¡Oh! San Francisco de Jerónimo, vos sois el hijo del Dios de la Vida
y su amado santo. Vos, mostrasteis siempre inclinación para la virtud,
y confiaron vuestra educación a una sociedad de sacerdotes que vivían
en santidad. Más adelante, os encargaron enseñar catecismo a los niños
y cuidar del orden en la iglesia; y por vuestra piedad, el arzobispo
de Tarento os confirió la tonsura eclesiástica. Estudiasteis teología,
filosofía, derecho canónico y civil con los jesuitas. Os ordenaron
sacerdote y luego de haberos estado como prefecto de disciplina en el
colegio jesuita de Nápoles, pedisteis vuestra admisión en la Compañía
de Jesús. Os prohibieron celebrar la santa misa más de tres veces por
semana, pero Jesús se os apareció para daros la santa comunión por el
gran amor que os tenía. Os enviaron a las misiones acompañando al padre
Agnello Bruno, famoso predicador de aquél tiempo evangelizando la región
de Otranto, convirtiendo a pecadores y fortificando a los justos. “Los
padres Bruno y Jerónimo parecen no ser simples mortales, sino ángeles
enviados expresamente para salvar las almas”, decían las gentes de aquél
tiempo. Luego, os nombraron predicador de la iglesia de Gesù Nuovo, la
casa profesa de los jesuitas en Nápoles. Incrementasteis el entusiasmo
religioso de la congregación de trabajadores, que secundaba la labor
misionera de los padres jesuitas. A ellos, los animabais a tomar en serio
la religión, que frecuentaran los sacramentos los Domingos y las fiestas
de Nuestra Señora; que todos los días, se hiciese oración mental,
para progresar en la vida espiritual; que practicaran mortificaciones
y penitencias para dominar el cuerpo, y que, fueran devotos del Via
Crucis y de Nuestra Señora. Y, ¡milagro de milagros!, ellos se volvieron
excelentes cooperadores, atrayendo una multitud de pecadores a vuestros
pies. Instituisteis una caja de auxilio, para los gastos en caso de
enfermedad y en caso de muerte. Establecisteis una comunión general el
tercer domingo de cada mes, en aquella Iglesia, con un éxito total.
Vuestros superiores un día os dijeron que "vuestras Indias y vuestro
Japón" serían la ciudad y el reino de Nápoles. Y, así fue, pues la
evangelizasteis durante cuarenta años. Salíais a las calles predicando
sobre la conversión y de la penitencia, de lo inesperado de la muerte
y de la necesidad de estar preparado para ella, del terrible juicio
de Dios y, de los tormentos eternos del infierno. Predicabais en las
calles, plazas e iglesias y el pueblo se aglomeraba para aproximaros
para veros, besaros las manos y tocar vuestra ropa. Vuestros sermones
cortos y directos pero, enérgicos y elocuentes llegaban al fondo de los
corazones de los culpables, tanto que lograbais conversiones milagrosas.
Cuando exhortabais a los pecadores al arrepentimiento, parecíais profeta
del Antiguo Testamento y vuestra voz se tornaba más potente y poderosa,
quizás por ello, el pueblo decía de vos: “Es un cordero cuando habla,
pero un león cuando predica”. Hablabais a la feligresía mostrando la
enormidad del pecado y el terror de los juicios divinos y luego vuestra
voz cambiaba de tono y hablabais de la dulzura y de la bondad de Nuestro
Señor Jesucristo, como esperanza de salvación, conquistando así, los
corazones más endurecidos. Rematabais vuestra prédica, y llamabais a la
conversión, y miles de gentes rodillas en loza, pedían perdón por sus
desmanes. Una vez trajisteis una calavera a su vuestro púlpito para
hablar de la muerte. Otras, vos mismo os descubríais vuestras espaldas
os flagelabais hasta sangrar. En medio de todo, los pecadores confesaban
sus crímenes en voz alta, mujeres de mala vida se arrodillaban delante
del Crucifijo, para ellas, fundasteis refugios y un Asilo del Espíritu
Santo, para sus hijos. Muchas de ellas, abrazaron la vida religiosa.
Un día, predicabais en una plaza cerca de una casa de mala fama, y la
mujer que en ella habitaba, hizo todos los ruidos posibles para no oír
la predicación y otro día viendo que estaba cerrada, preguntasteis qué
había pasado y os respondieron que la mujer, Catalina, había muerto
súbitamente. “¡Muerta!” —exclamasteis sorprendido. “Vamos a verla”.
Y, en compañía del pueblo, subisteis hasta donde estaba el cadáver de
la infeliz. Vos, os quebrasteis y preguntasteis: “Catalina, dime, ¿dónde
estás?” Dos veces repetisteis la misma pregunta y cuando lo hicisteis
por tercera vez, los ojos del cadáver se abrieron, los labios temblaron
y, a la vista de todo mundo, ella respondió con una voz que parecía
venir del otro mundo: “¡En el infierno! ¡En el infierno!”. La respuesta
hizo que todos huyeron de aquel lugar. Y nadie tuvo el valor de volver
a casa, sin antes haber hecho una buena confesión. Vuestro amor, os
llevó hasta los condenados a las galeras, y transformasteis aquél lugar
en refugio de paz y resignación, consiguiendo la conversión de varios
esclavos moros a la verdadera fe. Decíais vos: “Mientras yo conserve
un aliento de vida iré, aunque sea arrastrado, por las calles de Nápoles.
