23 mayo, 2013

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote



“Os he llamado amigos, porque os he
Manifestado todo lo que he oído a mi
Padre. No me habéis elegido vosotros
A mí, soy yo quien os he elegido y os
He destinado a que os pongáis en camino
Y deis fruto, y un fruto que dure”
Jesucristo, vos sois Sacerdote Eterno
Y nos entregáis vuestra amistad,  y
Pedís la nuestra a cambio de nada.
Dejáis de ser Maestro para convertiros
En amigo. Escuchad como dice: Vosotros
Sois mis Amigos. No os llamo siervos,
Os llamo Amigos, porque todo lo que
He oído A mi Padre os lo he dado a
Conocer. Y así, vos, sois el compañero
Deseoso de salvar, de alegrar y de llenar
De amor, de gozo y de paz a vuestros
Amigos. “Os he hablado para que mi
Alegría esté en vosotros y vuestra alegría
Llegue a plenitud”. Y, así, Vos, “Maestro
Del amor”, con los brazos abiertos de la
Amistad y hacia nosotros tendidos, nos
Esperáis siempre, con la alegría de la
Salvación como promesa y como ofrenda.
Jamás, el hombre ha conocido o sabrá
De un Dios como Vos, que transita por
El mundo hecho pan y hecho vino, amor
Sólo desbrozando, diciendo a los cuatro
Vientos cuánto nos amáis  y que os quiere
Igual que a su Padre y que desea llenarnos
De alegría plena y, en cada esquina, en
Cada calle, en cada plaza, toca la puerta
De vuestro corazón, que anhela y ama.
Día tocando la puerta de vuestro corazón.
“Os he llamado amigos, porque os he
Manifestado todo lo que he oído a mi
Padre. No me habéis elegido vosotros
A mí, soy yo quien os he elegido y os he
Destinado a que os pongáis en camino
Y deis fruto, y un fruto que dure”.

© 2013 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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23 de Mayo
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
 
Cuando Dios elige ministros suyos, deja a su Verbo la elección. Porque han de continuar sus mismos misterios
 
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
 
“Os he llamado amigos, porque os he manifestado todo lo que he oído a mi Padre. No me habéis elegido vosotros a mí, soy yo quien os he elegido y os he destinado a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure” (Jn 15,15).
 
Jesús entrega su amistad y pide la nuestra. Ha dejado de ser el Maestro para convertirse en amigo. Escuchad como dice: Vosotros sois mis amigos… No os llamo siervos, os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer…En aras de esa amistad, que es entrañable, que es verdadera y ardorosa, desea atajar a los que aún pudieran no hacerle caso. “No sois vosotros -les dice- los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”.
 
Es un compañero deseoso de salvar, de alegrar y de llenar de amor, de gozo y de paz a sus amigos. “Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”. El Maestro está con los brazos abiertos de la amistad tendidos hacia nosotros. Y con la alegría como promesa y como ofrenda. Nunca se ha visto un Dios igual. Camina ahora mismo y por cualquier calle. Por la acera de tu casa, seguro. Y está diciendo que es amigo tuyo, que te quiere igual que a su Padre y que desea llenarte de alegría. Lo va repitiendo al paso, según se acerca a tu puerta (ARL BREMEN).
 
DIOS CREA PORQUE AMA

Por lo mismo que Dios ama, creó el mundo: ¡Cuánta maravilla, cuánta grandeza, que fascinadora belleza!:
 
“¡Oh montes y espesuras,
plantados por la mano del Amado!,
¡oh, prado de verduras
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado”,

 
cantó el insuperable poeta del amor, San Juan de la Cruz.

Creó los hombres. Los hombres desobedecieron y pecaron. (Gén 3,9). El pecado es un desequilibrio, un desorden, como un ojo monstruoso fuera de su órbita, como un hueso desplazado de su sitio, en busca del placer, de la satisfacción del egoísmo, del sometimiento a su soberbia, como si el sol se saliera de su ruta, buscando su independencia. Frustraron el camino y la meta de la felicidad. De ahí nace la necesidad de la expiación, del sufrimiento, del dolor, por amor, para restablecer el equilibrio y el orden. Dios envía a una Persona divina, su Hijo, a “aplastar la cabeza de la serpiente”, haciéndose hombre para que ame como Dios, hasta la muerte de cruz, con el Corazón abierto.
 
