11 septiembre, 2014

Impresionante testimonio de una cristiana iraquí


Khiria Al-Kas Isaac: «nací cristiana y si eso me lleva a la muerte, prefiero morir como cristiana»


Khiria Al-Kas Isaac, una mujer iraquí de 54 años de edad, ha explicado cómo plantó cara a los fundamentalistas islámicos que amenazaron con degollarla si no se convertía al Islam. Cuando le pusieron el cuchillo en la garganta, ella dijo que prefería perder la cabeza antes que apostatar de su fe. Junto a ella, otras cuarenta y seis mujeres cristianas se mantuvieron firmes en su fe, a pesar de ser azotadas y golpeadas durante diez días. Su testimonio de fidelidad a Cristo dará la vuelta al mundo.





(Catholic Herald/InfoCatólica) Khiria Al-Kas Isaac es una más entre los numerosos cristianos que han sufrido la violencia del Ejército Islamista.


Entre lágrimas explica que el pasado 7 de agosto tanto ella como su marido, Mufeed Wadee’ Tobiya, se dieron cuenta al despertarse que la localidad en la que vivían desde siempre había sido ocupada por los fundamentalistas.

Una vez detenidos, tanto ella como otras cuarenta y seis mujeres cristianas recibieron la «oferta» de convertirse para no morir decapitadas. Todas decidieron no renunciar a Cristo y entonces fueron separadas de sus familias, azotadas y golpeadas durante diez días para intentar lograr su «conversión» al Islam.

Cita el evangelio


Khiria explica que siempre que le ofrecían apostatar respondía: «Nací cristiana y si eso me lleva a la muerte, prefiero morir como cristiana». La mujer añade citando el evangelio: «Jesús dijo: Cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo le negaré delante de mi Padre que esté en el cielo» (MT 10,33)

La mujer explica que las mujeres eran reunidas frecuentemente como grupo para que se dieran cuenta de cómo habían sido torturadas cada una de ellas. Y asegura que ninguna de ellas capituló: «Todas llorábamos pero rechazamos convertirnos»

Feliz de morir como mártir


En otra ocasión tuvo la oportunidad de hablar con uno de sus captores, que le insistía en convertirse al Islam. Le aseguró que estaría feliz de morir como mártir y además le dijo que no entendía en qué manera su conversión, siendo mujer sin hijos, podía interesar para la expansión del Islam, tal y como era el deseo de los yihadistas.

Finalmente todos los cristianos que se habían negado a convertirse fueron expulsados de Qaraqosh. Khiria pudo ser entrevistada por Sahar Monsur en el campo de refugiados de Ankawa, cerca de la localidad de Irbil. Mansour asegura que la mujer apenas puede dormir por las pesadillas que le viene tras su experiencia.

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San Juan Gabriel Perboyre

 


Oh, San Juan Gabriel Perboyre, vos, sois el hijo
del Dios de la vida, su amado santo y mártir,
dedicado a la predicación del Evangelio y que,
sufristeis cárcel y tormentos duros, para, al
final, colgado ser, en la Cruz que más amasteis
en toda vuestra santa vida: la Cruz de Cristo,
Dios y Señor Nuestro. “Nuestra religión debe
enseñarse en todas las naciones y propagarse
incluso entre los chinos, a fin de que conozcan
al verdadero Dios y posean la felicidad en el
cielo”. Decíais con valentía, en presencia
del mandarín. Y, éste agregó, “¿Qué puedes ganar
adorando a tu Dios? Y, con certera fe, dijisteis:
“La salvación de mi alma, el cielo al que espero
subir después de haber muerto”. Juan Pablo II,
de vos dijo: “Tenía una única pasión: Cristo y
el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad
a esa pasión, también él se halló entre los
humillados y los condenados; por eso la Iglesia
puede proclamar hoy solemnemente su gloria en
el coro de los santos del cielo”. Y que duda
cabe de ello, pues, os dedicasteis a enseñar
más con el ejemplo, que con la palabra. A
vuestros novicios, le hablabais así, de Jesús:
“Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Es
el único que da la verdadera luz. Solamente
existe una cosa importante: conocer y amar a
Jesucristo, pues, no sólo es la luz, sino, el
modelo, el ideal. Así, que, no basta con conocerle,
sino que hay que amarle. Solamente podemos
conseguir la salvación mediante la conformidad
con Jesucristo”. Soportabais el hambre y la
sed para la mayor gloria de Dios, tanto que Él,
se os aparecía, y recibíais consuelo divino y
os invadía el gozo en vuestra alma. “¿Así que
sigues siendo cristiano?” Os preguntaban vuestros
impíos captores, una y otra vez, en medio
de vuestro dolor y tortura. Pero vos, con divina
fortaleza respondisteis: “¡Oh, sí¡ ¡Y me siento
feliz por ello!”. Y, el día llegó, en que, vuestra 

alma, al cielo voló, y una cruz luminosa apareció 
en el cielo. Y, ante el asombro de todos, vuestro 
rostro se mostró sereno y resplandeciente. Os 
mataron el cuerpo, pero, ganasteis vida eterna
como justo premio a vuestra entrega de amor;
oh, San Juan Gabriel Perboyre, “Cruz de Cristo".


