¡Oh!, San Pompilio, vos, sois el hijo del Dios de la vida, su amado
santo, educador y predicador, además de ser llamado “El Taumaturgo
de Nápoles”. Muy niño hallasteis un cuadro de Nuestra Señora y
frente a ella, dijisteis: “Un día, cuando yo sea sacerdote, vendré y
celebraré la misa delante de este cuadro”. Y, así fue, porque vos,
deseasteis ardientemente ser sacerdote, pero, como ya teníais otro
hermano en el seminario, vuestro padre, os negó el permiso. Pero,
él, murió con fama de santidad y vos, fugasteis de la casa paterna,
para lograr vuestro propósito y exponiendo fuertes razones para
ello, lograsteis que vuestro padre aceptase que quedaseis con los
escolapios. Ya ordenado, os dedicasteis a enseñar a los niños pobres
en las Escuelas Pías y aunque vuestra salud era mala, a pesar de ello,
nunca faltabais a vuestras clases y vuestros alumnos mostraban
felices progresos. Veíais lo lejos lo que sucedía en otra parte, y
anunciabais los mismos. Un día estando en clase mirando a lo lejos
dijisteis a vuestros alumnos: “Algo grave está sucediendo a uno
de los nuestros”. Y, preguntasteis: “¿Quién falta en la clase?”. Y,
os respondieron: “Juan Capretti”. Y dijisteis: “Recemos por él,
porque está en grave peligro”. Y, enviando un alumno le dijisteis:
“Vaya a la casa de Juan y pregunte por él”. Y, lo encontraron en el
suelo tendido, lo sacudieron y despertó. Luego contó: “Sentí un
terribilísimo dolor de cabeza y creí que me moría. Pero de un
momento a otro como que una mano pasó sobre mi frente y recobré
la salud”. El mensajero volvió a la clase a contar lo sucedido, y vos,
dijisteis: “Dios ha escuchado la oración que dirigimos por nuestro
amigo Juan”. Vuestra devoción a Nuestra Señora era inmensa. A
todos os recomendabais: “Sean muy devotos de la Nuestra Señora”.
Más tarde, fuisteis a vuestra casa y celebrasteis una misa frente
al cuadro que de niño encontrasteis en el sótano. Y, exclamasteis:
“Bendito sea Dios que me ha permitido cumplir aquellas palabras
que de niño dije al encontrar este cuadro de la Virgen Santa en el
sótano”: “Un día celebraré misa ante la imagen de Nuestra Señora”.
Trabajabais con campesinos y pastores pobres. Andabais kilómetros y
kilómetros y se os gastaban vuestros zapatos y caminabais descalzo,
y a quien os llamaba la atención diciéndoos que esto era indigno
de un sacerdote, os respondíais: “No se afane que así andaba Nuestro
Señor”. Vuestra sotana era remendada y así, cumplíais lo que Jesús
había dicho: “Dichosos los pobres porque de ellos será el Reino
de los Cielos”. Hacíais el viacrucis en vivo y os cargabais al hombro
una cruz y descalzo subíais a la montaña rezando con el pueblo.
En Nápoles predicabais fuerte contra los usureros y los que en casas
de compraventa favorecían a los tramposos y aquellos, os inventaron
calumnias y os acusaron. Pero, el pueblo de Nápoles se manifestó
en vuestro favor, que el rey tuvo que decretar que podíais volver a
la ciudad. Vuestros milagros y prodigios eran maravillosos y a diario.
Os, elevabais por los aires mientras rezabais. Aquella vida, os agotó
mucho, y voló vuestra alma la cielo, para coronada ser de luz, como
premio a vuestra entrega de amor. Y, un día en medio de vuestros
compañeros exclamasteis: “Oh la Madre preciosa. La Mamá linda
viene a llevarme al cielo”. Y, así, os marchasteis fiel y dulcemente;
¡oh!, San Pompilio; “vivo taumaturgo del amor del Dios de la vida”.