EL SIERVO DE YAHVÉ
 
Ese Hombre Dios, el Siervo de Yahvé, que, “desfigurado no parecía hombre, como raíz en tierra árida, si figura, sin belleza, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, considerado leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes, como cordero llevado al matadero” Isaías 52,13, inicia la redención de los hombres, sus hermanos. El es la Cabeza, a la cual quiere unir a todos los hombres, que convertidos en sacerdotes, darán gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu, e incorporados a la Cabeza, serán corredentores con El de toda la humanidad. El Padre, cuya voluntad ha venido a cumplir, lo ha constituido Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Para eso, antes de morir, ha elegido a unos hombres para que, en virtud del sacerdocio ministerial, bauticen, proclamen su palabra, perdonen los pecados y renueven su propio sacrificio, en beneficio y servicio de sus hermanos.
 
“Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en su nombre el sacrificio de la redención, y preparan a sus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en su amor, se alimenta con su palabra y se fortalece con sus sacramentos. Sus sacerdotes, al entregar su vida por él y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor” (Prefacio).
 
Por eso, si los cristianos debemos tomar nuestra cruz, los sacerdotes, más, por más configurados con Cristo, con sus mismos poderes. Los sacerdotes de la Antigua Alianza sacrificaban en el altar animales, pero no se sacrificaban ellos. Los sacerdotes nos hemos de inmolar porque Cristo se inmoló a sí mismo. Hemos de ser como él, sacerdotes y víctimas, porque nuestro sacerdocio es el suyo.
 
Una idea infantil del cristiano, que se acomoda al mundo, una mentalidad inmadura del sacerdote, lo hace un funcionario. De ahí surgen consecuencias de carrierismo, al estilo del mundo, excelencias, trajes de colores, que obnubilan el sentido sustancial del sacerdote-víctima, que conducen a la esterilidad, y contradicen la misión: “para que os pongáis en camino y deis fruto que dure”. El fruto que dura es el de la conversión, la santidad, que permanecerá eternamente. Os he puesto en la corriente de la gracia, os planté para que vayáis voluntariamente y con las obras deis fruto. Y precisa cuál sea el fruto que deban dar: “Y vuestro fruto dure”. Todo lo que trabajamos por este mundo apenas dura hasta la muerte, pues la muerte, interponiéndose, corta el fruto de nuestro trabajo. Pero lo que se hace por la vida eterna perdura aun después de la muerte, y entonces comienza a aparecer, cuando desaparece el fruto de las obras de la carne. Principia, pues, la retribución sobrenatural donde termina la natural. Por tanto, quien ya tiene conocimiento de lo eterno tenga en su alma por viles las ganancias temporales. Así pues, demos tales frutos que perduren, produzcamos frutos tales que cuando la muerte acabe con todo, ellos comiencen con la muerte, pues después que pasan por la muerte es cuando los amigos de Dios encuentran la herencia (San Gregorio Magno).
 
EL SERVICIO, NO EL PODER
 
Después de la “conversión” de Constantino, el clero eclesiástico hizo su entrada en este mundo, corrió serio peligro de perder su propia naturaleza, que no consiste en el poder, sino en el servicio. Además, entró en competencia con el poder secular al aparecen la escena de la historia política. Este encuentro y confrontación con la jerarquía civil condujo no sólo a una ampliación político-social de las tareas apostólicas, sino que también oscureció el aspecto colegial del servicio de la Iglesia. Ha dicho el Cardenal Lustiger, arzobispo de París: “Ya se que Napoleón identificó al obispo con los prefectos y con los generales, pero yo me había sensibilizado mucho contra la Iglesia como sistema de promoción y de poder, y determiné que nunca me metería en situaciones que favorecieran la promoción”.
 