© 2014 luis Ernesto Chacón Delgado
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11 de septiembre
San Juan Gabriel Perboyre
Presbítero y Mártir


Martirologio Romano: En la ciudad de Wuchang, de la provincia Hubei, en China, san Juan Gabriel Perboyre, presbítero de la Congregación de la Misión y mártir, que, dedicado a la predicación del Evangelio según costumbre del lugar, durante una persecución sufrió prolongada cárcel, siendo atormentado y, al fin, colgado en una cruz y estrangulado (1840).

Fecha de canonización: Beatificado el 10 de noviembre 1889 por el Papa León XIII, y canonizado por S.S. Juan Pablo II el 2 de junio de 1996.

La misión divina de la Iglesia se hace extensiva a toda la tierra y en todos los tiempos, según la frase de Jesús: Id, pues, y enseñad a todas las naciones. «Nuestra religión debe enseñarse en todas las naciones y propagarse incluso entre los chinos, a fin de que conozcan al verdadero Dios y posean la felicidad en el cielo», afirmaba con valentía San Juan Gabriel Perboyre, misionero en la China, ante un mandarín encargado de interrogarlo. Y este último agregó: «¿Qué puedes ganar adorando a tu Dios? – La salvación de mi alma, el cielo al que espero subir después de haber muerto».

El 2 de junio de 1996, con motivo de la canonización de San Juan Gabriel Perboyre, el Papa Juan Pablo II decía de él: «Tenía una única pasión: Cristo y el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad a esa pasión, también él se halló entre los humillados y los condenados; por eso la Iglesia puede proclamar hoy solemnemente su gloria en el coro de los santos del cielo».

En 1817, a los 15 años de edad, Juan Gabriel ingresa, junto con su hermano mayor Luis, en el seminario menor de Montauban (Francia), dirigido por los Padres Lazaristas, hijos espirituales de San Vicente de Paúl. Allí siente el deseo de consagrarse a las misiones en países paganos. Después de terminar el noviciado en Montauban, lo mandan a París para realizar estudios de teología, y luego es ordenado sacerdote. En 1832, su hermano Luis, que se había embarcado como sacerdote lazarista hacia la misión de la China, muere de unas fiebres durante la travesía. Juan Gabriel anuncia inmediatamente a la familia su deseo de ocupar el sitio que la muerte de su hermano ha dejado vacante.

Pero sus superiores no lo consideran conveniente a causa de su frágil salud, y es nombrado vicedirector del seminario parisino de los Lazaristas. Como activo ayudante de un director de seminario ya mayor, sigue el principio de enseñar más con el ejemplo que con la palabra. Comunica de ese modo a los novicios su amor por Jesús: «Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Es el único que da la verdadera luz… Solamente existe una cosa importante: conocer y amar a Jesucristo, pues no sólo es la luz, sino el modelo, el ideal… Así que no basta con conocerle, sino que hay que amarle… Solamente podemos conseguir la salvación mediante la conformidad con Jesucristo». Escribe lo siguiente a uno de sus hermanos: «No olvides que, ante todo, hay que ocuparse de la salvación, siempre y por encima de todo».

Sin embargo, en su corazón guarda el ardiente deseo de partir hacia las misiones; al mostrar a los seminaristas los recuerdos traídos hasta París del martirio de François-Régis Clet, les dice: «He aquí el hábito de un mártir… ¡cuánta felicidad si un día tuviéramos la misma suerte». Y les pide lo siguiente: «Rezad para que mi salud se fortifique y que pueda ir a la China, a fin de predicar a Jesucristo y de morir por Él».

Obtiene finalmente de sus superiores el favor de salir hacia la China, donde llega el 10 de marzo de 1836. Su celo por la salvación de las almas le ayuda a soportar el hambre y la sed para la mayor gloria de Dios. Sea de día o de noche, siempre está dispuesto a acudir donde se solicite su ministerio, de tal forma que las fatigas y las vigilias no cuentan en absoluto. Además, es asaltado por violentas tentaciones de desesperanza, pero Nuestro Señor se le aparece y lo consuela, y el gozo vuelve al alma del apóstol.

Víctima de los sufrimientos

En 1839 se desencadena una persecución contra los cristianos. El 15 de septiembre, el padre Perboyre y su hermano el padre Baldus se hallan en su residencia de Tcha-Yuen-Keou. De repente les avisan de que llega un grupo armado. Los misioneros huyen cada uno por su lado para no caer los dos en manos de los enemigos. Juan Gabriel se esconde en un espeso bosque, pero al día siguiente un desdichado catecúmeno lo traiciona por una recompensa de treinta taeles (moneda china). Los soldados le desgarran las vestiduras, lo visten con harapos, lo amordazan y se van a la posada a celebrar su arresto.