© 2016 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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San Pompilio
Educador y predicador
08 de Abril
(año 1766).
San Pompilio fue llamado “El Taumaturgo de Nápoles” (Taumaturgo es el que consigue milagros, el que obra prodigios).
Nació en Montecalvo (Italia) en 1710, de una familia adinerada y de
mucho abolengo, o sea, con antepasados que habían sido famosos e
importantes.
Cuando apenas tenía diez años se encontró en el sótano de su casa un
cuadro antiquísimo de la Sma. Virgen y quitándole el polvo, lo colocó en
su habitación y le dijo a la mamá: “Un día, cuando yo sea sacerdote,
vendré y celebraré la misa delante de este cuadro”. Sus hermanos se
reían pero él estaba seguro de que sí iba a ser así.
Su padre quería que se dedicara a administrar los bienes de la
familia, pero el joven deseaba ardientemente ser sacerdote. Sin embargo
como ya tenía otro hermano en el seminario, el papá le negó el permiso
para hacer estudios sacerdotales, añadiendo que le bastaba con tener un
hijo sacerdote.
Más sucedió que el hermano seminarista murió con gran fama de
santidad y entonces nuestro joven se reafirmó en su propósito de llegar a
ser sacerdote. Y como su padre se oponía, un día, después de escuchar
un hermoso sermón vocacional de un Padre Escolapio se puso de acuerdo
con el predicador y se fugó de la casa paterna, dejando a su padre una
carta pidiéndole excusas por ese atrevimiento.
El papá corrió a la casa de los Padres Escolapios a reclamar a su
hijo, pero Pompilio le demostró tan grandes deseos de llegar al
sacerdocio y le expuso tan fuertes razones para ello, que su padre tuvo
al fin que aceptar y lo dejó en el seminario.
A los 24 años fue ordenado sacerdote y la comunidad lo dedicó a
enseñar a los niños pobres de las Escuelas Pías (Escolapios se llaman
los padres que enseñan en las Escuelas Pías).
Su salud era muy deficiente y una tos continua lo hacía sufrir mucho,
pero a pesar de esto nunca faltaba a sus clases y sus alumnos hacían
verdaderos progresos, muy notorios a todos.
Y entonces empezó a tener fama de ver a lo lejos lo que estaba
sucediendo en otra partes. De vez en cuando se quedaba con la mirada
fija en la lejanía y anunciaba hechos que sucedían a gran distancia. Un
día estando en clase se quedó mirando hacia lo lejos y dijo a sus
alumnos: “Algo grave está sucediendo a uno de los nuestros”. Luego
preguntó: “¿Quién falta en la clase?”. Le respondieron: “Juan Capretti”.
Se quedó un rato pensando y exclamó: “Recemos por él, porque está en
grave peligro”. Luego envió a un alumno y le dijo: “Vaya a la casa de
Juan y pregunte por él”. El muchacho llegó a la casa de Capretti y
preguntó si sabían dónde estaba. La mamá y la hija, que se imaginaban
que estaría en la escuela, corrieron a su habitación lo encontraron
tendido por el suelo. Lo sacudieron y despertó de un ataque. Luego
contó: “Sentí un terribilísimo dolor de cabeza y creí que me moría. Pero
de un momento a otro como que una mano pasó sobre mi frente y recobré
la salud”. Cuando el mensajero volvió a la clase a contar lo sucedido,
el padre Pompilio dijo muy contento a los jóvenes: “Dios ha escuchado la
oración que dirigimos por nuestro amigo Juan”.
Su devoción a la Sma. Virgen era inmensa. En sus ratos libres
fabricaba camándulas y las regalaba a todos los que querían rezar el
rosario. A todos les recomendaba: “Sean muy devotos de la Sma. Virgen
María”.