EL ORDEN SACRAMENTAL Y LA DIGNIDAD
 
En el curso del siglo XI comienza la teología medieval a distinguir claramente, en la elaboración del tratado de sacramentos, entre el Orden y la dignidad, y puso de relieve la sacramentalidad del Orden de la Iglesia. A partir de entonces se designa esencialmente como Orden el sacramento que confiere el poder de celebrar la eucaristía.
 
Aunque el lenguaje de la Curia romana imprimió su sello a la tradición cristiana, la ordenación no fue considerada nunca como un simple acceso a una dignidad y como transmisión de unos poderes jurídicos y litúrgicos, pues siempre se confirió mediante un rito, Porque la ordenación es un acto sacramental que transmite una gracia de santificación; los llamados son tomados del mundo y consagrados al servicio de Dios, son separados para atender a su misión especial. El obispo, el sacerdote, el diácono no tienen de suyo nada del sacerdote romano, que era un funcionario del culto público, poseía cierto rango y tenía que realizar determinados actos. El “sacerdocio” cristiano pertenece a otro orden; no es primariamente “religioso” ni cultual, sino carismático; es el ordo de los que han recibido el espíritu y, en virtud de su orden, están habilitados para continuar la obra de los apóstoles. Las jerarquías del ministerio aparecen en los escritos de los Padres de la Iglesia, no tanto como títulos que conceden ciertos derechos, sino más bien como tareas que ciertos hombres llamados a edificar el cuerpo de Cristo toman sobre sí, a veces incluso contra su propia voluntad.
 
DIMENSION ESENCIAL
 
El Orden sacramental es una dimensión esencial para la Iglesia, y por eso fue incluido entre los sacramentos. Si se quiere comprender el sentido y la función de este “sacramento” particular en lugar de atribuir el sacerdocio cristiano y toda la jerarquía de la Iglesia a un único acto de institución, como hizo el Concilio de Trento, parece que está más en consonancia con la Sagrada Escritura y la realidad de las cosas partir de la Iglesia como “sacramento original”. De esta forma no nos exponemos al peligro de separar el orden de la Iglesia histórica para colocarlo en cierto modo por encima de ella, pues es un sacramento esencial para la existencia de la Iglesia y en el que ésta se actualiza.
 
DISTINTOS GRADOS
 
El desdoblamiento del ordo en varios grados y la introducción de diversas ordenaciones están tan relacionados con la historia de la Iglesia como con la Escritura. Son producto de un desarrollo, y, en definitiva, la cuestión de si se ha de hablar de un único sacramento del orden o de si el episcopado y el presbiterado constituyen sacramentos diversos es más una cuestión terminológica y teológica que dogmática. Las funciones del obispo y las del sacerdote, las funciones del sacerdote y las del diácono, no están delimitadas entre sí de forma absoluta; las funciones respectivas son asignadas por el derecho, pero este derecho no es un todo inmutable. La validez de las ordenaciones depende de la actuación de la Iglesia tomada en su totalidad, y no del acto sacramental considerado aisladamente. La validez o no validez de una ordenación no es algo que se pueda determinar tomando como base el rito, con independencia del marco general de la misma.
 
DESARROLLO
 
La estructura del ministerio eclesial se puede considerar, igual que el canon de la Escritura y el número septenario de los sacramentos, como el resultado de un desarrollo. Desarrollo que se produjo todavía en tiempo de los apóstoles; por eso ha conservado en la tradición de la Iglesia el carácter de algo que existe por necesidad jurídica. En la Iglesia tendrá que haber siempre un “ministerio para velar“, un “presbiterado” y una “diaconía“. Sin embargo, las expresiones concretas de esta estructura esencial pueden cambiar con el tiempo y de hecho han cambiado; más aún, tienen que cambiar por razón del carácter forzosamente limitado de las diversas expresiones históricas del ministerio y de la obligación que éste tiene de asemejarse constantemente a su modelo, Cristo.
 