Si caigo debajo de la carga, daré gracias a Dios. Un animal de carga
debe morir bajo su fardo”. Y, así voló vuestra alma al cielo, para ser
coronada con corona de luz, como justo premio a vuestra entrega de amor;
¡Oh! San Francisco de Jerónimo, "vivo Cristo del Dios de la Vida y del Amor".
© 2024 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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11 de Mayo
San Francisco de Jerónimo
Apóstol de Nápoles
San
Francisco de Jerónimo, santo poco conocido en América, a quien hoy
presentamos. Francisco de Jerónimo nació en la pequeña ciudad de
Grottaglie, cerca de Taranto, al sur de Italia, el día 17 de setiembre
de 1642. Sus padres, Juan Leonardo de Jerónimo y Gentilesca Gravina,
además de tener una posición honorífica en la región, se destacaban
sobre todo por la virtud. Tuvieron once hijos, de los cuales Francisco
fue el primogénito. A todos les proporcionaron una excelente educación
religiosa. Como el hijo mayor mostraba una fuerte inclinación para la
virtud, al cumplir los once años sus padres lo confiaron a una sociedad
de sacerdotes que vivían santamente, sin obligarse por votos.
Debido
a las excelentes cualidades del adolescente, fue encargado de enseñar
catecismo a los niños y cuidar del orden en la iglesia. Impresionado por
su piedad, el arzobispo de Tarento le confirió la tonsura eclesiástica a
la edad de dieciséis años. Sus padres lo enviaron entonces a esa ciudad
para estudiar filosofía y teología. Francisco fue después a Nápoles
para estudiar derecho canónico y civil en el Gesù Vecchio, de los
jesuitas, que figuraba en aquel tiempo entre las mejores universidades
de Europa.
Recibió la comunión directamente de Nuestro Señor
Jesucristo Francisco de Jerónimo fue ordenado sacerdote en 18 de marzo
de 1666. Después de pasar cuatro años en el cargo de prefecto de
disciplina en el colegio jesuita de Nápoles, pidió su admisión en la
Compañía de Jesús a los 28 años de edad. En el noviciado, a pesar de ser
el más humilde, fervoroso, mortificado y obediente de todos, para
probarlo, los superiores le prohibieron celebrar la santa misa más de
tres veces por semana. Se cuenta que los otros días el mismo Jesucristo
se le aparecía para darle la santa comunión. Francisco fue entonces
enviado a las misiones populares acompañando a un famoso predicador de
la época, el padre Agnello Bruno.
Durante tres años evangelizaron
la región de Otranto convirtiendo a pecadores y fortificando a los
justos, de tal modo que se decía en la región: “Los padres Bruno y
Jerónimo parecen no ser simples mortales, sino ángeles enviados
expresamente para salvar las almas”. Lo nombraron después predicador de
la iglesia de Gesù Nuovo, la casa profesa de los jesuitas en Nápoles.
Francisco comenzó por incrementar el entusiasmo religioso de una
congregación de trabajadores, cuya finalidad era secundar la labor
misionera de los padres jesuitas. Quería que los congregados, incluso
los más humildes, tomaran muy en serio la religión: que frecuentaran los
sacramentos los domingos y fiestas de la Santísima Virgen; que todos
los días ellos hicieran oración mental, sin la cual no es posible el
menor progreso verdadero en la vida espiritual; que practicaran también
mortificaciones y penitencias para dominar el propio yo, y que fueran
devotos del Via Crucis y de Nuestra Señora. Poco a poco esos
trabajadores se volvieron excelentes cooperadores, haciendo mucho
apostolado y trayendo una multitud de pecadores a los pies de San
Francisco de Jerónimo.
Como vivían apenas del parco salario, el
santo instituyó entre ellos una caja de auxilio que les permitiera
contar con una módica suma para sus gastos en caso de enfermedad. Y, en
caso de muerte, recibir un digno funeral, con el insigne privilegio de
poder ser enterrados en el cementerio de la propia iglesia de Gesù
Nuovo. San Francisco estableció también, en aquella iglesia, una
comunión general el tercer domingo de cada mes. Sus congregados se
dedicaban a difundir esa devoción, y lo hacían con tal éxito que era
común ver a más de quince mil hombres comulgando los domingos.
Sus Indias y su Japón: el reino de Nápoles
Pero
el celo apostólico de San Francisco no se limitaba a ello. Quería ir a
las Indias para convertir infieles como su patrono San Francisco Javier.
Pero sus superiores le respondieron que “sus Indias y su Japón” serían
la ciudad y el reino de Nápoles. Durante 40 años él evangelizará
esta región de modo notable.
