11 mayo, 2017

San Ignacio de Láconi

11 de mayo  
San Ignacio de Láconi
(1701-1781)



¡Oh!, San Ignacio de Láconi, vos, sois el hijo del Dios
de la Vida y su amado santo y que, siendo hermano profeso
capuchino, fuisteis limosnero durante cuarenta años dando
ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari, y
Dios os enriqueció con especiales dones sobrenaturales
que os atrajeron el aprecio de todas las gentes de vuestro
tiempo. Jamás os salisteis de vuestra isla mediterránea y,
que, hablasteis el español, por lo menos en vuestros primeros
años, como lengua materna. Tuvisteis como fama vuestras
virtudes y milagros, que fueron vuestro martirio y además
vuestro estorbo para vuestra glorificación después de vuestra
muerte. Vuestra madre, os ofreció a San Francisco, y desde
los primeros años, y oísteis en vuestra casa a toda hora, la vida
poética del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos
fervores, su amable y austera espiritualidad. Y, sucedió lo que
tenía que suceder: vos, os entusiasmasteis y empezasteis a
imitar a vuestro simpático modelo. Vos, erais un niño flaco,
enclenque, descolorido; pero animoso e incansable en vuestras
correrías y trabajos. Vuestra vocación religiosa se os iba
formando poco a poco, fomentada por vuestra madre que no
olvidaba la promesa hecha a Francisco cuando vos, nacisteis.
Os llamaron Fray Ignacio, y empezasteis el noviciado en la vida
capuchina y los frailes del convento, quedaron asombrados
con los fervores y con vuestra madura virtud. Un día os
postrasteis ante la imagen de María y le dijisteis: «Madre mía,
ayúdame, que ya no puedo más». Y ella os respondió así:
«Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi
Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». Y, vos,
no volvisteis a sentir en toda vuestra vida aquel desfallecimiento.
Oración continúa, silencio, humildad, castidad, obediencia,
pobreza eran vuestras santas virtudes: Vestíais un hábito
que era un mosaico de parches y de retazos, limpio sí, pero
pintoresco y llamativo. «Para ir al cielo -pensabais- me sirven
mejor estas sandalias que los suaves zapatos de gamuza o
de charol». Así, están empedradas las calles de vuestra ciudad,
con anécdotas como las del “comerciante avaro” o “el matrimonio
joven”, entre cientos y cientos de ellas. Vos, erais así, el personaje,
el héroe, el médico, el consultor de todos, con una naturalidad
encantadora, decíais cosas tremendas: profecías, anuncios
de calamidades o de alegres sucesos, juicios certeros sobre
personas cercanas o desconocidas, amenazas, mandatos o
reproches. Penetrabais las almas, el tiempo y el espacio, con
vuestra vista de lince iluminada por la gracia, no teníais  pelos
en la lengua cuando el espíritu del Señor venía sobre vos. Hablabais
con valentía; reprendíais a gobernadores, alcaldes o jueces;
os enfrentabais con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban
vuestras advertencias con santo temor o con alegre consuelo,
sabiendo que vos, no os equivocabais jamás y que nunca decíais
palabras de más ni de menos. Antes de morir os despedisteis
de vuestra querida hermana Inés y de las otras monjas muy alegre,
también de varios amigos y bienhechores y les dejasteis algunos
pobres regalitos: vuestro bastón, vuestro rosario, algunas modestas
estampas y medallas de la Virgen. Y en aquella despedida, vuestra
actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse de sus
discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro de otro
poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre». Y, así, os
confesasteis con fe y devoción; preguntasteis qué día de la semana
era aquel; y al saber que era domingo, sacasteis las cuentas de los
días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pedisteis el Viático y
lo recibisteis con extraordinarias efusiones de fervor. El viernes
recibisteis la Extremaunción que vos, mismo solicitasteis y preguntasteis
qué hora era, y le dijisteis al padre guardián: «Todavía tengo tiempo;
vayan al coro y al refectorio como de costumbre; yo no moriré hasta
después de rezadas las Vísperas». A las dos y media de la tarde,
dijisteis: «Me queda media hora de vida; me gustaría que viniese
la Comunidad y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los
religiosos emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde
en el reloj cercano de la torre parroquial, vos sonreísteis y dijisteis
a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es la hora…».
Juntasteis las manos sobre el pecho y expirasteis. Y, luego voló así,
vuestra santa alma al cielo, para coronada ser con corona de luz
como justo premio a vuestra entrega increíble de amor, fe y esperanza;
¡Oh!, San Ignacio de Láconi, “vivo Cristo de la pobreza y la virtud”.


 
© 2017 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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Por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
Hermano profeso capuchino, que fue limosnero durante cuarenta años dando ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari (Cerdeña). Dios le enriqueció con especiales dones sobrenaturales que le atrajeron el aprecio de todas las clases sociales. Lo canonizó Pío XII en 1951.

¿A quién puede interesar, en nuestro siglo, la vida tranquila y santa de un humildísimo lego capuchino del siglo XVIII? Nos tenemos que enfrentar con un hombre de escaso relieve novelesco, que vive en un ambiente geográfico poco conocido; y debemos narrar hechos y casos que parecen leyendas inverosímiles o cuentos para niños. El escritor, ante un tipo de esta clase, comienza a temer por su pluma y por su pericia; sabe que puede tropezar con numerosos escollos.

Ignacio de Láconi fue un italiano que jamás estuvo en Italia peninsular; un nativo de Cerdeña que jamás salió de su isla mediterránea; que habló el español, por lo menos en sus primeros años, como lengua materna; y que no hizo grandes ni pequeños descubrimientos científicos; y se murió de viejo hace casi dos siglos.
Su patria, Cerdeña, había pasado por muchas manos codiciosas, en tiempos antiguos y modernos. 

Cartagineses, romanos, catalanes, venecianos, aragoneses, genoveses, ingleses y franceses habían dado fuertes mordiscos a la isla estratégica, en una sucesión de asonadas y de piraterías que no tenían fin. Pero aquellos bocados resultaron indigestos muchas veces, hasta que la gran patria italiana consiguió engarzar esa perla verde y durísima en su corona triunfal. He ahí el escenario en que nació, vivió y murió este personaje llamado hoy San Ignacio de Láconi.

La lengua que se hablaba entonces en Cerdeña era una mescolanza de gramáticas advenedizas o nativas: había pueblos y villorrios en los que se oía corrientemente el castellano, o el catalán, o el dialecto sardo, o el inglés o cualquiera otra lengua inesperada. Pero todos se entendían, más o menos, como en la torre de Babel… Las partidas de bautismo y los documentos oficiales de aquel tiempo están en esas lenguas; a veces, un documento comienza en español y termina en italiano o en francés. ¡Interesante colección de rarezas y de estratos históricos!

A Ignacio de Láconi no fue cosa fácil elevarle a los altares: su vida, su carácter, sus prodigios de antes y después de su muerte, eran demasiado extraños, demasiado pintorescos.

La fama de santidad suele ser peligrosa para la historia: alrededor del héroe se van enredando los hilos y mallas de rumores, de falsedades, de exageraciones piadosas, que aprisionan y ahogan la verdad, la envuelven y la ocultan; y pronto nos encontramos con un temible montón de mamotretos, como árboles de un bosque virgen, que nos dejan perplejos y suspicaces.

Lo que podemos decir de nuestro Fray Ignacio es que la fama de sus virtudes y milagros fue su martirio durante la vida y un estorbo para su glorificación después de la muerte. Para llegar a la canonización, los tribunales vaticanos trabajaron más de siglo y medio. Los procesos canónicos (se hila muy delgado en Roma) fueron un rompecabezas: hubo que revisarlos, postergarlos, archivarlos, meterlos entre el polvo y los ratones de los desvanes, para desempolvarlos a cada nuevo prodigio; hubo que despejar la maraña de las historietas; hubo que exigir a Fray Ignacio pruebas extraordinarias de santidad; hasta que la evidencia se hizo presente con su cortejo de exámenes rigurosos y científicos, de pruebas, de testigos y de médicos, con juramentos solemnísimos y toda la orquesta…

Y en 1940, cuando ya había pocas esperanzas de aureolas y de pedestales, Pío XII le beatificó. Pero el buen Ignacio de Láconi no se quedó muy tranquilo con eso: removió cielos y tierra; sembró milagros a granel; y de nuevo, en 1952, el mismo Papa le confirió el título definitivo de «Santo», en una memorable ceremonia de canonización. ¡Cuántos amanuenses, dactilógrafos y secretarios descansaron aquel día!
Recorramos brevemente la vida de este hombre singular; seguramente encontraremos algunas gratas sorpresas y no pocas lecciones de espiritualidad.

La pequeña aldea de Láconi, casi en el centro de Cerdeña, fue, el 18 de diciembre de 1701, la cuna de nuestro santo. En el bautismo le pusieron tres nombres sonoros: Francisco, Ignacio y Vicente. Con este nombre de Vicente se quedó hasta que entró a la Orden Capuchina. Sus cristianos padres se llamaron Matías Cadello Peis y Ana María Sanna, buena pareja, honrada y fecunda, que tuvieron nueve hijos.