Lo mismo que Dios concedió el espíritu de profecía a los setenta ancianos que había llamado Moisés a participar con él en el gobierno del pueblo, así también comunica a los sacerdotes el Espíritu Santo para que se asocien al ministerio de los obispos. El presbítero colabora con el obispo en la totalidad de sus funciones de gobierno de la Iglesia. Las funciones del presbítero tienen una íntima conexión con el ofrecimiento de la eucaristía. Por eso la función del presbítero en la Iglesia ha de entenderse partiendo de la Cena y de las palabras de Cristo, que mandó a los apóstoles hacer “en memoria de él lo mismo que él había hecho” (1 Cor 11). Por eso defendió el Concilio de Trento este aspecto básico del ministerio sacerdotal. Y el Concilio Vaticano II añade: “Los presbíteros ejercitan su oficio sagrado sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la persona de Cristo, el sacerdote es al mismo tiempo presidente de la celebración eucarística, él ofrece el sacrificio in nómine Ecclesiae o, en persona Ecclesiae y consagrante, sacrificador, y como tal ya no actúa meramente in persona Ecclesiae, sino in persona Christi y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza, Cristo, representando y aplicando en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor (1 Cor 11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia inmaculada (Heb 9,11-28)”.
 
EL MISTERIO DE CRISTO
 
El sacerdote nos introduce en la memoria del Señor, no sólo en su pascua, sino en el misterio de toda su obra, desde su bautismo hasta su pascua en la cruz. El exhorta a la asamblea de los creyentes a vivir en sintonía con el sacrificio de la cruz, que ésta vuelve a vivir en el presente en espera de su consumación definitiva. Por eso el ministerio del sacerdote no se puede limitar a la celebración de un rito; compromete toda la vida y se desarrolla de acuerdo con todo el orden sacramental.
 
Pero no sería fiel a la tradición quien pretendiera defender que las funciones del sacerdote son de naturaleza estrictamente sacramental y cultual. También es función del sacerdote proclamar la palabra de Dios. La misma Cena, en la que el Señor llama a su sangre “sangre de la alianza”, lo pone de manifiesto, pues no hay ningún rito de alianza sin una proclamación de la palabra de Dios a los hombres. El acontecimiento de la alianza es al mismo tiempo acción y palabra. Esta relación aparece todavía más clara cuando se parte de la base de que eucaristía (1 Cor 11,24) no significa tanto una “acción de gracias” en el sentido actual de esta expresión, cuanto una clara y gozosa proclamación de las “maravillas de Dios”, de sus hechos salvíficos.
 
Cuando Jesús declara: “Cada vez que coméis de ese pan y bebéis de esa copa proclamáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva” (1 Cor 11,26), su acto de bendición ritual tiene también el sentido de una proclamación de la palabra de Dios. El ministerio de ofrecer la eucaristía ratifica y complementa simplemente una proclamación de la palabra, que va desde el kerigma inicial hasta la catequesis y la misma celebración litúrgica. Predicar, bautizar y celebrar la eucaristía son las funciones esenciales del sacerdote. Sin embargo, dentro del presbiterio dichas funciones pueden estar distribuidas distintamente, según que unos se dediquen más a tareas misioneras y otros a la acción pastoral dentro de la comunidad reunida (Mysterium Salutis). Predicar y enseñar, de otra manera, ¿cómo podrán hacer y administrar los sacramentos con provecho y eficacia salvadores?
 
ESCASO APRECIO
 
El sacerdocio hoy está bastante desvalorizado. Las cosas poco prácticas no se cotizan. Esta generación consumista sólo tiene ojos para sus intereses. Ha perdido el sentido de la gratuidad. Un beso y una sonrisa no sirven para nada, pero los necesitamos mucho. Un jardín no es un negocio, pero necesitamos su belleza. Cultivar patatas y cebollas es más productivo, pero los rosales y las azucenas son necesarios.
 
