Texto del Evangelio (Mc 8,27-35): En
aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de
Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos:
«¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos, que
Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Y
Él les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le
contesta: «Tú eres el Cristo».
Y les mandó enérgicamente que a
nadie hablaran acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del
hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días.
Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a
reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a
Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus
pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Llamando
a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque
quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por
mí y por el Evangelio, la salvará».
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«Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy día nos encontramos con situaciones similares a la descrita en
este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos preguntara «¿quién
dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que informarle
acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con
echar una ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios
de comunicación. Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo
de la Iglesia”. Después de tantos años, nos dolemos y —con santa
Faustina— nos quejamos ante Jesús: «¿Por qué es tan pequeño el número de
los que Te conocen?».
Jesús, en aquella ocasión de la confesión
de fe hecha por Simón Pedro, «les mandó enérgicamente que a nadie
hablaran acerca de Él» (Mc 8,30). Su condición mesiánica debía ser
transmitida al pueblo judío con una pedagogía progresiva. Más tarde
llegaría el momento cumbre en que Jesucristo declararía —de una vez para
siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70). Desde entonces, ya
no hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo de Dios
venido al mundo por nuestra salvación. Más aun: todos los bautizados
tenemos ese gozoso deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo
el mundo y a toda criatura (cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación
de la Buena Nueva es tanto más urgente si tenemos en cuenta que acerca
de Él se siguen profiriendo todo tipo de opiniones equivocadas, incluso
blasfemas.
Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de
su Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles
que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos
recuerda que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las
persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí,
pues, el camino para seguir a Cristo y darlo a conocer: «Si alguno
quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Mc 8,34).