¡Oh!, San Guillermo, vos, sois el hijo del Dios de la vida,
y su amado santo, que, en la humildad de vuestra mortificación,
el don de milagros recibisteis. “Es necesario que mediante
el trabajo de nuestras manos nos procuremos el sustento para
el cuerpo, el vestido aunque pobre y medios necesarios para
poder socorrer a los pobres. Pero ello no debe ocupar todo el
día, ya que debemos encontrar tiempo suficiente para dedicarlo
al cuidado de la oración con la que granjeamos nuestra salvación
y la de nuestros hermanos”. Decíais vos, e invitabais a los
que querían seguiros e imitaros al lado vuestro. Santiago de
Compostela, os recuerda vuestra peregrinación, cuando, cargando
cadenas, que casi arrastrar no podíais y, sin casi alimentaros,
a la casa de cierto caballero llegasteis y dijisteis: “Señor, estas
cadenas se me rompen continuamente y me hacen muchos honores
porque son vistas por todos. ¿No serías tan bueno que me dieras
una coraza para llevarla escondida junto a mis carnes y un
casquete para mi cabeza? Y, así fue. Con supremo esfuerzo, y
con dolor inenarrable, con Dios cumplisteis. En Montevergine
fundasteis vuestro monasterio y purificasteis la corte y los
palacios de tanto pecado como se cometía. Príncipes y labriegos,
hombres y mujeres su mala vida abandonaron, imitándoos y dejando
todo, por seguir a Jesucristo. Y, vos, hombre de virtuosa y
humilde vida, después de haberos gastado en buena lid, vuestra
alma entregasteis a Dios, para coronada ser de luz, como justo
premio a vuestra grande e increíble entrega de amor y esperanza;
¡oh!, San Guillermo, de Vercelli; “mortificación y milagros”.
© 2015 Luis Ernesto Chacón Delgado
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25 de Junio
San Guillermo de Vercelli
Monje
(† 1142)
Nació por el año 1085 en Vercelli, como indica su nombre, en el norte
de Italia. Pocas cosas sabemos de su nacimiento e infancia, pero sí de
su juventud y mocedad como un prodigio de mortificación y de don de
milagros.
El solía decir a los monjes que trataban de imitar su vida y
pretendían seguirle a todas partes: “Es necesario que mediante el
trabajo de nuestras manos nos procuremos el sustento para el cuerpo, el
vestido aunque pobre y medios necesarios para poder socorrer a los
pobres. Pero ello no debe ocupar todo el día, ya que debemos encontrar
tiempo suficiente para dedicarlo al cuidado de la oración con la que
granjeamos nuestra salvación y la de nuestros hermanos”.
Ahí estaba sintetizada la vida que él llevaba y la que quería que vivieran también cuantos quisieran estar a su lado.
Cuando todavía era un joven hizo una perigrinación a Santiago de
Compostela que en su tiempo era muy popular y que hacían casi todos los
cristianos que podían. Pero él lo hizo de modo
extraordinario: Se cargó
de cadenas, que casi no podía arrastrar por su gran peso, y apenas
tomaba bocado. Un día llegó a las puertas de una casa de campo y parecía
desfallecer. A pesar de ello habló así al dueño de la misma que parecía
ser un valiente caballero: “Señor, estas cadenas se me rompen
continuamente y me hacen muchos honores porque son vistas por todos. ¿No
serías tan bueno que me dieras una coraza para llevarla escondida junto
a mis carnes y un casquete para mi cabeza? Dicho y hecho. Guillermo
salió de la presencia de aquel caballero con gran esfuerzo, ya que
apenas podía moverse con tanto hierro y con los dolores enormes que le
proporcionaban. Vuelto a Palermo, el rey Rogerio que había oído ya
hablar muchas maravillas de aquel raro peregrino, sintió grandes deseos
de verlo.
En la corte se contaban chascarrillos a su costa y cada uno lo tomaba
a chacota y decía de él las cosas más raras e inverosímiles. En aquella
corte había una mujer que llamaba la atención por su vida deshonesta y
ella al oír hablar de la santidad del peregrino dijo a todos los
cortesanos: “Yo os prometo que le haré caer a ese pobre hombre en mis
redes de lascivia”. Se arregló lo mejor que pudo y se dirigió a
visitarle. El santo hombre la recibió con grandes muestras de simpatía y
tuvo con ella una larga conversación creyendo la dama que ya lo había
conquistado para el pecado. Así volvió contenta a la corte y contó sus
victorias. Pero habían quedado que volvería aquella noche para pasarla
con él. El santo peregrino la invitó, la tomó el brazo y le dijo: “Ven y
acuéstate conmigo en este lecho nupcial”. El extendió las brasas y
llamaradas de una gran hoguera que había hecho preparar y se arrojó en
ellas. La pobrecilla mujer, que se llamaba Inés, cayó avergonzada y
prorrumpió a llorar al ver que no le tocaba el fuego al siervo de Dios.
Hizo penitencia, abrazó la vida religiosa y murió santamente.
En Montevergine fundó un célebre monasterio y purificó la corte y los
palacios de tanto pecado como se cometía. Príncipes y labriegos, hombre
y mujeres abandonaban su mala vida y seguían su ejemplo dejándolo todo
por seguir a Jesucristo.
Desde este Monte Sacro, que ahora se llama como en tiempos de San
Guillermo, Monte de la Virgen (Montevergine), nuestro Santo continuaba
ejerciendo un gran influjo por medio de su oración y vida de sacrificio.
Lleno de méritos, murió el 25 de junio de 1142