•El sacerdote sirve. Siempre está sirviendo. Es necesario como la escoba para que esté limpia la casa. Pero a nadie se le ocurre poner la escoba en la vitrina. •El sacerdote perdona los pecados, es instrumento de la misericordia de Dios. En un mundo lleno de rencores y envidias, el sacerdote es portador del perdón. Está siempre dispuesto a recibir confidencias, descargar conciencias, aliviar desequilibrios, a sembrar confianza y paz.
•El sacerdote ilumina. Cuando nos movemos a ras de tierra, nos señala el cielo. Cuando nos quedamos en la superficie de las cosas, nos descubre a Dios en el fondo.
•El sacerdote intercede. Amansa a Dios, le hace propicio, le da gracias, da a Dios el culto debido. Impetra sus dones.
•El sacerdote ama. Ha reservado su corazón para ser para todos. El sacerdote es antorcha que sólo tiene sentido cuando arde e ilumina.
•El sacerdote hace presente a Cristo. En los sacramentos y en su vida. Es el alma del mundo. Donde falta Dios y su Espíritu él es la sal y la vida. No hace cosas sino santos. Todos hemos de ser santos, pero sin sacerdotes difícilmente lo seremos. Es grano de trigo que si muere da mucho fruto. Nada hay en la Iglesia mejor que un sacerdote. Sí lo hay: dos sacerdotes. Por eso hemos de pedir al Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies (Mt 9,38).
LA ELECCIÓN
 
“No me habéis elegido vosotros a mí, os he elegido yo a vosotros”. La elección indica siempre predilección. Si voy a un jardín, miro y remiro: tallo, capullo, color, aguante…Elijo, corto y me la llevo. Pero sé que yo no podré ni cambiar el color, ni darles más resistencia, ni aumentarles la belleza.
 
Cuando Dios elige, elige a través de su Verbo: “Por El fueron creadas todas las cosas”. Cuando un joven elige a su novia, es él quien elige. Si eligiesen sus padres u otros, probablemente saldría mal. Cuando Dios elige esposa, respeta a su Hijo, que se ha desposar con ella. Cuando Dios elige ministros suyos, deja a su Verbo la elección. Porque han de continuar sus mismos misterios.
 
Parece que el Señor tendrá sus preferencias. Contando con que siempre puede rectificar y enderezar, romper el cántaro y rehacerlo, y purificar, es verosímil que cuente con lo que ya hay en las naturalezas, creadas por El: “Omnia per ipso facta sunt”.
 
Una de las primeras cualidades que parece buscará será la docilidad. Docilidad que casi siempre es crucificante. Otra, será la sencillez: “Si no os hacéis como niños“… Manifestarse sin hipocresía, con naturalidad.
 
“VOSOTROS SOIS MIS AMIGOS”
 
“Vosotros sois mis amigos.” ¡Cuánta es la misericordia de nuestro Creador! ¡No somos dignos de ser siervos y nos llama amigos! ¡Qué honor para los hombres: ser amigos de Dios! Pero ya que habéis oído la gloria de la dignidad, oíd también a costa de qué se gana: “Si hacéis lo que yo os mando.” Alegraos de la dignidad, pero pensad a costa de qué trabajos se llega a tal dignidad. En efecto, los amigos elegidos de Dios doman su carne, fortalecen su espíritu, vencen a los demonios, brillan en virtudes, menosprecian lo presente y predican con obras y con palabras la patria eterna; además, la aman más que a la vida; pueden ser llevados a la muerte, pero no doblegados. Considere, pues, cada uno si ha llegado a esta dignidad de ser llamado amigo de Dios, y si así es no atribuya a sus méritos los dones que encuentre en él, no sea que venga a caer en la enemistad. Por eso añadió el Señor: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto”.
 
MÍSTICA DEL SACERDOCIO DE JUAN PABLO MAGNO
 
San Francisco de Sales, el Doctor de las alegorías, relata en su “Introducción a la Vida devota”, libro famoso y exitoso en su tiempo, que Alejandro Magno encargó a Apeles pintar el retrato de Compaspe, la hermosa, a la que amaba intensamente. Apeles, naturalmente, la estuvo contemplando durante mucho tiempo, y se enamoró de ella. Lo intuyó Alejandro y compadecido de él, se privó, por el afecto que tenía a Apeles, de la más querida amiga que jamás tuvo en el mundo, con lo cual, dice Plinio, dio una prueba de la magnanimidad de su cora­zón, mayor que la más brillante de sus victorias.
En “El hermano de nuestro Dios”, una obra de teatro suya, Karol Wojtyla ha escrito que cualquier intento de comprender a alguien implica penetrar hasta las raíces de nuestra humanidad, donde se encentra un elemento extra histórico. Pocas voces me llegan turbias sobre Juan Pablo II, aunque no faltan algunas, pero siempre pienso que no le conocen y más, que no le pueden comprender los que las dicen, porque no está a su alcance conocerle.
 