Hay indicios de que la madre, por devoción a San Francisco de Asís, dedicó a su querido Vicente y se lo ofreció al Seráfico Padre; y desde los primeros años el niño oyó en su casa, a toda hora, la vida poética del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores, su espiritualidad amable y austera. Sucedió lo que tenía que suceder, con el auxilio de Dios. El niño se entusiasmó, y empezó a imitar a su simpático modelo. En la aldea no pasaban inadvertidas sus virtudes infantiles. Las comadres parlanchinas, parte por admiración y parte por simpatía, le pusieron por sobrenombre «il Santarello», el Santito…

Su padre tenía un pequeño rebaño de ovejas. El niño tuvo que aprender a apacentar el rebaño y a trabajar la tierra. El caso es frecuente en la vida de los santos. Y si uno tiene unos adarmes de poesía y de espiritualidad, fácilmente, entre ovejas, pájaros y flores, brotan los deseos de santidad.

Así sucedió con el pequeño Vicente: rezos constantes bajo la sombra de los árboles, jaculatorias de fuego a la vista de los arroyos musicales, ayunos exagerados que le debilitaban el cuerpo y le purificaban y fortalecían el alma, al mismo tiempo que alarmaban a sus padres y hermanos y al viejo párroco del lugar.
El niño era flaco, enclenque, descolorido; pero animoso e incansable en sus correrías y trabajos. La vocación religiosa se le iba formando poco a poco, fomentada por su madre que no podía olvidar la promesa hecha a San Francisco cuando nació Vicente.

A los 17 años, el joven no se consideraba todavía maduro para la vida religiosa, a pesar de sus deseos; pero una enfermedad grave le puso en trance de morir, y en aquellos apuros, recordó su ilusión de ser religioso y prometió a Dios que, si sanaba de aquel mal, entraría en la Orden Capuchina, muy popular y querida en toda Cerdeña.

Pero todavía esperó dos años y medio, no decidiéndose formalmente a cumplir su promesa. Dios tuvo que darle un tirón de orejas para refrescarle la memoria… Un día iba a caballo por las afueras de Láconi. El animal, escaso de bríos y de nervios y en edad provecta, de repente se espanta, se encabrita, echa a correr como un potrillo joven, y el caballero, agarrándose a las crines flotantes del jamelgo, se dirigió a Dios en humilde plegaria de salvación y renovó a gritos su antigua promesa de ser capuchino. Parece que aquello le salvó la vida una vez más.

Llegando a su casa, contó la aventura y el susto a sus padres, y les pidió que le acompañaran a la ciudad de Cagliari, capital de Cerdeña, donde los capuchinos tenían dos conventos.

Vicente tenía 20 años cuando dio el paso definitivo.

El padre Provincial, al verle tan débil y flaco, rehusó admitirle, y le dijo que la vida capuchina no era para sus espaldas, y que especialmente el año de noviciado era cosa muy seria.

Vicente no se desanimó. Fue con sus padres a visitar a un gran amigo y bienhechor de los Capuchinos, el marqués de Láconi; le pidió que intercediera por él ante el padre Provincial; y en efecto, con la recomendación del marqués, nuestro joven fue admitido al noviciado en el convento de San Benito, en la misma ciudad de Cagliari. Era el 10 de noviembre de 1721.

Fray Ignacio, con su nuevo nombre religioso, comenzó el noviciado arremetiendo valerosamente con lo más difícil de la vida capuchina. Aquello no era juego de niños. Nada de tanteos ni de tibiezas. De un salto a la cumbre, desde el primer día. Los frailes del convento, algunos de ellos muy ancianos y experimentados, se quedaron asombrados con los fervores y con la madura virtud del jovencito. Todavía no le brotaba la barba, y ya parecía un religioso perfectísimo.

Parece que al novicio se le pasó la mano en los ayunos y vigilias, en las penitencias y trabajos; porque se cuenta que un día se sintió desfallecido y a punto de caer con la carga de sus mortificaciones. Había en el convento una imagencita de la Virgen Inmaculada a la que el novicio profesaba singular devoción. Al verse en aquel estado de desánimo, fray Ignacio se postró ante la imagen de María y le dijo patéticamente: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». De la santa imagen salió esta frase maternal: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El novicio no volvió a sentir en toda su vida aquel peligroso desfallecimiento. Durante sesenta años de vida religiosa fue un hombre optimista y decidido, que comunicaba entusiasmos a los demás religiosos y a todos los que le conocieron.

En 1722, terminado el año canónico del noviciado, fue admitido a la profesión de los votos religiosos, en los que fray Ignacio iba a distinguirse de manera maravillosa y heroica.

Debemos advertir, al llegar a este momento, que la vida de fray Ignacio estuvo regida siempre por la humildad de su estado, por la monotonía fecunda de la vida regular, en la que no encontramos sucesos extraordinarios ni llamativos, sino la difícil regularidad de todos los días junto al anhelo siempre creciente de perfección y de unión con Dios.

Las virtudes monásticas desorientan a los profanos. Oración continua, silencio, humildad, castidad, obediencia, pobreza: antiguallas incomprensibles, imbecilidad y fracaso… Así habla el mundo materialista, pensando que todo eso es un verdadero atentado a la naturaleza humana. Pero sucede que casi todos los crímenes y casi todas las tragedias de que el mundo sufre y se lamenta tienen su origen precisamente en la falta de esas virtudes, en el desborde de las pasiones que esas virtudes podrían detener.

En la pobreza franciscana, fray Ignacio alcanzó un grado notable de perfección. Solía vestir como visten los capuchinos, con un hábito lamentable, mosaico de parches y de retazos, limpio sí, pero pintoresco. Predominaba el color castaño, pero se veían también los grises y negros, los verdes pálidos y los azules viejos; se notaba la impericia del sastre en las puntadas largas y en las alforzas abultadas; sus mangas no serían modelo de elegancia, pero podían dar cabida a muchos objetos que salían a relucir en el momento oportuno: mendrugos de pan, manojitos de legumbres, frutas, pececillos, etc. Sus sandalias eran famosas en la ciudad: casi tenían más clavos que cuero; y, como abrigadoras y confortables, dejaban bastante que desear. Pero fray Ignacio estaba contentísimo con sus horribles sandalias, y con ellas caminaba horas y más horas, pese a los callos dolorosos y a las grietas sangrantes de los talones. «Para ir al cielo -pensaba- me sirven mejor estas sandalias que los suaves zapatos de gamuza o de charol».

La práctica perfecta de la pobreza franciscana requiere, además de la virtud, un talento y una habilidad poco comunes. Un fiel hijo de San Francisco se da cuenta, tras largas y profundas meditaciones sobre la relatividad de las cosas, de que los bienes de este mundo, las riquezas y los lujos, las comodidades y embelecos, no traen felicidad al alma, ni la llenan ni la satisfacen, sino que la acongojan y la emborrachan; mira a los avarientos y a los codiciosos como a niños engañados que coleccionan piedrecillas o papeles de colores; considera al dinero como al peor de los estorbos; y en cambio, la santa pobreza, el carecer hasta de lo que parece más indispensable, le parece una lotería que muy pocos alcanzan; siente el corazón siempre ágil y muchacho, perfectamente entrenado para la gran carrera de la santificación. Cuando un santo ve palacios y joyas, ricos vestidos y galas efímeras, en sus ojos no brilla la codicia sino la compasión. ¡Pobres los que necesitan tales cosas para creerse felices!

San Francisco de Asís, el maestro de fray Ignacio, fue el gran enamorado de esta virtud evangélica. En la vida de San Francisco, la palabra Pobreza está escrita siempre con mayúscula…
Otro tanto podríamos decir de la obediencia, de la castidad, de la humildad, virtudes difíciles, caminos ásperos por los que anduvo ágilmente nuestro joven capuchino, desde el noviciado hasta la muerte.

Del convento de San Benito, donde había hecho su noviciado y profesión religiosa, fray Ignacio fue mandado por sus superiores al convento de la ciudad de Iglesias, con el cargo de cocinero de aquella pequeña comunidad. Nada sabemos de sus conocimientos culinarios ni de su pericia y buena mano para manejar las ollas conventuales. En los conventos capuchinos la comida suele ser sana y suficiente, pero la técnica del oficio es anticuada e imperfecta, cosa que carece de importancia para quienes se han dedicado a la austeridad y a la mortificación. Sólo sabemos que fray Ignacio fue un excelente cocinero; que practicó su oficio con diligencia y con caridad; que todos estaban contentísimos de tenerle en la comunidad; y que, aun fuera del convento, la fama de sus virtudes se extendió rápidamente. Pero aquello duró muy poco tiempo. Los superiores se percataron de que en el joven religioso tenían una joya de inapreciable valor, y le destinaron al convento principal de la Provincia, al convento llamado de «Buoncammino», en la ciudad de Cagliari, donde permaneció hasta su muerte, salvo breves temporadas en otros conventos de la isla.
En aquellos tiempos, los conventos capuchinos importantes solían tener, para la confección de los hábitos y ropa de los religiosos, rústicos telares que abastecían las necesidades indumentarias de la Provincia respectiva. Fray Ignacio pasó algún tiempo en el telar de Cagliari, unos pocos meses nada más; y luego los superiores le encomendaron otro oficio de más horizontes y de mayores compromisos: el oficio de limosnero por las calles y casas de la ciudad, recolector de alimentos para la comunidad, proveedor de las necesidades materiales de sus hermanos.

