¡Qué increíble el poder de Tu Amor!
¡Qué increíble el poder de Tu Amor!
Aún así crucificado
Por la ignominia de mis pecados
Y los del mundo entero
Llora mi corazón partido
Al verte así clavado y escarnecido
Por mis hermanos los hombres
Que faltos de sí
Al ladrón y criminal libre dejaron
Y tomaron la justicia en sus manos
Impíos y traidores optaron dejarte así
Y jamás comprendieron
Que tu único pecado
Fue el dar amor a todos
Enseñarnos a amar y perdonar
A nuestros enemigos
A dar vista a los ciegos
Caminar a los paralíticos
Hablar a los sordomudos
Resucitar a los muertos
¿Eso merecía tu muerte?
¡Noooooooooooooooo!
Para merecer tu muerte
¡Estoy yo Dios mío!
Pues yo osé ofenderte
Y pésame en mí
Mi maldad y mi culpa
Mi culpa y mi maldad
Te miro coronado de espinas
El rostro cubierto de sangre
La huella de la lanza en Tu costado
De azotes y moretones cubierto
Flagelado y escupido
Despreciado y vilipendiado
Siete palabras en tu agonía:
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”
“En verdad te digo: hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”
“¡Mujer, he ahí a tu Hijo! ¡He ahí a tu madre!”
“Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?”
“¡Tengo sed!”
“Todo está consumado”
“¡Padre, en tus manos entrego mi Espíritu!”
Y recién creo comprenderte
Cuánto me amas
Cuánto nos amas
Pues eres Tú la sola Verdad eterna
Eres Tú la Luz verdadera
Eres Tú la Resurrección y la Vida
Y aunque nadie quiera saber de Ti
Y aunque pocos te quieran en su corazón
¡Yo te amo!
¡Yo te quiero!
Y marcharé por el mundo
Y les diré cuanto nos amas
Que tu pecado fue amarnos
Hasta la muerte
Y una muerte de Cruz
Que tu Nombre es Jesús
Y que eres Camino Verdad y Vida
Dios y Señor Nuestro
¿A dónde iré?
¿A dónde iremos?
Sólo y unicamente hacia Ti
Porque solo Tú tienes Palabras de Vida Eterna
¡Qué increíble el poder de Tu Amor!.
© 2015 by Luis Ernesto Chacón Delgado
Crucifixión
Os miro Mi Señor en la cruz clavado
y llora por dentro mi mísera alma
Es cierta mi culpa, mi alma clama
a ése madero, el haberos llevado.
Os miro en llanto envuelto mi Cristo amado
¿Qué Os han hecho, mis hermanos sin alma?
¿Es acaso verdad lo que atisba mi alma?
ver Vuestro rostro de moretones inflamado
Vuestro cuerpo, sed y harto vilipendiado
pies y manos clavados, lanza en el costado
y de espinas corona, martirio prolongado.
Mofa y burla del ladrón y del soldado
siete palabras para el hombre desalmado
y clamáis a Vuestro Padre, ser consolado.
© 2014 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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Viernes Santo
La Crucificción: Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu
Señor. ahora puedes morir en paz. Todo está consumado. Sí: todo lo has cumplido. Has cumplido de sobra tu misión…
Tres condenados a muerte. Parecería que han recibido el mismo trato,
pero no. A ti, Jesús, te rompieron las espaldas, te las araron a fuerza
de latigazos. Los ejecutores se cansaron de golpearte
inmisericordemente, hasta verte desmayar sobre la pequeña columna,
retorciéndote de dolor.
Luego vino la borrachera de risotadas y burlas, en catarata, al hacer
de ti el centro del juego llamado “basileos”: eras el rey de sornas, te
vistieron con una clámide roja, te buscaron un cetro de caña y te
coronaron -¡ingeniosa iniciativa!- con un casquete de espinas, que a
base de presionarlo con sus guanteletes de hierro, terminaron por
clavártelo completamente en tu cabeza bendita. Y nuevos, abundantes
hilillos de sangre descendieron por tu rostro. Eran espinas muy
pronunciadas, no muchas.
La cohorte desfila burlonamente ante tu persona
deshecha. Se arrodillan ante ti, saludándote con un “¡salve, rey de los
judíos!”, y se despiden con un gesto obsceno, una risotada, tirando de
tu barba sanguinolenta o escupiendo sobre tu rostro. Quizá, en el colmo
de la humillación, alguno tuvo la desfachatez de orinar encima de ti…
para que supieras que no eras nadie para ellos, aunque lo eras todo para
la creación entera.
Paso seguido te llevan ante Pilato y éste se queda petrificado, al
ver cómo en poco tiempo habías envejecido, y cómo te habían quitado
tanto de esa dignidad regia que te envolvía. “Ecce homo”, o lo queda de
él. Aquí está el hombre, para que terminemos con él. Aquí está el
hombre, el auténtico, el genuino, el más bello hijo de Adán. Aquí está
Jesús de Nazareth, nuestro redentor, revelándonos el valor infinito de
cada persona al soportar este cúmulo de humillaciones. Sólo él “revela
el misterio del hombre al hombre mismo”.
Tres son los sentenciados. Cada uno debe cargar sobre sus espaldas el
travesaño horizontal hasta el montículo de la calavera. Unidos el uno
al otro por cuerdas, comparten una misma condena, mismos sufrimientos,
pero por razones diametralmente opuestas, y con resultados absolutamente
diversos y contradictorios: uno de ellos se robará esa misma tarde la
gloria del cielo; mientras que el tercero no dará, al menos
externamente, signos de arrepentimiento, sino de odio y de desprecio.
