25 mayo, 2013

San Beda



Oh, San Beda “el Venerable”, vos, sois
el hijo del Dios de la vida, y su amado
santo, Presbítero y amado Doctor, que,
desde pequeño encontrasteis en “la luz
del mundo”, Cristo Jesús, la pasión de
vuestra vida toda. Y, dedicándoos, con
fervor a meditar y compartir las Escrituras
Sagradas, y vuestro canto en la Iglesia.
Vos, hacíais lo que más os gustaba: aprender,
enseñar y escribir. Burke, de vos dijo
que erais: “padre de la erudición inglesa”,
pues en vuestra pluma, brilló la filosofía,
cronología, aritmética, gramática, astronomía
música y la Teología, en grado sumo, el
ejemplo de san Isidro, siguiendo, de
sencilla manera y sin complicaciones.
“Te pido, Jesús mío, que me concediste
saborear con delicia las palabras de tu
sabiduría, concederme por tu misericordia
llegar un día a ti, fuente de sabiduría,
y contemplar tu rostro” . “Ahora sostenme
la cabeza y haz que pueda dirigir los
ojos hacia el lugar santo donde he rezado,
porque siento que me invade una gran
dulzura” “He vivido bastante y Dios ha
dispuesto bien de mi vida”. Vuestras
últimas palabras fueron, mientras el monje
escribano sostenía vuestra cabeza. Y, vos,
así, entregasteis vuestra alma a Dios,
quien os premió, coronándoos con corona
de luz, vuestra entrega de amor y fe;
Oh, San Beda, “venerable”, santo y luz.


© 2013 Luis Ernesto Chacón Delgado.
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25 de Mayo
San Beda “el Venerable”
Presbítero y Doctor de la Iglesia
 
Martirologio Romano: San Beda el Venerable, presbítero y doctor de la Iglesia, el cual, servidor de Cristo desde la edad de ocho años, pasó todo el tiempo de su vida en el monasterio de Wearmouth, en Northumbria, en Inglaterra. Se dedicó con fervor en meditar y exponer las Escrituras, y entre la observancia de la disciplina regular y la solicitud cotidiana de cantar en la iglesia, sus delicias fueron siempre estudiar, o enseñar, o escribir (735).
 
Etimológicamente: Beda = Aquel que es un buen guerrero, es de origen germánico.
 
El nombre de Beda o Baeda en lengua sajona quiere decir oración. San Beda, “padre de la erudición inglesa” como lo definió el historiador Burke, murió a los 63 años en la abadía de Jarrow, en Inglaterra, después de haber dictado la última página de un libro suyo y de haber rezado el Gloria Patri. Era la víspera de la Ascensión, el 25 de mayo del 735. Cuando sintió que se acercaba la muerte, dijo: “He vivido bastante y Dios ha dispuesto bien de mi vida”.
 
Beda nació en el año 672 de una modesta familia obrera de Newcastle y recibió su formación en dos monasterios benedictinos de Wearmouth y Jarrow, en donde fue ordenado a los 22 años.
 
Las dos más grandes satisfacciones de su vida las condensó él mismo en tres verbos: aprender, enseñar, escribir. La mayor parse de su obra de escritor tiene su origen y finalidad en la enseñanza. Escribió sobre filosofía, cronología, aritmética, gramática, astronomía, música, siguiendo el ejemplo de san Isidro. Pero san Beda es ante todo un teólogo, de estilo sencillo, accesible a todos.
 
Se le presenta como uno de los padres de toda la cultura posterior, influyendo, por medio de la escuela de York y la escuela carolingia, sobre toda la cultura europea. Entre los monumentos insignes de la historiografía queda su Historia eclesiástica gentis Anglorum, que le mereció ser proclamado en el sínodo de Aquisgrana, en el 836, “venerabilis et modernis temporibus doctor admirabilis”. Le gustaba definirse “historicus verax”, historiador veraz, consciente de haber prestado un servicio a la verdad.
 
Terminó su voluminosa obra histórica con esta oración: “Te pido, Jesús mío, que me concediste saborear con delicia las palabras de tu sabiduría, concederme por tu misericordia llegar un día a ti, fuente de sabiduría, y contemplar tu rostro”. El Papa Gregorio II lo había llamado a Roma, pero Beda le suplicó que lo dejara en la laboriosa soledad del monasterio de Jarrow, del que se alejó sólo por pocos meses, para poner las bases de la escuela de York, de la que después salió el célebre Alcuino, maestro de la corte carolingia y fundador del primer estudio parisiense.
 
Después de haber dictado la última página de su Comentario a san Juan, le dijo al monje escribano: “ahora sostenme la cabeza y haz que pueda dirigir los ojos hacia el lugar santo donde he rezado, porque siento que me invade una gran dulzura”. Fueron sus últimas palabras.