En las ciudades y campos de Europa y de América todavía se ven, con cierta frecuencia, esos humildes y simpáticos hermanos legos capuchinos que recorren las casas de los amigos y devotos de la Orden franciscana, pidiendo limosna para la Comunidad. Los capuchinos no tenemos posesiones ni rentas; no comerciamos; no trabajamos en industrias. Vivimos del trabajo apostólico y de la caridad; somos mendigos y obreros en una pieza; y esa es nuestra característica franciscana, acierto genial de nuestro santo Fundador. ¡Qué bien se corre por los caminos espirituales, sin carga alguna sobre el corazón! ¡Qué agilidad se siente para amar a Dios y al prójimo y para huir de las vanidades mundanas!

Entre nuestros santos capuchinos, casi todos los que fueron hermanos legos se santificaron tanto dentro de los conventos como en medio de las calles y campos; casi todos fueron «limosneros». En ese oficio humildísimo y vergonzante se necesitan más virtudes y más valor que para ser general de un ejército o director de una empresa. Se necesita mucha prudencia, educación, castidad y modestia, humildad y caridad. Eso por lo menos… No vienen mal el don de gentes, la simpatía, la paciencia y el agradecimiento.
Todas estas cualidades adornaron el alma y acompañaron las actividades de nuestro fray Ignacio en los muchísimos años que ejercitó el oficio de limosnero por las calles de Cagliari. Se nos cuentan anécdotas sabrosas y edificantes; lo difícil para el escritor es seleccionar algunas más llamativas, dejando en la penumbra otras muchas que podrían interesar al lector.

Había en aquella ciudad un riquísimo comerciante y prestamista, muy poco querido de sus obligados clientes. Pero el limosnero capuchino pasaba siempre de largo por su puerta; jamás entraba a saludar al personaje ni a pedirle una ayuda para el convento. El comerciante se molestó grandemente al darse cuenta del desvío que le demostraba fray Ignacio; y un día fue al superior del convento y se quejó ante él de la poca educación del limosnero. El padre guardián le dio toda clase de excusas y satisfacciones; y mandó a fray Ignacio que en adelante visitara con frecuencia al rico comerciante. Obedeció el hermanito y se fue directamente a la casa de aquel hombre. La limosna, naturalmente, fue abundantísima. La alforja repleta y pesada llegó al convento sobre las curvadas espaldas de fray Ignacio; pero por el camino se vio un extraño reguero de sangre que había caído de la rica carga. Los que vieron aquella terrible raya roja por el largo suelo, se preguntaban qué podría significar tan extraordinario acontecimiento: tal vez fray Ignacio había llevado en sus alforjas un cordero degollado, tal vez un tarro de pintura roja, tal vez otra cosa misteriosa y desconocida… Al presentarse ante su superior, el santo limosnero le mostró su carga sanguinolenta, diciéndole: «Vea, Reverendo Padre, vea la sangre de los pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus riquezas…» Por toda la ciudad corrió la terrible noticia; y el rico negociante, tocado en el alma por el insólito milagro, se arrepintió de su avaricia, distribuyó sus bienes a los pobres, y en adelante vivió honestamente, sin ilícitas ganancias.

Otro caso todavía más prodigioso nos cuentan las crónicas. En la aldehuela de Sinnai vivía un matrimonio joven y piadoso, cuya única desgracia era el no haber tenido hijos después de dos años de unión. 
Oraciones, promesas, limosnas, nada había dado resultado: los niños no llegaban… Fray Ignacio, en sus correrías de limosnero, frecuentaba aquella casa, y consolaba a la pareja prometiéndoles sus oraciones y penitencias para que Dios les concediese aquella gracia tan anhelada. Un día, con toda claridad, les aseguró que Dios le había escuchado, y que muy pronto habría novedades en el hogar. Pero en los pueblos chicos los ojos suelen estar muy abiertos, las lenguas muy expeditas, las sospechas brotan oportuna e importunamente, y algunas vecinas poco delicadas comenzaron a propalar que el hermanito capuchino tendría algo que ver con el niño que se esperaba de un día para otro. El pueblo lo creyó a medias; cuando pasaba fray Ignacio por las calles y cuando entraba a la casa de los jóvenes esposos, estallaban a su paso las sonrisas maliciosas y los comentarios picantes y desvergonzados. Llegó por fin el hijo; se le bautizó solemnemente en la parroquia; fray Ignacio, que no ignoraba los rumores populares, asistió a la ceremonia; y de repente, en medio de un silencio impresionante, dirigiéndose a la criatura le preguntó con voz clara que todos pudieron oír: «Dime, niño, ¿quién es tu padre?» Los asistentes se apiñaron para contemplar la extraña escena; y todos pudieron ver al niño que con su dedito señalaba por tres veces a su verdadero padre allí presente. Las sospechas desaparecieron, y la fama de santidad de fray Ignacio no hizo sino aumentar considerablemente desde aquel memorable testimonio dado por el niño.

Los documentos y las crónicas de aquel tiempo no escatiman relatos prodigiosos, a veces exagerados y ridículos. Fray Ignacio vivió más de cincuenta años en la ciudad de Cagliari; llegó a ser el personaje más popular, el más querido, el más venerado. No pasaba día sin que las buenas gentes le «colgaran» algún cuento edificante, algún milagro portentoso, alguna aventura curiosa arreglada y desfigurada por el comentario repetido de boca en boca. De toda esa polvareda sale la figura de nuestro protagonista con ciertos rasgos inconfundibles que dibujan nítidamente su personalidad. Es muy difícil, en nuestros días, separar la paja del grano, saber donde termina la historia y donde comienza la fantasía. Pero a los santos no podemos medirlos con la vara corriente, ni juzgarlos con el criterio realista de los hechos tangibles y ordinarios. Dios les ha concedido gracias excepcionales; ha hecho, por su mediación, milagros que salen de todas las normas conocidas; ha adornado sus almas con carismas y con rasgos que desorientan y hacen sonreír a los incrédulos. A mí me place recoger lo pintoresco, la gracia de lo legendario, la poesía y el encanto de las historietas que los abuelos contaron a sus nietos. No me pidáis, en estas páginas, rigor histórico ni severidad de dómine; dejadme con los viejos cronicones y con el olor sabroso de los pergaminos.

La índole vulgarizadora y resumida de este libro no nos permite entrar en muchos pormenores edificantes ni en el examen prolijo de las virtudes de fray Ignacio. Con mucha pena tenemos que pasar como ráfagas por tantas páginas heroicas: por su fortaleza férrea en vencer pasiones y peligros; por su espíritu de justicia y de escrupulosa veracidad; por su inagotable caridad con pobres y ricos; por su acción pacificadora en disensiones pueblerinas o familiares; por sus penitencias y mortificaciones increíbles; por sus arrebatos místicos, éxtasis y visiones.

Entre ayunos y vigilias, entre cilicios y disciplinas espantables, fray Ignacio cultivó sus fragantes vergeles y se remontó a las alturas de la santidad.

Todas estas flores crecieron y dieron su penetrante perfume en un volcán de pasiones y en un matorral de peligros. No vayamos a creer que San Ignacio de Láconi fuese un bonachón para quien practicar el heroísmo diario resultara cosa de coser y cantar; por debajo de todas esas maravillas de perfección, había el vencimiento propio, el dominio difícil de todos los momentos, los repuntes de la maleza pasional; en una palabra, la carne y la piel, la sangre y los nervios, vivos y pujantes, sofrenados minuto a minuto, reprimidos victoriosamente con la gracia de Dios. Los santos no fueron figuritas de papel, sino formidables atletas en todas las disciplinas del espíritu. Se necesita más intrepidez para ser un buen capuchino que para ser un gran boxeador o un diestro futbolista…

En el convento de fray Ignacio, los otros religiosos le tuvieron siempre por un hombre de Dios. Le veían diariamente absorto en sus meditaciones, indefectible en sus obligaciones, penitente y caritativo como nadie, modelo de vida recogida y austera. Todos le miraban como a un modelo incomparable de virtud.
En la ciudad, su figura modesta pasaba dejando una claridad y una alegría de santidad. Parecía que jamás perdía el contacto con Dios, ni aun en medio del bullicio de las calles. Visitaba a los pobres y consolaba graciosamente a los atribulados; repartía entre los necesitados las limosnas recogidas, llevando al convento sólo una parte de su cosecha, porque había pedido permiso a sus superiores para dar todo lo que le pareciera conveniente; era amigo de viejos y de jóvenes, consejero de matrimonios, consuelo de enfermos, camarada de niños; y siempre su palabra y su ejemplo dejaban recuerdos y lecciones que difícilmente se borraban. Fray Ignacio era un predicador y un apóstol a su manera.