Interrogado por el mandarín de la subprefectura, Juan Gabriel responde con firmeza que es europeo y predicador de la religión de Jesús. Empiezan entonces a torturarlo, pero por temor a que sucumba lo sientan en una banqueta y le atan fuertemente las piernas. Así pasa la noche el piadoso padre, bendiciendo a Jesús por concederle el honor de padecer sus mismos sufrimientos. Trasladado a la prefectura, al cabo de un penosísimo viaje a pie, con grilletes en el cuello, en las manos y en los pies, sufre cuatro interrogatorios. Para obligarlo a hablar, lo ponen de rodillas durante muchas horas sobre cadenas de hierro. A continuación, lo cuelgan de los pulgares y le golpean en la cara cuarenta veces con suelas de cuero para obligarle a renegar de su fe. Pero, reconfortado por la gracia de Dios, lo sufre todo sin quejarse.

Después es trasladado a Ou-Tchang-Fou, ante el virrey, donde debe responder en una veintena de interrogatorios. El virrey quiere obligarlo en vano a caminar sobre un crucifijo. Lo golpean con correas de cuero y con palos de bambú hasta el agotamiento, o bien lo levantan a gran altura con la ayuda de poleas y lo dejan desplomarse hasta el suelo. Pero el alma del piadoso padre permanece unida a Dios. «¿Así que sigues siendo cristiano? – ¡Oh, sí¡ ¡Y me siento feliz por ello!». Finalmente, el virrey lo condena al estrangulamiento; pero como quiera que la sentencia no puede ejecutarse hasta que sea ratificada por el emperador, Juan Gabriel Perboyre sigue en prisión durante algunos meses.

«¡Irreconocible!»

Ningún cristiano había podido llegar junto a él mientras los mandarines lo torturaban; sin duda se vanagloriaban con la esperanza de que, al privarlo de cualquier ayuda, conseguirían vencer su constancia con mayor facilidad. Pero esa severa consigna es suavizada después del último interrogatorio. Uno de los primeros en poder penetrar en la cárcel es un religioso lazarista chino llamado Yang. ¡Qué desgarrador espectáculo aparece ante su mirada! Enmudece, derrama abundantes lágrimas y apenas consigue dirigir unas palabras al mártir. El padre Juan Gabriel desea confesarse, pero dos oficiales del mandarín que se hallan constantemente a su lado se lo impiden. Ante la petición de un cristiano que acompaña al padre Yang, consienten en apartarse un poco, y el misionero puede entonces confesarse.

Los demás prisioneros, encarcelados a causa de delitos comunes, testigos de la piadosa vida del padre Juan Gabriel, no tardan en apreciarlo; ideas hasta entonces desconocidas se abren paso en sus endurecidas almas. Admiradores de tantas virtudes, proclaman que tiene derecho a todo tipo de respeto. Él, por su parte, se halla completamente feliz en medio de los sufrimientos, porque lo vuelven más conforme con su divino modelo.

«Es todo lo que deseaba»
Por fin, el 11 de septiembre de 1840, después de un año entre grilletes y torturas, es conducido hasta el lugar de la ejecución. Le atan brazos y manos a la barra transversal de una horca en forma de cruz, y le sujetan ambos pies a la parte baja del poste, sin que toquen el suelo. El verdugo le pone en el cuello una especie de collar de cuerda en el que introduce un trozo de bambú. Con calculada lentitud, el verdugo aprieta dos veces la cuerda alrededor del cuello de la víctima. Una tercera torsión más prolongada interrumpe la plegaria continua del mártir, haciéndolo entrar en el inmenso y eterno gozo de la corte celestial. Tiene 38 años. Una cruz luminosa aparece en el cielo, visible hasta Pekín. Ante el asombro de todos, contrariamente a lo que sucede con los rostros de los ajusticiados por estrangulamiento, el de Juan Gabriel está sereno y conserva su color natural.

«El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana» (CIC, 2473). El sacrificio de San Juan Gabriel Perboyre produjo muchos frutos espirituales, muchos de los cuales son visibles: al igual que él, muchos cristianos chinos dieron su vida por Cristo, y la religión cristiana se desarrolló en China hasta requerir la construcción de catorce vicarías apostólicas. Más recientemente, las persecuciones del régimen comunista no han conseguido extinguir la fe.

San Juan Gabriel nos recuerda a nosotros mismos que «Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación» (CIC, 2472). Ese testimonio no siempre conduce al martirio de la sangre, pero supone la aceptación de la cruz de cada día. 

Empeñémonos en llevarla con amor, con la ayuda de la Santísima Virgen, y alcanzaremos el cielo, arrastrando con nosotros multitud de almas: «Más allá de la cruz, no hay otra escala por la que podamos subir al cielo» (Santa Rosa de Lima). Es la gracia que, en este comienzo de año, pedimos a San José, para Usted y para todos sus seres queridos, vivos y difuntos.
Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval
(Hoy también se recuerda a San Orlando)