A ese cuerpo ya no lo llevas, lo arrastras, y cuando te vence la
debilidad, te recibe secamente el suelo polvoriento. Tu rostro se
impacta contra las piedrecillas. La sangre y el sudor se vuelven lodo.
Has perdido la conciencia más de una vez. La muerte empieza a rondar. Te
levantas para llegar hasta la meta, para cumplir tu misión, para no
dejar de amar hasta la última brizna de vida. Pero estás tan débil y tu
mirada tan perdida, que uno de los soldados debe echar mano de un
transeúnte, un cierto Simón de Cirene, para que te ayude a llevar el
travesaño hasta los pies del Calvario.
Es un camino cargado de gritos, burlas, improperios, llanto, reclamos de piedad, insultos, obscenidades.
“¡Padre, llegó la hora!” La hora de las tinieblas, que en la cruz
será la hora del amor supremo, y a base de humildad, trocarás el
Via-crucis en Via-lucis. Desde ella, desde ese patíbulo de ignominia
todo dolor humano quedará injertado en el tuyo, preñado de eternidad y
roto desde dentro su sinsentido y toda desesperación.
Observas cómo preparan el travesaño horizontal para hacerlo empalmar
posterior-mente con el vertical que ya ha sido sólidamente erigido en la
cumbre de aquel montículo.
Te quitan la ropa, tu túnica bañada en sangre, casi seca. Te la
arrancan abriéndote nuevamente tantas heridas a punto de cerrar. Duele
demasiado, como si te desollaran de espaldas y pecho.
Te hacen recostar, abriendo los brazos sobre el madero. Tus manos
benditas, que siempre compartieron todo y que no dejaron de bendecir a
tu alrededor, ahora quedan atrapadas por dos inmensos clavos que
perforan tus muñecas, una después de la otra, creando un dolor de tal
magnitud que te hace convulsionar de pies a cabeza. Es un horrendo
calambre que recorre tus brazos, como una descarga que llega a la
columna, inmisericorde, y que no te abandonará sino hasta el mismo
momento de tu muerte.
Con gran agilidad te levantan, elevan el travesaño hasta hacerlo
empotrar en el palo vertical. Lo aseguran y, entonces, realizan la misma
maniobra sobre tus pies: los fijarán al madero con otro clavo, un pie
sobre el otro. Tus pies, que sólo trajeron verdad y belleza, la buenas
nuevas del Reino, la alegría del amor del Padre, ahora están inmóviles,
atravesados por ese clavo, para siempre.
No hubo cuerdas de apoyo para tus brazos, no había estribo como
asiento ni como apoyo para tus pies. Los tres criminales quedaron
literalmente pendientes de sus carnes vivas. El tormento romano fue
inventado y desarrollado para infligir a los condenados un dolor atroz
que hacía bisagra sobre su aguante físico: en la medida en que se podían
apoyar sobre sus heridas vivas para levantar el cuerpo podían respirar;
al cansarse, se abandonaban, creando una desesperante sensación de
ahogo. La posición del crucificado buscaba la muerte por asfixia. Era,
por tanto, doblemente macabro, ingenioso, sádico… ¡y allí colgaba el
hijo de Dios!
El diablo se debió sentir profundamente satisfecho. Había logrado
dirigir todas las baterías, todas las pasiones humanas contra el Mesías y
lo tenía indefenso y moribundo sobre una cruz.
Ahora tu cuerpo se retuerce y gime, anhelando un poco de oxígeno.
Sientes estallar los pulmones, y, con enorme esfuerzo, logras algunas
bocanadas de aire irguiéndote sobre tus carnes, sobre tus heridas
abiertas. Respiras a precio de infinito dolor.
Tres horas pendiendo de la cruz, hasta compartir la angustia de los
condenados. No “sientes” la presencia del Padre, como si se te hubiese
escondido su rostro: “Eloí, Eloí, lamá sabactaní”. Hasta allá bajaste,
hasta los límites del abandono y de la desesperación, para desde allá
rescatar al hombre, rescatarme a mí de las garras del infierno, de mis
más íntimos miedos, de mis más ocultos complejos. Este es el precio de
mi salvación, de mi rescate. ¡Demasiado alto para jugar con él!
¡Demasiado amor para continuar jugando con ello!
Y todo esto por mí, en lugar mío, para mí. Para demostrarme –con
hechos- cuánto me quieres, cuánto valgo ante tus ojos y cuánto esperas
de mí, Señor.
Cuando así me has amado, la única pregunta válida es ésta: ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué quieres de mí, Señor? ¡Aquí me tienes! Cuenta conmigo para lo que quieras. Te lo mereces. En verdad, algo menos de esto sería absurdo, vil tacañería, desesperante ceguera.
Ojalá que al contemplar tu cuerpo fláccido y desgarrado a jirones,
tus manos retorcidas, tus pies amoratados, tu rostro deformado, tu
sangre que no cesa de escapar desde todos tus poros y ha encharcado la
base de tu cruz, yo no pueda contener el grito que escapó del pecho de
S. Pablo: “la vida al presente la vivo en la fe del Hijo de Dios que me
amó y se entregó por mí”.
Sí, Señor. Ahora puedes terminar de morir en paz. Todo está consumado.
Sí: todo lo has cumplido. Has cumplido de sobra tu misión… “los amó hasta el extremo”.
E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu.
Autor: P. Alfonso Pedroza LC | Fuente: Catholic.net
(http://es.catholic.net/meditaciondehoy/)