No solamente se predica en los púlpitos y en las iglesias; los santos llevan el púlpito a cuestas con su vida ejemplar, tienen la elocuencia irresistible de las buenas obras, persuaden, convencen, convierten, ablandan. Todo ello con poquísimas palabras, con tartamudeos de breves conversaciones, con miradas penetrantes, con oraciones fervientes y continuas. Dichosos aquellos que viven al lado de un santo y cultivan su amistad. Son como flores que crecen a la orilla del río; nunca les faltará el riego abundante, ni la sanidad y frescura del aire, ni la bondad de la tierra, ni los cuidados y desvelos del hortelano.

Así era nuestro fray Ignacio; así le conoció, durante más de medio siglo, la ciudad de Cagliari, y así le vieron todos los que acudían a él en busca de milagros, de oraciones o de consejos. Porque llegó a tanto la fama del capuchino, que casi no se hablaba de otra cosa en Cerdeña: él era el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos. Sin alharacas de ninguna especie, con una naturalidad encantadora, decía las cosas más tremendas: profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos, juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas, amenazas, mandatos o reproches. Penetraba las almas, el tiempo y el espacio, con su vista de lince iluminada por la gracia. Y el leguito capuchino no tenía pelos en la lengua cuando el espíritu del Señor venía sobre él. Hablaba con toda valentía; reprendía a gobernadores, alcaldes o jueces; se enfrentaba secamente con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban sus advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo que el siervo de Dios no se equivocaba jamás y que nunca decía palabra de más ni de menos.

Llevaba fama de santo y de sembrador de milagros; pero él, en su profunda humildad, se las arreglaba muy donosamente para ocultar esa gracia que Dios le había dado, acudiendo a la sencilla estratagema de envolver los milagros y curaciones instantáneas en prácticas de medicina popular y en chistosas ocurrencias. Muchos creían que era un hábil prestidigitador; otros le tenían por mago en ciencias ocultas; la mayoría reconocía que era un predilecto de Dios y un taumaturgo de la talla de un San Antonio de Padua o de un San Gregorio.

Para sanar a un pobre hombre que tenía rota la pierna o un horrible cáncer al hígado, fray Ignacio hacía una ferventísima oración pidiendo al Señor la curación del atribulado; después se remangaba los brazos, tocaba la herida o la parte afectada, y recetaba al enfermo, por ejemplo, un vaso de jugo de limón, o unas migas de pan, o un cocimiento de hierbas, o unos toques con un palo de escoba… Y añadía para disimular la milagrosa intervención: «Ésta es la última palabra de la cirugía moderna, al alcance de todos; pero ve a dar gracias a Dios y a la Virgen, confiésate y comulga en señal de gratitud, y no peques más».

Cuando fray Ignacio llegó a las cercanías de los 80 años, sus profundas arrugas, sus canas venerables, su evidente cansancio al subir las escaleras o al andar por las calles, indicaban que le quedaba poca vida.
Los habitantes de Cagliari, al verle pasar lentamente con sus alforjas al hombro, no se hacían ilusiones, y decían con triste voz: «El día menos pensado nuestro fray Ignacio se nos volará a los cielos».

En los primeros días de mayo de 1781, fue al convento de religiosas donde estaba su querida hermana Inés y se despidió de ella y de las otras monjas con alegrísimo talante, como el que emprende un viaje de placer. Se despidió también de varios amigos y bienhechores y les dejó algunos pobres regalitos: su bastón, su rosario, algunas modestas estampas y medallas de la Virgen. Y en aquellas despedidas del santo viejecito nadie pudo ver asomos de tristeza ni de angustia; fray Ignacio se reía, bromeaba con todos, manifestaba una serenidad inalterable; y su actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse de sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre».

El día 6 de mayo se acostó tranquilamente en su lecho de la enfermería del convento; ya sabía él que no iba a levantarse más. Se confesó con pausa y devoción; preguntó qué día de la semana era aquel; y al saber que era domingo, sacó las cuentas de los días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pidió el Viático y lo recibió con extraordinarias efusiones de fervor. El viernes 11 de mayo, en las primeras horas de la mañana, recibió la Extremaunción que él mismo solicitó; preguntó qué hora era, y dijo al padre guardián: «Todavía tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre; yo no moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las dos y media de la tarde, el enfermo expresó: «Me queda media hora de vida; me gustaría que viniese la Comunidad y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los religiosos emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde en el reloj cercano de la torre parroquial, fray Ignacio se sonrió y dijo a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es la hora…». Juntó las manos sobre el pecho y expiró.

Esta escena, que contada parece teatral, se desenvolvió naturalísimamente, como un hecho ordinario y cotidiano. Fray Ignacio murió como el que salta un pequeño arroyo agarrándose a la mano del que está en la otra orilla: un paso un poco más largo que los otros…

Sus funerales fueron memorables: mezcla de dolor intenso y de cortejo triunfal. Toda la ciudad de Cagliari tomó parte en la ceremonia; cerráronse las tiendas y las oficinas públicas; las calles se llenaron de curiosos y de devotos.

Y sobre la isla de Cerdeña se cernió largo tiempo un denso y consolador aire de tristeza: «Fray Ignacio ya no está con nosotros… Pero desde el cielo velará siempre por nuestra felicidad».

Desde el día de su muerte hasta el de su canonización, fray Ignacio de Láconi ha dado mucho que hablar, por los prodigios y milagros que se sucedían en su tumba o con sus reliquias. Y hasta el día presente su nombre anda envuelto y empapado en una perfumada atmósfera de anécdotas edificantes y de recuerdos gloriosos.

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Ignacio de Láconi, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 105-122.

(http://www.franciscanos.org/prudencio/ignacio.html)
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10 mayo, 2017

San Juan de Ávila



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 ¡Oh!, San Juan de Ávila, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo. Aquél, que, “Misionero
y de almas Director”, sobre vos, quiso Él, daros
sublime misión: guía ser de hombres y mujeres santos y
santas, y que, desde el sermón, la palabra y los hechos,
multitudes quedaron cautivadas y satisfechas con la fuerza
de vuestro corazón hecho palabra, que, en caro amor y
esperanza, desbrozabais ante aquellos, que, hasta ayer,
impíos y herejes eran, y todos convertidos, rodillas
en loza por horas puestas, al cielo clamaban de alegría,
y que, en mano vos, el Santo Crucifijo les acercabais,
junto con el tierno amor de María Santísima. Muchos
sacerdotes os seguían, para ayudaros a confesar y hacer
catequesis para los niños y administrar los sacramentos.
Ricos y pobres, jóvenes y viejos, a escucharos acudían
pues de vos, dimanaban sabrosos trozos de cielo y miel
de vida. Vuestra devoción a Nuestra Señora, os hacía
exclamar: “Más preferiría vivir sin piel, que vivir sin
devoción a la Virgen María”. Fundasteis muchos colegios
y ayudabais mucho a las universidades católicas. Vuestra
autoridad y vuestro ascendiente grande y considerado
era en todas partes. Y, así fue, hasta el día aquél,
en que, agonizante respondisteis, invitado por Dios Padre,
al cielo anhelado, y visteis como un sacerdote os trataba
con especial veneración y le dijisteis: “Padre, tráteme
como a un miserable pecador, porque eso es lo que he sido
y nada más”. Entonces tomando el crucifijo entre vuestras
santas manos, exclamasteis: “Dios mío, si, sí te parece
bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!”. “Jesús y
María” “Jesús y María”. Y, luego vuestra santa alma, voló
al cielo, para coronada ser, con justicia, con corona
de luz; como justo premio a vuestra entrega de amor y fe,
“De todos los sacerdotes españoles Santo Patrono y Guía”;
¡oh!, San Juan de Ávila; “vivo amor, fe y luz de Dios”.



© 2017 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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10 de Mayo
San Juan de Avila
Misionero y Director de Almas
(1569)


Juan significa: “Dios es misericordioso”. San Juan de Avila tuvo el privilegio de ser amigo y consejero de seis santos: San Ignacio de Loyola, Santa Teresa, San Juan de Dios, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara y Fray Luis de Granada. Dicen que él es la figura más importante del clero secular español del siglo 16.

Nació en el año 1500. De una familia muy rica, al morir sus padres repartió todos sus bienes entre los pobres y después de tres años de oración y meditación se decidió por el sacerdocio. Estudió filosofía y teología en la Universidad de Alcalá y allá hizo amistad con el Padre Guerrero que fue después arzobispo de Granada y su amigo de toda la vida.

