivos de aquella
ciudad, pero pronto se sintió angustiado: el vacío de Dios se dejó
sentir muy hondo, hasta las últimas fibras de su ser; en medio de aquel
doloroso vacío, volvió a oír la tenue llamada de Cristo: “Si quieres
venir en pos de Mí, renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme” (Mt.
16, 24).
Y Felipe volvió a tomar la cruz: entró con los
franciscanos de Manila y ahora sí tomó muy en serio su conversión… oró
mucho, estudió, cuidó amorosamente a los enfermos y necesitados, y un
buen día le anunciaron que ya podía ordenarse sacerdote, y que, por
gracia especial, esa ordenación tendría lugar precisamente en su ciudad
natal, en México.
Se embarcó juntamente con Fray Juan Pobre y
otros franciscanos rumbo a la Nueva España; pero una gran tempestad
arrojó el navío a las costas de Japón, entonces evangelizado, entre
otros, por Fray Pedro Bautista y algunos Hermanos de la provincia
franciscana de Filipinas. Felipe se sintió dichoso: ahora podría ahondar
más en su conversión esforzándose por convertir a muchos japoneses.
Las
conversiones en Japón aumentaban día a día; pero entonces estalló la
persecución de Taicosama contra los franciscanos y sus catequistas.
Nuestro
Felipe, por su calidad de náufrago hubiera podido evitar honrosamente
la prisión y los tormentos, como habían hecho Fray Juan Pobre y otros
compañeros de naufragio. Pero Felipe rechazó esa manera fácil de rehuir
su actividad. Quería convertirse siempre más a fondo, hasta abrazarse
del todo con la cruz de Cristo. Siguió, pues, hasta el último suplicio a
San Pedro Bautista y demás misioneros franciscanos que desde hacía años
evangelizaban el Japón.
Felipe, juntamente con ellos, fue
llevado en procesión por algunas de las principales ciudades para que se
burlaran de él. Sufrió pacientemente que le cortaran, como a todos los
demás, una oreja, y, finalmente en Nagasaki, en compañía de otros 21
franciscanos, cinco de la Primera Orden y quince de la Tercera Orden,
además de tres jóvenes jesuitas, se abrazó a la cruz de la cual fue
colgado, suspendido mediante una argolla y atravesado por dos lanzas.
Felipe fue el primero en morir en medio de todos aquellos gloriosos
mártires. Sus últimas palabras fueron: “Jesús, Jesús, Jesús”.
Felipe
se había convertido plena y totalmente a Cristo. Era el 5 de febrero de
1597. Cuenta la leyenda que ese mismo día la higuera seca de la casa
paterna reverdeció de pronto y dio fruto. Felipe fue beatificado,
juntamente con sus compañeros de cruento martirio, el 14 de septiembre
de 1627, y canonizado el 8 de junio de 1862.
Felipe, el joven que
supo convertirse hasta dar la vida por Cristo, ha sido declarado
patrono de la Ciudad de México y de su arzobispado.
(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Agueda_Felipe_de_Jesús.htm)
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