Texto del Evangelio (Mt 3,1-12):Por
aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto
de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Éste es
aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama
en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’.
Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de
cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía
entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran
bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.
Pero
viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza
de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues,
fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro
interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios
de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz
de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y
arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que
viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las
sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene
el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero
la paja la quemará con fuego que no se apaga».
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«Dad fruto digno de conversión» Pbro. Walter Hugo PERELLÓ (Rafaela, Argentina)
Hoy, el Evangelio de san Mateo nos presenta a Juan el Bautista
invitándonos a la conversión: «Convertíos porque ha llegado el Reino de
los Cielos» (Mt 3,2).
A él acudían muchas personas buscando
bautizarse y «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Pero dentro de tanta
gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y
saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal
necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto
digno de conversión» (Mt 3,8).
Habiendo ya comenzado el tiempo de
Adviento, tiempo de gozosa espera, nos encontramos con la exhortación
de Juan, que nos hace comprender que esta espera no se identifica con el
“quietismo”, ni se arriesga a pensar que ya estamos salvados por ser
cristianos. Esta espera es la búsqueda dinámica de la misericordia de
Dios, es conversión de corazón, es búsqueda de la presencia del Señor
que vino, viene y vendrá.
El tiempo de Adviento, en definitiva,
es «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a
la vida entera del cristiano» (San Juan Pablo II).
Aprovechemos,
hermanos, este tiempo oportuno que nos regala el Señor para renovar
nuestra opción por Jesucristo, quitando de nuestro corazón y de nuestra
vida todo lo que no nos permita recibirlo adecuadamente. La voz del
Bautista sigue resonando en el desierto de nuestros días: «Preparad el
camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3).
Así como Juan
fue para su tiempo esa “voz que clama en el desierto”, así también los
cristianos somos invitados por el Señor a ser voces que clamen a los
hombres el anhelo de la vigilante espera: «Preparemos los caminos, ya se
acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven,
Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y
no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas).
Pensamientos para el Evangelio de hoy
- «Si, llamado por Cristo, confesares, se derribarán los muros, se desatarán las cadenas, aunque sea muy fuerte el hedor de la corrupción corporal» (San Ambrosio de Milán)
- «El Bautista predica la recta fe y las obras buenas, para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen. El precursor de Jesús es como una estrella que precede la salida del Sol, de Cristo» (Benedicto XVI)
- «San Juan Bautista, ‘profeta del Altísimo’ (Lc 1,76), sobrepasa a todos los profetas, de los que es el último, e inaugura el Evangelio. Desde el seno de su madre saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser ‘el amigo del esposo’ (Jn 3,29) a quien señala como ‘el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’ (Jn 1,29) (…)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 523)