Desde el principio de su sacerdocio demostró una elocuencia extraordinaria. El pueblo acudía en gran número a escuchar sus sermones donde quiera que él iba a predicar. Cada predicación la preparaba con cuatro o más horas de oración de rodillas. A veces pasaba la noche entera ante un crucifijo o ante el Santísimo Sacramento encomendando la predicación que iba a hacer después a la gente. Y los resultados eran formidables. Los pecadores se convertían a montones. A sus discípulos les decía: “Las almas se ganan con las rodillas”. A uno que le preguntaba como hacer para lograr convertir a alguna persona en cada sermón, le dijo: “¿Y es que Ud. espera convertir en cada sermón a alguna persona?”. “No, ¡eso no!”, respondió el otro. “Pues por eso es que no los convierte”, le dijo el santo, “porque para poder obtener conversiones hay que tener fe en que sí se conseguirán conversiones. ¡La fe mueve montañas!.”

A otro que le preguntaba cuál era la principal cualidad para poder llegar a ser un buen predicador, le respondió: “La principal cualidad es: ¡amar mucho a Dios!”. Pidió viajar de misionero a América del sur, pero su amigo el Arzobispo de Granada le dijo: “Aquí en España también hay muchos a quienes misionar y evangelizar. ¡Quédese predicando entre nosotros!”. Le obedeció y se dedicó a predicar por Andalucía, por todo el sur de España. Y las conversiones que conseguía eran asombrosas. Su predicación era fuerte. No prometía vida en paz a quienes querían vivir en paz con sus pecados, pero animaba enormemente a todos los que deseaban salir de su anterior vida de pecado. Un gran número de sacerdotes le seguía para ayudarle a confesar y colaborarle en la catequesis de los niños y en la administración de los sacramentos. Ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos acudían con gusto a escucharle.

Dios le concedió a San Juan de Avila la cualidad especialísima de ejercer un gran ascendiente sobre los sacerdotes. Por eso el Sumo Pontífice lo ha nombrado “Patrono de los sacerdotes españoles”. Bastaba con que lo vieran celebrar misa o le oyeran un sermón para que los sacerdotes quedaran muy agradablemente impresionados de su modo de obrar y predicar. Y después en sus sermones, ellos estaban allá entre el público oyéndole con gran atención. El sabio escritor Fray Luis de Granada se colocaba cerca de él, lápiz en mano, e iba escribiendo sus sermones. De cada sermón del santo, sacaba el material para predicar luego diez sermones. Los sacerdotes decían que el Padre Juan de Avila predicaba como si estuviera oyendo al mismo Dios.

Fue reuniendo grupos de sacerdotes y por medio de hacerles meditar en la Pasión de Jesucristo y en la Eucaristía y de rezar y recibir los sacramentos, los iba enfervorizando y después los enviaba a predicar. Y los frutos que conseguía eran inmenoss. Unos 30 de esos sacerdotes se hicieron después Jesuitas. Otros colaboraron con la reforma que San Juan de la Cruz y Santa Teresa hicieron de los padres Carmelitas y muchos más llenaron de buenas obras las parroquias con su gran fervor.

Un día en Granada, mientras San Juan de Avila pronunciaba un gran sermón, de pronto se oyó en el templo un grito fortísimo. Era San Juan de Dios que había sido antes militar y comerciante y que ahora se convertía y empezaba una vida de santidad admirable. En adelante San Juan de Dios tendrá siempre como consejero al Padre Juan de Avila, a quien atribuirá su conversión.

Los enemigos y envidiosos lo acusaron de que su predicación era demasiado miedosa y de que se proponía hacer que las gentes fueran demasiado espirituales. Y el santo fue llevado a la cárcel y allí estuvo de 1532 a 1533. Aprovechó su prisión para meditar más y crecer en santidad. Cuando se le reconoció su inocencia y fue sacado de la prisión el pueblo lo ovacionó como a un héroe.

A muchas personas les dio dirección espiritual por medio de cartas. Después reunió una colección de esas cartas y las publicó con el título de “Oye hija” y fue un libro muy afamado y que hizo gran bien a los lectores.
Su devoción a la Virgen era tan grande que lo hacía exclamar: “Más preferiría vivir sin piel, que vivir sin devoción a la Virgen María”. Fundó más de diez colegios y ayudaba mucho a las universidades católicas. Su autoridad y su ascendiente eran muy grandes en todas partes.

Sus últimos 17 años fueron de enormes sufrimientos por su salud que era muy deficiente. En él se cumplía aquello que dijo Jesús: “Mi Padre, al árbol que más quiere, más lo poda, para que produzca mayor fruto”. Pero aunque sus padecimientos eran muy intensos, no por eso dejaba de recorrer ciudades y pueblos predicando, confesando, dando dirección espiritual y edificando a todos con su vida de gran santidad. Tres temas le llamaban mucho la atención para predicar: la Eucaristía, el Espíritu Santo y la Virgen María.

Una de sus cualidades más admirables era su gran humildad. A pesar de sus brillantes éxitos apostólicos, siempre se creía un pobre y miserable pecador. Cuando estaba agonizante vio que un sacerdote lo trataba con muy grande veneración y le dijo: “Padre, tráteme como a un miserable pecador, porque eso es lo que he sido y nada más”.

Cuando en su última enfermedad los dolores arreciaban, apretaba el crucifijo entre sus manos y exclamaba: “Dios mío, si sí te parece bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!”. El 10 de mayo del año 1569, diciendo “Jesús y María” murió santamente. Fue beatificado en 1894 y el Papa Pablo VI lo declaró santo en 1970.

Petición

San Juan de Avila: tú que con tus sermones lograste tantas conversiones de pecadores, alcánzanos del Señor Dios, que también nosotros nos convirtamos.

(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Juan_de_Avila_5_10.htm)

09 mayo, 2017

San Pacomio

 
 
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¡Oh!, San Pacomio, vos, sois el hijo del Dios de la vida y
su amado Abad y santo, que, con vuestra vida de ermitaño
y vuestras mortificaciones de abstinencia, ayuno y vigilia,
en práctica, pusisteis el “Evangelio vivo” de Jesús. Y, así,
a los monjes vuestros educasteis, a la vida en común,
en vuestra “koinonía”, imitando a los santos apóstoles
en réplica de Jerusalén. Vuestra vida humilde y ascética,
entregasteis a la gente de vuestro tiempo. Las arenas
del desierto, saben mucho de vos, hasta la voz misteriosa
que, en la helada noche, escuchasteis y os invitó a quedaros
en aquél lugar, por siempre. Vos, iniciador de la vida
en común sois, donde el amor, la disciplina y la autoridad
reemplazó a la anarquía de los anacoretas. Así, dejasteis
vuestra huella esparcida en el desierto, y do quiera que
vuestra tumba esté, Dios os premió con justicia, coronándoos
de luz como premio a vuestra grande entrega de amor y fe;
¡oh!, San Pacomio, “viva Koinonía de Dios en el desierto”.


© 2017 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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9 de Mayo
San Pacomio
Abad


La extraordinaria vida de los ermitaños, con sus mortificaciones a veces exageradas y con aquella especie de encarnizamiento en sobrecargarse de abstinencias, ayunos, vigilias, era verdaderamente la traducción práctica del Evangelio. Su soledad podía de hecho tapar el engaño de sus extravagancias y de su orgullo.

Para eliminar este peligro un monje egipcio del siglo IV, San Pacomio, tuvo la idea de una nueva forma de monaquismo: el cenobitismo, o la vida en común, donde la disciplina y la autoridad reemplazaba la anarquía de los anacoretas.

Educó a sus monjes a la vida en común, constituyendo, poco lejos de las riberas del Nilo, la primera “koinonía”, una comunidad cristiana, a imitación de la fundada por los apóstoles en Jerusalén, basada en la comunión en la oración, en el trabajo y en el alimento y concretada en el servicio recíproco. El documento fundamental que regulaba esta vida era la Sagrada Escritura, que el monje aprendía de memoria y recitaba en voz baja durante el trabajo manual. Esta era también la forma principal de oración: un contacto con Dios mediante el sacramento de la Palabra.

San Pacomio nació en el Alto Egipto el año 287, de padres paganos. Enrolado a la fuerza en el ejército Imperial a la edad de 20 años, acabó en prisión en Tebas con todos los reclutas. Protegidos por la oscuridad, por la noche los cristianos les llevaban un poco de alimento. El gesto de los desconocidos conmovió a Pacomio, quien preguntó quién los incitaría a traer esto. “El Dios de los cielos” fue la respuesta de los cristianos. Aquella noche Pacomio rezó al Dios de los cristianos que lo liberara de las cadenas, prometiéndole a cambio dedicar su propia vida a su servicio.

Tan pronto recobró su libertad cumplió el voto uniéndose a una comunidad cristiana de una aldea del sur, la actual Kasr-es-Sayad en donde tuvo instrucción necesaria para recibir el bautismo.

