12 junio, 2014

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

 
 
¡Oh!, Jesucristo Mío, Vos sois verdadero
Sumo y Eterno Sacerdote, el Salvador
del mundo y sois también, mi Salvador.
Nuestro corazón herido está por el pecado
y, nuestra mente dispersa en vanidades
efímeras vive y nuestra voluntad, entre
el bien y el mal; y el egoísmo y el amor.
¿Quién nos salvará? ¿Quién del pecado
y de la muerte nos apartará? Y la respuesta
como trueno llega a nosotros: ¡Sólo Dios!.
Por ello, acudid hermanos a Él para Su
misericordia y perdón pedir. Haced, pues
realidad aquella cita: “¿quién subirá
al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar
en su recinto santo?”: Sólo alguien bueno,
sólo alguien santo: “El de manos limpias
y puro corazón, el que a la vanidad
no lleva su alma, ni con engaño jura”.
Pero, Vos Dios mío, sois tan lleno de amor
y misericordioso que sabéis quién es el que
las manos limpias tiene, quién es el que
un corazón puro tiene, y quién rezar puede
por nosotros: ¡Jesucristo! Hijo ¡Vuestro!.
Pues es Él, quien puede presentarse ante
Vos Dios mío, y suplicaros por sus hermanos
los pecadores hombres. Pues Vos, sois
el verdadero, el único, el “Sumo Sacerdote
según el orden de Melquisedec”. Vos, en
suma, Sois, el auténtico “mediador entre
Dios y los hombres”. Cristo, único Salvador
del mundo y sois también, mi Salvador.

El pecado queda borrado, el mal ha sido
vencido, porque Vos, Señor mío Jesucristo
vuestra vida entregasteis para salvar a los que
vivían en tinieblas y en sombras de muerte.
Vayamos pues hermanos, al monte del Señor,
y acerquémonos al altar de Dios, participar
en el Banquete y sentir a nuestro Salvador;
¡Oh!, Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
 
© 2014 Luis Ernesto Chacón Delgado
_______________________________
 
12 de Junio
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
 
Cristo es verdadero Sumo Sacerdote, el Salvador del mundo. De un modo personal, profundo, quiere ser, también, mi Salvador. 
 
Nuestro corazón está herido por el pecado, nuestra mente vive dispersa en mil distracciones vanas, nuestra voluntad flaquea entre el bien y el mal, entre el egoísmo y el amor.
 
¿Quién nos salvará? ¿Quién nos apartará del pecado y de la muerte? Sólo Dios. Por eso necesitamos acercarnos a Él para pedir perdón.
 
Pero, entonces, “¿quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?” Sólo alguien bueno, sólo alguien santo: “El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura” (Sal 24,3-4).
 
Sabemos quién es el que tiene las manos limpias, quién es el que tiene un corazón puro, quién puede rezar por nosotros: Jesucristo.
 
Jesucristo puede presentarse ante el Padre y suplicar por sus hermanos los hombres. Es el verdadero, el único, el “Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb 5,10; 6,20). Es el auténtico “mediador entre Dios y los hombres” (1Tm 2,5), como explica el “Catecismo de la Iglesia Católica” (nn. 1544-1545).
 
Cristo es el único Salvador del mundo. De un modo personal, profundo, quiere ser, también, mi Salvador.
 
Celebrar a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nos llena de alegría. El altar recibe la Sangre del Cordero. El Sacerdote que ofrece, que se ofrece como Víctima, es el Hijo de Dios e Hijo de los hombres. El Padre, desde el cielo, mira a su Hijo, el Cordero que quita el pecado del mundo, el Sumo Sacerdote que se compadece de sus hermanos.
 
El pecado queda borrado, el mal ha sido vencido, porque el Hijo entregó su vida para salvar a los que vivían en tinieblas y en sombras de muerte (cf. Lc 1,79).
 
Podemos, entonces, subir al monte del Señor, acercarnos al altar de Dios, participar en el Banquete, tocar al Salvador.
 
Como en la Última Cena, Jesús nos dará su Cuerpo y su Sangre. Como a los Apóstoles, lavará nuestros pies, y nos pedirá que le imitemos: “Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27). “Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13,15).
 
Ese es nuestro Sumo Sacerdote, el Cordero que salva, el Hijo amado del Padre. A Él acudimos, cada día, con confianza: “Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado.
 
Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hb 4,15-16).