MEDITACIÓN SOBRE EL MINISTERIO SACERDOTAL
 
Es San Pablo quien, en su Carta a los Corintios, define a los sacerdotes: “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles´´ (1 Co 4,1). Juan Pablo II, en el tema VIII de su libro “Don y Misterio”, sus memorias escritas y publicadas al cumplir sus Bodas de Oro sacerdotales, medita agudamente este texto: “el administrador no es el propietario, sino aquel a quien el propietario confía sus bienes para que los gestione con justicia y responsabilidad. El sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación para distribuirlos entre las personas a las cuales es enviado. Es por tanto, el hombre de la palabra de Dios, el hombre del sacramento, el hombre del misterio de la fe´´. La vocación sacerdotal es el misterio de un “maravilloso intercambio” entre Dios y el hombre. El hombre ofrece a Cristo su humanidad para que El pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo”. Yo lo canté, lo intenté balbucear así el día de mis Bodas de Oro Sacerdotales, un año después que el Papa, recién ordenado y estudiante en la Universidad de Salamanca:
 
EL HIMNO SACERDOTAL  

Necesitaste y necesitas de mis manos
para bendecir, perdonar y consagrar;
mi corazón para amar a mis hermanos,
pediste mis lágrimas y no me ahorré el llorar.

Mis audacias yo te di sin cuentagotas,
derroché mí tiempo enseñando a orar,
mi voz gasté predicando tu palabra
y me dolió el corazón de tanto amar.

A nadie negué lo que me dabas para todos.
A todos quise en su camino estimular.
Me olvidé de que por dentro yo lloraba,
y me consagré de por vida a consolar.

Pediste que te entregara mis pies
y te los ofrecí sin protestar,
caminé sudoroso tus caminos,
y ofrecí tu perdón con gran afán.
Cada vez que me abrazabas lo sentía
porque me sangraba el corazón,
eran tus mismas espinas que me herían
y me encendían en la hoguera de tu amor.
Fui sembrando de Hostias mi camino
inmoladas en tu personificación:
innumerables Eucaristías ofrecidas,
han traspasado la tierra de fulgor.


El que no tiene ojos para percibir el misterio del “intercambio” del hombre con el Redentor no podrá comprender que un joven renuncie a todo por Cristo, seguro de que su personalidad humana se realizará plenamente.
 
LA GRANDEZA DE NUESTRA HUMANIDAD
 
Retóricamente pregunta Juan Pablo II: “¿Hay en el mundo una realización más grande de nuestra humanidad que poder representar cada día “in persona Christi” el Sacrificio redentor, el mismo que Cristo llevó a cabo en la Cruz? En este Sacrificio está presente del modo más profundo el Misterio trinitario, y como “recapitulado´´ todo el universo creado (Ef 1,10). La Eucaristía ofrece “sobre el altar de la tierra entera el trabajo y el sufrimiento del mundo´´, en bella expresión de Teilhard de Chardin. En la Eucaristía todas las criaturas visibles e invisibles, y en particular el hombre, bendicen a Dios como Creador y Padre con las palabras y la acción de Cristo, Hijo de Dios. Por eso “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar´´ (Lc 10,21).
 
Estas palabras nos introducen en la intimidad del misterio de Cristo, y nos acercan al misterio de la Eucaristía, en la que el Hijo consustancial al Padre, le ofrece el sacrificio de sí mismo por la humanidad y por toda la creación. En la Eucaristía Cristo devuelve al Padre todo lo que de El proviene, profundo misterio de justicia de la criatura al Creador, el hombre da honor al Creador ofreciendo, en acción de gracias y de alabanza, todo lo que de El ha recibido. Sólo el hombre puede reconocer y saldar como criatura imagen y semejanza de Dios tal deuda, que por sus limitación de criatura pecadora, es incapaz de realizar si Cristo mismo, Hijo consustancial al Padre y verdadero hombre, no emprendiera esta iniciativa eucarística. El sacerdote, celebrando la Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. Por eso la celebración de la Eucaristía es para él, el momento más importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida”.
 