Por algún tiempo llevó una vida de asceta entregándose al servicio de la gente del lugar, después se puso por siete años bajo la guía de un monje anciano, Palamone. Durante un paréntesis de soledad en el desierto una voz misteriosa lo invitó a establecer su residencia en aquel lugar, al cual después habrían llegado numerosos discípulos. A la muerte de Pacomio, los monasterios masculinos eran nueve, más uno femenino.

Del santo se desconoce el lugar de la sepultura, pues en su lecho de muerte dijo al discípulo Teodoro que escondiera sus restos para evitar que sobre su tumba edificaran una iglesia, a imitación de los “martyrion” o capillas construidas en las tumbas de los mártires.

(http://es.catholic.net/santoraldehoy/)

08 mayo, 2017

San Victor el Moro


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8 de mayo San Victor el Moro Mártir
Por: Alban Butler | Fuente: Vida de los Santos

Martirlogio Romano: En Milán, en la región de Liguria, conmemoración de san Víctor, mártir, el cual, originario de Mauritania, era soldado del ejército imperial, y al imponer el emperador Maximiano la obligación de sacrificar a los ídolos, depuso sus armas, por lo que le llevaron a la ciudad de Lodi, donde fue decapitado († c. 303).
 
Breve Biografía

San Ambrosio dice que san Víctor era uno de los patronos de Milán, junto con san Félix y san Nabor. Según la tradición, san Víctor era originario de Mauritania; por ello se le llamó Mauro o Moro, para distinguirle de otros confesores del mismo nombre. Fue cristiano desde su juventud, formó parte de la guardia pretoriana y fue hecho prisionero cuando era ya muy anciano. Después de soportar crueles torturas, fue decapitado en Milán, hacia el año 303, durante el reinado de Maximiano.

Por orden del obispo san Materno, su cuerpo fue enterrado junto a un bosquecito, donde más tarde se construyó una iglesia. San Gregorio de Tours afirma que Dios glorificó la tumba del mártir con numerosos milagros. San Carlos Borromeo, en 1576, trasladó las reliquias de san Víctor a la nueva iglesia de los monjes olivetanos, que todavía lleva el nombre del mártir. En las Actas de San Víctor, como de costumbre, se acumulan los acontecimientos fantásticos. Por ejemplo, se cuenta que el plomo derretido que le vertieron sobre la cabeza, se enfrió instantáneamente al contacto de su piel y no le causó ningún daño. Pero la existencia real del martirio de san Víctor y del culto que se le profesó en Milán desde muy antiguo, está fuera de duda.

(http://www.es.catholic.net/op/articulos/57502/victor-el-moro-santo.html)

07 mayo, 2017

Día litúrgico: Domingo IV (A) de Pascua


 
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Texto del Evangelio (Jn 10,1-10): En aquel tiempo, dijo Jesús: «En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños».

Jesús les dijo esta parábola, pero ellos no comprendieron lo que les hablaba. Entonces Jesús les dijo de nuevo: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia».

«Yo soy la puerta de las ovejas»
P. Pere SUÑER i Puig SJ
(Barcelona, España)


Hoy, en el Evangelio, Jesús usa dos imágenes referidas a sí mismo: Él es el pastor. Y Él es la puerta. Jesús es el buen pastor que conoce a las ovejas. «Las llama una por una» (Jn 10,3). Para Jesús, cada uno de nosotros no es número; tiene con cada uno un contacto personal. El Evangelio no es solamente una doctrina: es la adhesión personal de Jesús con nosotros.

Y no sólo nos conoce personalmente. También personalmente nos ama. “Conocer”, en el Evangelio de san Juan, no significa simplemente un acto del entendimiento, sino un acto de adhesión a la persona conocida. Jesús, pues, nos lleva en su Corazón a cada uno. Nosotros también lo hemos de conocer así. Conocer a Jesús no implica solamente un acto de fe, sino también de caridad, de amor. «Examinaos si conocéis —nos dice san Gregorio Magno, comentando este texto— si le conocéis no por el hecho de creer, sino por el amor». Y el amor se demuestra con las obras.

Jesús es también la puerta. La única puerta. «Si uno entra por mí, estará a salvo» (Jn 10,9). Y poco más allá recalca: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Hoy, un ecumenismo mal entendido hace que algunos se piensen que Jesús es uno de tantos salvadores: Jesús, Buda, Confucio…, Mahoma, ¡qué más da! ¡No! 

Quien se salve se salvará por Jesucristo, aunque en esta vida no lo sepa. Quien lucha por hacer el bien, lo sepa o no, va por Jesús. Nosotros, por el don de la fe, sí que lo sabemos. Agradezcámoslo. Esforcémonos por atravesar esta puerta, que, si bien es estrecha, Él nos la abre de par en par. Y demos testimonio de que toda nuestra esperanza está puesta en Él.

(http://evangeli.net/evangelio)

06 mayo, 2017

Santo Domingo Savio

 

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¡Oh!, Santo Domingo Savio, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo, que adorabais a ¨Jesús
Eucaristía” y lo imitabais con ardor de corazón, y a
María, la amabais con entrega total. Decíais vos, a
menudo: “Si vosotros sois santos, alegres estad siempre”.
Y, claro, tanto y más, como vos, lo hacíais a diario.
Vuestra corta y santa vida, era toda amabilidad, cortesía
y alegría, diciendo a menudo vos: “Prefiero morir antes
que pecar”. Mamá Margarita, la madre de San Juan Bosco,
le dijo un día a él: “Entre tus alumnos tienes muchos
que son maravillosamente buenos. Pero ninguno iguala en
virtud y en santidad a Domingo Savio. Nadie tan alegre y
tan piadoso como él, y ninguno tan dispuesto siempre a
ayudar a todos y en todo”.
Por tres años ganasteis
el Premio de Compañerismo, por votación popular entre 
todos los ochocientos alumnos. Ellos, se admiraban de veros
siempre alegre, amable, y servicial con todos. Vos repetíais
“Nosotros demostramos la santidad, estando siempre alegres”.
Un día, después de confesaros, comulgar y recibir la Unción 
de los enfermos, sentisteis que partíais al cielo y exclamasteis: 
“Papá, papá, qué osas tan hermosas veo”. Y, sonriendo 
expirasteis en paz. A los ocho días, aparecisteis a vuestro padre y 
le dijisteis que salvo era, luego a San Juan Bosco, rodeado 
de muchos jóvenes le dijisteis: “Lo que más me consoló a 
la hora de la muerte fue la presencia de la Santísima Virgen 
María. Recomiéndele a todos que le recen mucho y con fervor.
Y, dígales a los jóvenes que los espero en el Paraíso”. Y,
San Juan Bosco, os escuchó admirado, y escribió sobre vos,
el fiel retrato de vuestro amor a Jesús y María, y testimoio
de oro, para nuestra familia, los jóvenes y los mayores.
Hoy, desde el cielo, alumbráis el sendero de los jóvenes
del mundo, que os aman, porque vos, en vuestra corta vida,
entregasteis todo de sí, y con justicia Dios os coronó
de luz, por vuestra maravillosa y gran entrega de amor y fe;
¡oh!, Santo Domingo Savio, “viva consagración al Dios Vivo”.

 
© 2017 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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06 de Mayo
Santo Domingo Savio
Estudiante
(1857)


Historia

Domingo significa: El que está consagrado al Señor.

Entre los miles de alumnos que tuvo el gran educador San Juan Bosco, el más famoso fue Santo Domingo Savio, joven estudiante que murió cuando apenas le faltaban tres semanas para cumplir sus 15 años.


Nació Domingo Savio en Riva de Chieri (Italia) el 2 de abril de 1842. Era el mayor entre cinco hijos de Ángel Savio, un mecánico muy pobre, y de Brígida, una sencilla mujer que ayudaba a la economía familiar haciendo costuras para sus vecinas.Desde muy pequeñín le agradaba mucho ayudar a la Santa Misa como acólito, y cuando llegaba al templo muy de mañana y se encontraba cerrada la puerta, se quedaba allí de rodillas adorando a Jesús Eucaristía, mientras llegaba el sacristán a abrir.


El día anterior a su primera confesión fue donde la mamá y le pidió perdón por todos los disgustos que le había proporcionado con sus defectos infantiles. El día de su primera comunión redactó el famoso propósito que dice: “Prefiero morir antes que pecar”.


A los 12 años se encontró por primera vez con San Juan Bosco y le pidió que lo admitiera gratuitamente en el colegio que el santo tenía para niños pobres. Don Bosco para probar que tan buena memoria tenía le dio un libro y le dijo que se aprendiera un capítulo. Poco tiempo después llegó Domingo Savio y le recitó de memoria todo aquel capítulo. Y fue aceptado. Al recibir tan bella noticia le dijo a su gran educador: “Ud. será el sastre. Yo seré el paño. Y haremos un buen traje de santidad para obsequiárselo a Nuestro Señor”. 
Esto se cumplió admirablemente.