Salía
a las calles de la ciudad predicando sobre la necesidad de la
conversión y de la penitencia, de lo inesperado de la muerte y de la
necesidad de estar preparado para ella, del terrible juicio de Dios, de
los tormentos eternos del infierno. Escogía para sus sermones de
preferencia las calles donde hubiese ocurrido algún escándalo. Algunos
días de la semana visitaba los alrededores de Nápoles, a veces hasta 50
poblados en un sólo día. Predicaba en las calles, plazas e iglesias. Y
el resultado era sorprendente. Documentos de la época describen a San
Francisco de Jerónimo como de estatura alta, cejas amplias, grandes ojos
oscuros, nariz aguileña, mejillas secas, pálido, y con una mirada que
reflejaba su austeridad y vida ascética. Todo eso producía una
maravillosa impresión. El pueblo se aglomeraba para aproximarse a él,
verlo, besarle las manos y tocar su ropa.
Sus sermones cortos,
pero enérgicos y elocuentes, tocaban las conciencias culpables de sus
oyentes, operando conversiones milagrosas. Cuando exhortaba a los
pecadores al arrepentimiento, adquiría aires de profeta del Antiguo
Testamento y su voz se hacía más potente y terrible. Por eso el pueblo
decía de él: “Es un cordero cuando habla, pero un león cuando predica”.
Prédicas, arrepentimientos y conversiones
Su
método ordinario era el de mostrar primero la enormidad del pecado y el
terror de los juicios divinos, para suscitar en los oyentes un santo
temor e indignación a causa de sus pecados. Una vez obtenido eso,
cambiaba totalmente el tono, y hablaba de la dulzura y de la bondad de
Nuestro Señor Jesucristo, de modo que la esperanza sustituya a la
desesperación y conquistar así los corazones más endurecidos. Era el
momento que escogía para dirigir un llamado a la conversión, tan dulce y
persuasivo que llevaba a muchos a caer de rodillas y pedir perdón por
sus desmanes. Al final, añadía algún ejemplo categórico de los castigos o
de las gracias de Dios para dejar en las almas una impresión más
profunda. Ante un auditorio voluble e impresionable, Francisco utilizaba
todo cuanto pudiera poner aquellas imaginaciones al servicio de sus
propias almas.
Así, una vez trajo una calavera a su púlpito
improvisado para hablar de la muerte. Otras, cuando nada parecía
conmover a sus oyentes, paraba el sermón, descubría las espaldas y se
flagelaba hasta correr sangre. El efecto era irresistible. Pecadores
comenzaban a confesar sus crímenes en voz alta, mujeres de mala vida se
arrodillaban delante del Crucifijo que él traía y se cortaban los
cabellos en señal de arrepentimiento. San Francisco de Jerónimo fundó
dos refugios para esas pecadoras arrepentidas y el Asilo del Espíritu
Santo, que pronto cobijó a 190 hijos de esas infelices, para darles la
oportunidad de encontrar un futuro menos sombrío. El santo tuvo la
consolación de ver a 22 de esas mujeres abrazar la vida religiosa.
“Catalina, dime, ¿dónde estás?”
Pero no fue siempre así. Un día que predicaba en una plaza cerca de una casa de mala fama, la mujer que en ella habitaba comenzó a hacer todos los ruidos posibles para entorpecer la predicación. El santo continuó hasta el fin. Otro día, predicando en el mismo lugar y viendo la casa cerrada, preguntó qué había pasado. Le respondieron que la mujer, Catalina, había muerto súbitamente. “¡Muerta!” —exclamó San Francisco Jerónimo sorprendido. “Vamos a verla”. Y, en compañía del pueblo, subió la escalera hasta la sala donde estaba el cadáver de la infeliz. Se produjo un silencio sepulcral, que el santo quebró preguntando: “Catalina, dime, ¿dónde estás?” Dos veces repitió la misma pregunta. Cuando lo hizo por tercera vez con voz más autoritaria, los ojos del cadáver se abrieron, los labios temblaron y, a la vista de todo mundo, ella respondió con una voz que parecía venir del otro mundo: “¡En el infierno! ¡En el infierno!”. El susto que provocó fue tan grande, que todos huyeron de aquel lugar maldito. Y nadie tuvo el valor de volver a casa sin antes haber hecho una buena confesión.
San Francisco de Gerónimo
La
caridad de San Francisco de Jerónimo lo llevaba también hasta los
condenados a las galeras, transformando aquel lugar de rebelión y dolor
en refugio de paz y resignación. Allí, con su insuperable caridad y celo
por los almas, consiguió la conversión de varios esclavos moros a la
verdadera fe. Para que sus bautismos influenciaran a fondo los
corazones, los celebraba lo más pomposamente posible. El santo quería
trabajar hasta el fin de sus fuerzas. Decía: “Mientras yo conserve un
aliento de vida iré, aunque sea arrastrado, por las calles de Nápoles.
Si caigo debajo de la carga, daré gracias a Dios. Un animal de carga
debe morir bajo su fardo”. Y eso sucedió el día 11 de mayo de 1716,
cuando entregó su bella alma a Dios, a los 73 años de edad.
(https://www.tesorosdelafe.com/articulo-822-san-francisco-de-jeronimo)