¡Oh!, Santa Prisca, vos, sois la hija del Dios de la vida y
su amada santa, y que, en vez alguna, San Pablo os agradeció
el haber puesto en peligro vuestra vida, para, la del Apóstol
defender: “Saludad a Prisca y Aquila, mis cooperadores en
Cristo Jesús, los cuales para salvar mi vida expusieron su
cabeza”. Vuestros captores no tuvieron consideración alguna,
de lo niña que aún erais y el juez, creyó que erais fácil
de convenceros y que apostataseis, y os sugirió que hicierais
una ofrenda ante Apolo, poniendo unos granos de incienso
en el fuego. Y, así, todo el proceso contra vos, concluiría
pero, vos, iluminada por el Espíritu Santo, respondisteis a
viva voz: “¡Yo sólo soy de Jesucristo!”. Y, casi de inmediato
fuisteis llevada a la cárcel para que pudieseis meditar y
cambiaseis. De nada sirvieron todas las formas en que abogaron
por vos, y terminasteis vuestra corta vida, con la cabeza
cortada. El fuego no llegó a quemaros, tampoco el león, os
destrozó vuestro cuerpo, éste de pronto, manso se volvió, y
en la misma arena, os lamió las manos y los pies. ¿Hambre?
¿Huesos descoyuntados? ¡Nada de ello os importó! Solo quedó
en la plaza vuestro gesto altivo, decidido y enamorado que
mantuvisteis hasta el momento en que entregasteis vuestra
alma al único dueño de ella: vuestro Dios de la vida, el
Cristo vuestro. Y, así, Él, os coronó, con corona de luz,
como justo premio a vuestro grande amor. Y, quedan de vos,
vuestras santas reliquias en la iglesia a la que vos, le dais
vuestro nombre y la mención imperecedera que hacen de vuestra
vida, el martirologio de San Gregorio y en el martirologio romano;
¡oh!; Santa Prisca, “vivo amor a Cristo, más allá de la muerte”.
© 2016 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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18 de Enero
Santa Prisca
Virgen y Mártir
Roma, 54
En la literatura neotestamentaria ya aparecen los nombres de Prisca y
Priscila. Alguna vez agradece San Pablo la entereza de alguna de ellas
que puso su vida en peligro por defender la del Apóstol. Con respecto al
martirio de Prisca se entremezcla en el relato, como veremos, la verdad
y la ficción, la historia y la fábula.
Ha nacido en Roma y tiene 13 años. Aún no ha dejado de ser una niña. Es de una familia ilustre. El juez la ha recibido como cristiana descubierta y al verla tan niña piensa que es fácil convencerla para que se convierta y apostate. Ante el templo de Apolo le hace la sugerencia de ofrecer el sacrificio poniendo unos granos de incienso en el fuego y todo el proceso habrá concluído. “Yo sólo soy de Jesucristo” sale de sus labios con el suave timbre de voz de doncella y con la firmeza de un curtido soldado.
En la cárcel la ponen para que medite y haga el cambio. Corren los
tiempos de Claudio.El juez está ahora en un apuro; es tan impopular
ejecutar a una joven y tan difícil asimilar perder la partida con quien
tiene tan pocos años… Siempre habrá intercesores, mediadores ante el
juez y Prisca que está anclada en su decisión y va in crescendo su
voluntad de ser fiel.
Vienen conocidos llenos de misericordia, prudentes llenos de
compasión, amigos de la paz que rechazan la violencia; todos ellos
intentan bajarla de su propósito; le hablan de la felicidad que le
espera en la vida que sólo está empezando, le proponen una existencia
plagada de deleites, afirman sin rubor su belleza, restan importancia al
asunto del incienso e intentan suavizar la situación. Son los mediocres
de turno, los que se muestran como son por carencia de ideales; todo es
falso en su vida menos lo práctico que les reporta utilidad. Pero todo
es inútil.
Prisca termina su corta vida con la cabeza cortada fuera de la
ciudad. Fue enterrada en Via Ostia el 18 de Enero. Sus reliquias se
conservan en Roma en la iglesia a la que da nombre. La menciona en su
lista el martirologio de San Gregorio y el martirologio romano.
¡Qué más dan los adornos posibles que la leyenda acumula en los
siglos sobre los detalles de su proceso y muerte! Que importa si hubo o
no morbo en el forzado proceso de reducción; si fue una o tres veces la
que estuvo en la cárcel; si su carne fue quemada con grasa derretida; si
su cuerpo fue o no rasgado con uñas de acero, ni si los azotes fueron
emplomados o no; si el fuego llegó a quemarla o se libró de modo
milagroso. Ni siquiera interesa el león que se volvió manso en el
anfiteatro y le lamió las manos y los pies. No importa el tormento del
hambre, ni tampoco los huesos descoyuntados. Sólo resalta en la historia
la actitud altamente llamativa, decidida, de enamorada que mantiene
hasta la muerte una muchacha tan madura que pospone el triunfo de su
vida a la fidelidad a su Cristo, a su Dios.
Autor: Archidiócesis de Madrid