Un día le dijo a su santo confesor que cuando iba a bañarse a un pozo en especial, allá escuchaba malas conversaciones. El sacerdote le dijo que no podía volver a bañarse ahí. Domingo obedeció aunque esto le costaba un gran sacrificio, pues hacía mucho calor y en su casa no había baño de ducha. Y San Juan Bosco añade al narrar este hecho: “Si este jovencito hubiera seguido yendo a aquel sitio no habría llegado a ser santo”. Pero la obediencia lo salvó.


Cierto día dos compañeros se desafiaron a pelear a pedradas. Domingo Savio trató de apaciguarlos pero no le fue posible. Entonces cuando los dos peleadores estaban listos para lanzarse las primeras piedras, Domingo se colocó en medio de los dos con un crucifijo en las manos y les dijo: “Antes de lanzarse las pedradas digan: ”. Los dos enemigos se dieron la mano, hicieron las paces, y no se realizó la tal pelea.


Por muchos años recordaban con admiración este modo de obrar de su amiguito santo. Cada día Domingo iba a visitar al Santísimo Sacramento en el templo, y en la santa Misa después de comulgar se quedaba como en éxtasis hablando con Nuestro Señor. Un día no fue a desayunar ni a almorzar, lo buscaron por toda la casa y lo encontraron en la iglesia, como suspendido en éxtasis. No se había dado cuenta de que ya habían pasado varias horas. Tanto le emocionaba la visita de Jesucristo en la Santa Hostia.


Por tres años se ganó el Premio de Compañerismo, por votación popular entre todos los 800 alumnos. Los compañeros se admiraban de verlo siempre tan alegre, tan amable, y tan servicial con todos. El repetía: “Nosotros demostramos la santidad, estando siempre alegres”.


Con los mejores alumnos del colegio fundó una asociación llamada “Compañía de la Inmaculada” para animarse unos a otros a cumplir mejor sus deberes y a dedicarse con más fervor al apostolado. Y es curioso que de los 18 jóvenes con los cuales dos años después fundó San Juan Bosco la Comunidad Salesiana, 11 eran de la asociación fundada por Domingo Savio.


En un sueño – visión, supo que Inglaterra iba a dar pronto un gran paso hacia el catolicismo. Y esto sucedió varios años después al convertirse el futuro cardenal Newman y varios grandes hombres ingleses al catolicismo.


Otro día supo por inspiración que debajo de una escalera en una casa lejana se estaba muriendo una persona y que necesitaba los últimos sacramentos. El sacerdote fue allá y le ayudó a bien morir.


Al corregir a un joven que decía malas palabras, el otro le dio un bofetón. Domingo se enrojeció y le dijo: “Te podía pegar yo también porque tengo más fuerza que tú. Pero te perdono, con tal de que no vuelvas a decir lo que no conviene decir”. El otro se corrigió y en adelante fue su amigo.


Un día hubo un grave desorden en clase. Domingo no participó en él, pero al llegar el profesor, los alumnos más indisciplinados le echaron la culpa de todo. El profesor lo regañó fuertemente y lo castigó. Domingo no dijo ni una verdad, el profesor le preguntó por qué no se había defendido y él respondió: “Es que Nuestro Señor tampoco se defendió cuando lo acusaron injustamente. Y además a los promotores del desorden sí los podían expulsar si sabían que eran ellos, porque ya han cometido faltas. En cambio a mí, como era la primera falta que me castigaban, podía estar seguro de que no me expulsarían”.


Muchos años después el profesor y los alumnos recordaban todavía con admiración tanta fortaleza en un niño de salud tan débil.


La madre de San Juan Bosco, mamá Margarita, le decía un día a su hijo: “Entre tus alumnos tienes muchos que son maravillosamente buenos. Pero ninguno iguala en virtud y en santidad a Domingo Savio. Nadie tan alegre y tan piadoso como él, y ninguno tan dispuesto siempre a ayudar a todos y en todo”.


San Juan Bosco era el santo de la alegría. Nadie lo veía triste jamás, aunque su salud era muy deficiente y sus problemas enormes. Pero un día los alumnos lo vieron extraordinariamente serio. ¿Qué pasaba? Era que se alejaba de su colegio el más amado y santo de todos sus alumnos: Domingo Savio. Los médicos habían dicho que estaba tosiendo demasiado y que se encontraba demasiado débil para seguir estudiando, y que tenía que irse por unas semanas a descansar en su pueblo. Cada mes, en el Retiro Mensual se rezaba un Padrenuestro por aquel que habría de morir primero. Domingo les dijo a los compañeros: “el Padrenuestro de este mes será por mí”. Nadie se imaginaba que iba a ser así, y así fue. Cuando Dominguito se despidió de su santo educador que en sólo tres años de bachillerato lo había llevado a tan grande santidad, los alumnos que lo rodeaban comentaban: “Miren, parece que Don Bosco va a llorar”.


– Casi que se podía repetir aquel día lo que la gente decía de Jesús y un amigo suyo: “¡Mirad, cómo lo amaba!”. Domingo Savio estaba preparado para partir hacia la eternidad. Los médicos y especialistas que San Juan Bosco contrató para que lo examinaran comentaban: “El alma de este muchacho tiene unos deseos tan grandes de irse a donde Dios, que el débil cuerpo ya no es capaz de contenerla más. Este jovencito muere de amor, de amor a Dios”. Y así fue.


El 9 de marzo de 1857, cuando estaba para cumplir los 15 años, y cursaba el grado 8º. De bachillerato, Domingo, después de confesarse y comulgar y recibir la Unción de los enfermos, sintió que se iba hacia la eternidad. Llamó a su papacito a que le rezara oraciones del devocionario junto a su cama (la mamacita no se sintió con fuerzas de acompañarlo en su agonía y se fue a llorar a una habitación cercana). Y a eso de las 9 de la noche exclamó: “Papá, papá, qué cosas tan hermosas veo” y con una sonrisa angelical expiró dulcemente. A los ocho días su papacito sintió en sueños que Domingo se le aparecía para decirle muy contento que se había salvado. Y unos años después se le apareció a San Juan Bosco, rodeado de muchos jóvenes más que están en el cielo. Venía hermosísimo y lleno de alegría. Y le dijo: “Lo que más me consoló a la hora de la muerte fue la presencia de la Santísima Virgen María. Recomiéndele a todos que le recen mucho y con gran fervor. Y dígales a los jóvenes que los espero en el Paraíso”.


Hagamos el propósito de conseguir la hermosa Biografía de Santo Domingo, escrita por San Juan Bosco. Y hagámosla leer en nuestra familia a jóvenes y mayores. A todos puede hacer un gran bien esta lectura.

Domingo: ¡Quiero ser como tú!.

(http://www.ewtn.com/SPANISH/Saints/Domingo_Savio_5_6.htm)

05 mayo, 2017

Santa Judit


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5 de Mayo Santa Judit


El libro de Judit, contenido en el Antiguo Testamento, ensalza a una mujer, a Judit ya que, gracias a ella, a su coraje y valor y también a su astucia, una vez más el pueblo judío vence a sus enemigos. Muestra como Dios, a menudo, escoge a los, aparentemente más débiles, para conseguir los propósitos más difíciles. Para los judíos y protestantes es un libro apócrifo y para los católicos deuterocanónico. No sabemos en qué idioma fue escrito, aunque sí se puede decir que la base de la versión griega, sin duda, era hebrea y que parece, según todos los indicios, que su autor pudo haber sido un fariseo palestino.

De todas maneras nos encontramos con una serie de anacronismos o errores históricos y geográficos tanto en los hechos de los personajes como en la ubicación. Para empezar se habla de Nabucodonosor como rey de Asiria cuando lo fue de Babilonia y, por poner otro ejemplo, la ciudad de Betulia, en donde suceden los hechos, es imposible de localizar, al margen de que las acciones de Holofernes son también difíciles de ubicar. No obstante, no es éste seguramente el propósito del autor del libro, a quien ni la historia ni la geografía parecen preocuparle mucho; más bien pretende ponderar las acciones de una mujer que se convierte en la estrella indiscutible del relato. No obstante, ésta aparece en el capítulo octavo. El autor anónimo quiere preparar al lector y presentarle una serie de acciones malvadas en los siete primeros capítulos para ponerlo del lado de Judit y justificar los medios que emplea, no demasiado morales, para salvar al pueblo judío. Holofernes, el general de Nabuconosor, es la personificación del mal y de los instintos más perversos, luego es justo, según el narrador, que le ocurra lo que le ocurre al final y es justo que Judit sea la protagonista de la hazaña.

