¡Oh!, San Gregorio Barbarigo, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo. Huérfano como fuisteis,
vuestro padre, os formó de manera increíble y, os hizo
conocer el campo de la guerra, la ciencia y la diplomacia,
pero a vos, os atraía más, el cielo y sus santos frutos:
tener una relación con Dios y la salvación de las almas.
Os encantaba la astronomía y admirabais la gran obra
de Dios. Y, así, un día, ordenado fuisteis sacerdote, y,
os confiaron muchos puestos, entre otros, el de presidente
ser de la comisión para atender a los enfermos de tifo.
Y, vos, allí, mostrasteis cuánto de Dios, teníais, pues
visitabais enfermos, enterrabais muertos, ayudabais viudas
y huérfanos y consolabais hogares que en la orfandad habían
quedado. Vendisteis vuestros bienes y los donasteis a
los pobres, y así, os propusisteis imitar en todo a
San Carlos Borromeo. Propagasteis libros religiosos y leer
a San Francisco de Sales. Cuando salíais a evangelizar,
os hospedabais en casas de vuestros pobres y con ellos
comíais. De día, enseñabais catecismo, y, a la gente pobre
atendíais y por la noche en oración la pasabais. Con el
cargo de Cardenal, os mostrabais como un sencillo sacerdote.
Fundasteis imprentas y propagasteis libros religiosos, y,
os esmerasteis para formar seminaristas que fuesen excelentes
sacerdotes. La gente decía: “Monseñor es misericordioso
con todos. Con el único con el cual es severo es consigo
mismo”. Vos repetíais: “para el cuerpo basta poco alimento
y ordinario, pero para el alma son necesarias muchas
lecturas y que sean bien espirituales”. Y, así, luego de
haber gastado vuestra vida, en buena lid, voló vuestra
alma al cielo, para coronada ser, con corona de luz,
como premio justo a vuestra entrega de inmenso amor y fe;
¡Oh!, San Gregorio Barbarigo, “viva misericordia de Dios”.
© 2016 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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18 de Junio
San Gregorio Barbarigo
Obispo
Año 1697
Dios nos mande muchos Gregorios más, así de santos y generosos. Quien generosamente da, generosamente recibirá. Prv. 11.
Este simpático santo nació en Venecia (Italia) en 1632, de familia
rica e influyente. La madre murió de peste de tifo negro, cuando el niño
tenía solamente dos años. Pero su padre, un excelente católico, se
propuso darle la mejor formación posible. El papá lo instruyó en el arte
de la guerra y en las ciencias, y lo hizo recibir un curso de
diplomacia, pero al joven Gregorio lo que le llamaba la atención era
todo lo que tuviera relación con Dios y con la salvación de las almas.
Estudiando astronomía admiraba cada día más el gran poder de Dios, al
contemplar tan admirables astros y estrellas en el firmamento. Deseaba
ser religioso, pero su director espiritual le aconsejó que más bien se
hiciera sacerdote de una diócesis, porque tenía especiales cualidades
para párroco. Y a los 30 años fue ordenado sacerdote.
Un amigo suyo y de su familia, el Cardenal Chigi, había sido elegido
Sumo Pontífice con el nombre de Alejandro VII, y lo mandó llamar a Roma.
Allá le concedió un nombramiento en el Palacio Pontificio y le confió
varios cargos de especial responsabilidad.
Y en ese tiempo llegó a Roma la terrible peste de tifo negro (la que
había causado la muerte a su santa madre) y el Santo Padre, conociendo
la gran caridad de Gregorio, lo nombró presidente de la comisión
encargada de atender a los enfermos de tifo. Desde ese momento Gregorio
se dedica por muchas horas cada día a visitar enfermos, enterrar
muertos, ayudar viudas y huérfanos y a consolar hogares que habrían
quedado en la orfandad.
Acabada la peste, el Sumo Pontífice le ofrece nombrarlo obispo de una
diócesis muy importante, Bérgamo. El Padre Gregorio le pide que lo deje
antes celebrar una misa para saber si Dios quiere que acepte ese cargo.
Durante la misa oye un mensaje celestial que le aconseja aceptar el
nombramiento. Y le comunica su aceptación al Santo Padre.
Llega a Bérgamo como un sencillo caminante, y a los que proponen
hacerle una gran fiesta de recibimiento, les dice que eso que se iba a
gastar en fiestas, hay que emplearlo en ayudar a los pobres. Luego él
mismo vende todos sus bienes y los reparte entre los necesitados y se
propone imitar en todo al gran arzobispo San Carlos Borromeo que vivía
dedicado a las almas y a las gentes más abandonadas. En Bérgamo jamás
deja de ayudar a quien le pide, y los pobres saben que su generosidad es
inmensa.
Propaga libros religiosos entre el pueblo y recomienda mucho los
escritos de San Francisco de Sales. En sus viajes misioneros se hospeda
en casas de gente muy pobre y come con ellos, sin despreciar a nadie.
Después de pasar el día enseñando catecismo y atendiendo gentes muy
necesitadas, pasa largas horas de la noche en oración. El portero del
palacio tiene orden de llamarlo a cualquier hora de la noche, si algún
enfermo lo necesita. Y aun entre lluvias y lodazales, a altas horas de
la noche se va a atender moribundos que lo mandan llamar. Y es obispo.
El médico le aconseja que no se desgaste tanto visitando enfermos,
pero él le responde: “ese es mi deber, y ¡no puedo obrar de otra
manera!”. El Sumo Pontífice lo nombra obispo de una ciudad que está
necesitando mucho un obispo santo. Es Padua. Los habitantes de Bérgamo
decían: “Los de Milán tuvieron un obispo santo, que fue San Carlos
Borromeo. Nosotros también tuvimos un obispo muy santo, Mr. Gregorio.
Que gran lástima que se lo lleven de aquí”. En Padua se encuentra con
que los muchachos no saben el catecismo y los mayores no van a Misa los
domingos. Se dedica él personalmente a organizar las clases de catecismo
y a invitar a todos a la S. Misa. Recorrió personalmente las 320
parroquias de la diócesis. Organizó a los párrocos y formó gran número
de catequistas. Aun a las regiones más difíciles de llegar, las visitó,
con grandes sacrificios y peligros. En pocos años la diócesis de Padua
era otra totalmente distinta. La había transformado su santo obispo.
El nuevo Pontífice Inocencio XI nombró Cardenal a Monseñor Gregorio
Barbarigo, como premio a sus incansables labores de apostolado. El
siguió trabajando como si fuera un sencillo sacerdote. Fundó imprentas
para propagar los libros religiosos, y se esmeró con todas sus fuerzas
por formar lo mejor posible a los seminaristas para que llegaran a ser
excelentes sacerdotes. Todos estaban de acuerdo en que su conducta era
ejemplar en todos los aspectos y en que su generosidad con los pobres
era no sólo generosa sino casi exagerada.
La gente decía: “Monseñor es misericordioso con todos. Con el único
con el cual es severo es consigo mismo”. Su seminario llegó a tener fama
de ser uno de los mejores de Europa, y su imprenta divulgó por todas
partes las publicaciones religiosas. El andaba repitiendo: “para el
cuerpo basta poco alimento y ordinario, pero para el alma son necesarias
muchas lecturas y que sean bien espirituales”. San Gregorio murió
santamente el 17 de junio del año 1697.