Cuando después de varios años de ser sacerdote, fue por primera vez a
celebrar la Santa Misa en su casa, su madre, sin recordar lo que él
había dicho en su niñez, le preparó el altar frente al cuadro que de
niño había sacado del sótano. Pompilio al final de la misa exclamó:
“Bendito sea Dios que me ha permitido cumplir aquellas palabras que de
niño dije al encontrar este cuadro de la Virgen Santa en el subterráneo:
“Un día celebraré misa ante esta imagen de la Sma. Virgen”.
Los superiores lo enviaron de misionero a pueblos muy alejados, donde
no había sino campesinos y pastores pobres. El andaba kilómetros y
kilómetros y se le gastaban mucho sus zapatos y no tenía dinero para
reponerlos. Entonces dispuso caminar descalzo y así lo hizo por
muchísimos caminos. A quien le llamaba la atención diciéndole que esto
era indigno de un sacerdote, le respondía: “No se afane que así andaba
Nuestro Señor”. Su sotana era de lo más remendado que se encontraba,
pero así imitaba también la pobreza de Jesús, y cumplía lo que dijo el
Divino Maestro: “Dichosos los pobres porque de ellos será el Reino de
los Cielos”. Y con estas penitencias lograba la conversión de muchos
pecadores.
En Semana Santa hacía el viacrucis al vivo y él se cargaba al hombro
una pesadísima cruz y descalzo subía a una montaña rezando el santo
viacrucis con el pueblo. Las gentes se admiraban de su santidad y de sus
penitencias y trataban de hacer también algunos sacrificios.
Fue enviado a Nápoles y allá predicaba muy fuerte contra los usureros
y los que en casas de compraventa favorecen a los tramposos. Entonces
los dueños de las compraventas dispusieron inventarle toda clase de
calumnias y lo acusaron ante el Sr. Arzobispo. Y lograron convencerlo.
El prelado les dio permiso de que llevaran la acusación ante el rey. Y
tantas mentiras dijeron que el rey decretó que el padre Pompilio debía
ser expulsado.
Llegaron los policías a la casa de los Padres a llevarse al Padre al
destierro, pero él subiéndose a la carroza les dijo que sin permiso del
superior no podía alejarse. Y por más fuerte que les dieron a los
caballos, no se movieron. Entonces llamaron al Superior el cual le dijo:
“Pueden irse, Padre”, y en ese momento pareció como que les hubieran
soltado las patas a los caballos y salieron a galope.
Los que lo llevaban al destierro lo vieron suspirar y le preguntaron: “¿Por qué suspira, por tener que irse al destierro?”. Y él respondió: “Suspiro porque el que se inventó todas estas calumnias, le ha tocado irse ahora para la eternidad a dar cuentas a Dios”. Y así fue. Aquel mismo día el inventor de las calumnias murió de repente.
Y el pueblo de Nápoles hizo tantas manifestaciones en favor del padre
Pompilio, que el rey tuvo que decretar que podía volver a la ciudad.
Pero para evitar más problemas los superiores lo dedicaron a predicar en
los pueblos de los alrededores.
Y sucedió que un niño se cayó a un hoyo muy profundo y parecía que se
ahogaba. La mamá llamó a nuestro santo. El se puso a rezar y el agua
del pozo se fue subiendo y sacó al niño hasta la orilla, sin haberse
ahogado.
Sus milagros y prodigios eran continuos y maravillosos. A veces se
elevaba por los aires mientras rezaba.Pero los agotadores trabajos por
la salvación de las almas lo debilitaron y en 1766, cuando apenas tenía
56 años, un día en medio de sus compañeros religiosos exclamó: “Oh la
Madre preciosa. La Mamá linda viene a llevarme al cielo”. Y murió
dulcemente.
Petición
Quiera Dios enviarnos muchos profesores y predicadores tan
entusiastas y fervorosos como San Pompilio, aunque no logren hacer
tantos milagros como él.
Tened fe y nada será imposible para vosotros. (Jesucristo)