EL SACERDOTE ES EL HOMBRE DE LA PALABRA
 
Afirma el Papa que el sacerdote es “el hombre de la palabra de Dios, el hombre del sacramento, el hombre del misterio de la fe´´. Y lo razona: “Para ser guía auténtico de la comunidad, verdadero administrador de los misterios de Dios, el sacerdote está llamado a ser hombre de la palabra de Dios, generoso e incansable evangelizador. Hoy, frente a las tareas inmensas de la “nueva evangelización´´, se ve aún más esta urgencia. Después de tantos años de ministerio de la Palabra, que especialmente como Papa me han visto peregrino por todos los rincones del mundo, debo dedicar algunas consideraciones a esta dimensión de la vida sacerdotal. Una dimensión exigente, ya que los hombres de hoy esperan del sacerdote antes que la palabra “anunciada”, la palabra “vivida”. El sacerdote debe “vivir de la Palabra´´. Pero al mismo tiempo, se ha de esforzar por estar intelectualmente preparado para conocerla a fondo y anunciarla eficazmente. En nuestra época, la formación intelectual es muy importante. Esta permite entablar un diálogo intenso y creativo con el pensamiento contemporáneo.
 

Los estudios humanísticos y filosóficos y el conocimiento de la teología son los caminos para alcanzar esta formación intelectual, que debe ser profundizada durante toda la vida. Pero el estudio, para ser formativo, ha de ir acompañado por la oración, la meditación, la súplica de los dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Santo Tomás explica cómo, con los dones del Espíritu Santo, el organismo espiritual del hombre se hace sensible a la luz de Dios, a la luz del conocimiento y a la inspiración del amor. Esta súplica me ha acompañado desde mi juventud y a ella sigo siendo fiel hasta ahora”.

 

LA CIENCIA INFUSA PRESUPONE LA ADQUIRIDA
 
“Enseña Santo Tomás, que la “ciencia infusa”, no exime del deber de procurarse la “ciencia adquirida”. Después de mi ordenación -escribe -fui enviado a Roma para perfeccionar los estudios. Luego, tuve que dedicarme a la ciencia como profesor de Ética en la Facultad teológica de Cracovia y en la Universidad de Lublin. Su fruto fueron el doctorado sobre San Juan de la Cruz y la tesis sobre Max Scheler. Debo mucho a este trabajo de investigación, que a mi formación aristotélico-tomista, injertaba el método fenomenológico, que me ha permitido escribir numerosos ensayos creativos, como mi libro “Persona y acción”, entrando en la corriente contemporánea del personalismo filosófico, cuyo estudio ha repercutido en los frutos pastorales. Muchas de las reflexiones maduradas en estos estudios me ayudan en los encuentros con las personas individuales y con las multitudes en mis viajes apostólicos. Esta formación en el horizonte cultural del personalismo me ha dado una conciencia más profunda de cómo cada uno es una persona única e irrepetible, y esto es muy importante para todo sacerdote. En diálogo con naturalistas, físicos, biólogos e historiadores, se puede llegar a la verdad. Es preciso que el esplendor de la verdad –Veritatis Splendor- -permita a los hombres intercambiar reflexiones y enriquecerse recíprocamente. He traído desde Cracovia a Roma la tradición de encuentros interdisciplinares periódicos, que tienen lugar durante el verano en CastelGandolfo”.
 
 
LOS LABIOS DEL SACERDOTE
 
“Los labios de los sacerdotes guardan la ciencia…” (Ml 2,7). A Juan Pablo le gustan estas palabras del profeta Malaquías, por su valor programático para el ministro de la Palabra, que debe ser hombre de ciencia en el sentido más alto del término, pues no sólo debe transmitir verdades doctrinales, sino tener experiencia personal y viva del Misterio porque en esto consiste “la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).
 
(http://es.catholic.net/sacerdotes/202/482/articulo.php?id=28356)