Algunos pueblos se niegan a apoyar la campaña de Nabucodonosor y éste envía a su general Holofernes a que los haga capitular, a que inclinen la cabeza ante el poder del rey todopoderoso. Todos lo hacen, excepto el pueblo escogido. Y aquí es donde entra en acción Betulia, el lugar en el que vive Judit:

“Todos los hijos de Israel clamaron con gran instancia a Dios y se humillaron con gran fervor¸ ellos, sus mujeres y sus hijos, todos los extranjeros o jornaleros, y sus esclavos vistiéronle de saco. Todos los israelitas, las mujeres y los niños, los moradores de Jerusalén, se postraron ante el santuario, cubrieron de ceniza sus cabezas, mostraron sus sacos ante el Señor y revistieron de saco el altar. Todos a una clamaron al Dios de Israel, pidiéndole con ardor que no entregase al saqueo sus hijos, ni diese sus mujeres en botín, ni las ciudades de su heredad a la destrucción, ni al santuario a la profanación y el oprobio, regocijando a los gentiles” (4, 9-12).

Betulia prepara la resistencia porque no quiere sucumbir ante la opresión del tirano y Holofernes, bravucón, piensa que no será difícil para él destruir tan minúscula población que osa oponerse a sus planes. El general Aquior, general de los ammonitas, intenta que Holofernes no ataque Betulia y para ello le recuerda las gestas del pueblo judío, el escogido por Dios; pero no hay nada que hacer puesto que Holofernes está ciego por la ira y declara que para él no hay más Dios que Nabucodonosor. Aquior habla así:

“¿Hay escándalo en este pueblo? Si hay en él alguna culpa o pecado contra su Dios, entonces subamos, que los derrotaremos. Pero si no hubiese en ellos iniquidad, pase de largo mi señor, porque su Dios los protegerá y será con ellos, y vendremos a ser objeto de oprobio ante toda su tierra” (5, 20-21).

Holofernes, pues, como si de una Numancia se tratara, cerca Betulia y la deja sin agua. Muchos de los pobladores, ante la sed, piden que se rinda la ciudad y es en ese momento cuando aparece Judit en el relato, una viuda joven y guapa, que vive de manera honesta y que, cuando se entera de que Betulia va a ser entregada, se presenta en el consejo de ancianos y les echa en cara que hayan perdido la fe y que tan pronto se rindan:

“Vivía en su casa Judit, guardando su viudez hacía tres años y cuatro meses. Habíase hecho un cobertizo en el terrado de la casa y llevaba saco a la cintura, debajo de los vestidos de su viudez. Ayunaba todos los días, fuera de los sábados, novilunios, las solemnidades y días de regocijo en casa de Israel. Era bella de formas y de muy agradable presencia. Su marido, Manasés, le había dejado oro y plata, siervos y siervas, ganados y campos, que ella por sí administraba. Nadie podía decir de ella una palabra mala, porque era muy temerosa de Dios” (8, 4-8).

La voz de Judit resuena como una campana en el consejo ya que la mujer, cual una profeta, les recuerda que no hay que perder la esperanza en Dios. Nunca:

“Y ahora, hermanos, mostremos a nuestros conciudadanos que de nosotros pende no sólo nuestra vida, sino que el santuario, el templo y el altar sobre nosotros se apoyan. Demos gracias al Señor, nuestro Dios, que nos prueba igual que a nuestros padres” (8, 24-25).

Y es entonces cuando ella sola maquina el final de Holofernes y decide cortarle la cabeza. Para ello hace penitencia y pide a Dios la fuerza necesaria para lograrlo:

“Escuchadme. Yo me propongo realizar una hazaña que se recordará de generación en generación entre los hijos de nuestra raza” (8, 32).

“Judit, postrándose rostro a tierra, echó ceniza sobre su cabeza y descubrió el cilicio que llevaba ceñido” (9, 1).

Así ruega Judit a Dios:

“Haz que todo tu pueblo y cada una de sus tribus reconozca y sepa que tú eres el. Dios de toda fortaleza y poder y que no hay otro fuera de ti que proteja al linaje de Israel” (9, 14).

A continuación se acicala, se pone sus mejores galas, se convierte en una mujer de bandera, atractiva y apetecible:

“… bañó en agua su cuerpo, se ungió con ungüentos, aderezó los cabellos de su cabeza, púsose encima la mitra, se vistió el traje de fiesta con se adornaba cuando vivía su marido Manasés, calzóse las sandalias, se puso los brazaletes, ajorcas, anillos y aretes y todas sus joyas y quedó tan ataviada que seducía los ojos de cuentos hombres la miraban” (10, 3-4).

Vestida así se dirige al campamento de Holofernes para insinuarse al general quien sucumbe a sus encantos. Dice haber huido de su pueblo y ser su esclava, miente sin pudor ante Holofernes quien la invita a un banquete y, cuando todos se retiran, embriagados y cansados, Judit, en un momento de especial dramatismo en el relato, se acerca a Holofernes y, después de encomendarse a Dios, le asesta dos golpes en el cuello y le corta la cabeza. Previamente lo ha embriagado hasta el punto de robarle la voluntad. Después, entrega la cabeza a la criada que la ha acompañado en semejante aventura y, juntas, vuelven a su casa:

“Y con toda su fuerza le hirió dos veces en el cuello, cortándole la cabeza. Envolvió el cuerpo en las ropas del lecho, quitó las columnas del dosel y, tomándolo, salió en seguida, entregando a la sierva la cabeza de Holofernes, que ésta echó en la alforja de las provisiones, y ambas salieron juntas como de costumbre” (13, 8-10).

Cuando los asirios descubren a su general decapitado, se conmocionan y no saben cómo reaccionar. Se sienten débiles y el ejército israelita los derrota con facilidad:

“En cuanto despertó la aurora, colgaron del muro la cabeza de Holofernes y todos los hombres de Israel tomaron sus armas y en escuadrones salieron a las subidas del monte” (14, 11).

Judit es ensalzada como la heroína del pueblo y la victoria se celebra durante tres meses. Judit envía al templo el botín que había logrado en la tienda de Holofernes y se retira de nuevo a su vida tranquila y sin sobresaltos, pero antes entona un Cántico de gracias a Dios que le ha dado fuerzas para llevar a cabo tamaña acción (capítulo 16). No quiere volver a casarse, aunque no le faltan proposiciones. Parece que, según dice el autor, vivió 105 años, una edad considerable. Judit, además, concedió la libertad a su criada, a la que la acompañó a la tienda de Holofernes y, antes de morir, distribuyó sus bienes entre sus parientes y los de su marido. Murió en Betulia y fue enterrada con su marido. Su pueblo la lloró por siete días:

“En los días de Judit, y por mucho tiempo después de su muerte, no hubo nadie que infundiese temor a los hijos de Israel” (16, 30).

Ahora bien, si tratamos la figura de Judit desde nuestra perspectiva nos llevamos las manos a la cabeza puesto que todo lo hizo de manera poco moral: mintió, engañó, sedujo y asesinó a un hombre indefenso, por muy malvado que fuese. Judit aplica aquella sentencia de “el fin justifica los medios” y lo hace con total entrega. Por lo tanto, Judit parece ser un ejemplo de conducta violenta; no obstante no debemos caer en ese error y ver a la heroína judía con los ojos actuales, puesto que el libro que nos habla de su gesta no es una narración sin más, sino un tratado religioso, un ejemplo del triunfo de Dios sobre todas las cosas, más bien se trata de un libro metafórico en donde los personajes no son tales sino ejemplos o símbolos de distintos modelos de conducta. Son, por así decirlo, prototipos, figuras planas que le sirven al autor de modelo o de ejemplo para las generaciones venideras. Así, Holofernes es el mal por el mal, el impío, el falso y el descreído, el provocador; en cambio el pueblo de Betulia es el ejemplo de los desprotegidos, de los mancillados y provocados. Judit es la figura más redonda de todo el relato, la protagonista, la mano de la que se vale el autor para demostrar que siempre acaban triunfando los que tienen la razón, los que están del lado del bien. Si Dios escoge a una mujer para hacerlo, es para desmotar que nunca hay que despreciar la debilidad del enemigo, puesto que, cabe recordarlo, la mujer se ha considerado siempre débil y vulnerable, aunque más astuta que el hombre y, por cierto, el aspecto sexista del relato es evidente. Ahí, tal vez radique el mensaje del libro que es, según algunos estudiosos, irónico, ya que: “El Señor Omnipotente los aniquiló por mano de mujer” (16, 7).

Judit, pues, es la mujer salvadora de su pueblo, la mujer discreta que entra en acción y salva a su pueblo porque, como ella misma entona:

“¡Ay de las naciones que se levanten contra mi pueblo! El Señor omnipotente las castigará el día del juicio, dando al fuego y a los gusanos sus carnes, y gemirán dolor para siempre” (16, 21).

Judit es, pues, el prototipo de santa para su pueblo, mujer honesta y virtuosa, cuyo nombre, en realidad significa, ni más ni menos que el femenino de “judío”.

(http://www.islabahia.com/autores/anabel/mujeresdelabiblia/036_Judit.asp)















































































(http://www.islabahia.com/autores/anabel/mujeresdelabiblia/036_Judit.asp)