Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos». El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Recoge, Señor a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.
Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.
No es que ya haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo. Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacía el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús.
Texto del Evangelio (Jn 8,1-11): En
aquel tiempo, Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de madrugada se
presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces
se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevan una
mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro,
esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó
en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?». Esto lo decían para
tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso
a escribir con el dedo en la tierra.
Pero, como
ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de
vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E
inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas
palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más
viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio.
Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha
condenado?». Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo
te condeno. Vete, y en adelante no peques más».
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«Tampoco yo te condeno» Pbro. D. Pablo ARCE Gargollo (Ciudad de México, México)
Hoy vemos a Jesús «escribir con el dedo en la tierra» (Jn 8,6), como
si estuviera a la vez ocupado y divertido en algo más importante que el
escuchar a quienes acusan a la mujer que le presentan porque «ha sido
sorprendida en flagrante adulterio» (Jn 8,3).
Llama la atención
la serenidad e incluso el buen humor que vemos en Jesucristo, aún en los
momentos que para otros son de gran tensión. Una enseñanza práctica
para cada uno, en estos días nuestros que llevan velocidad de vértigo y
ponen los nervios de punta en un buen número de ocasiones.
La
sigilosa y graciosa huida de los acusadores, nos recuerda que quien
juzga es sólo Dios y que todos nosotros somos pecadores. En nuestra vida
diaria, con ocasión del trabajo, en las relaciones familiares o de
amistad, hacemos juicios de valor. Más de alguna vez, nuestros juicios
son erróneos y quitan la buena fama de los demás. Se trata de una
verdadera falta de justicia que nos obliga a reparar, tarea no siempre
fácil. Al contemplar a Jesús en medio de esa “jauría” de acusadores,
entendemos muy bien lo que señaló santo Tomás de Aquino: «La justicia y
la misericordia están tan unidas que la una sostiene a la otra. La
justicia sin misericordia es crueldad; y la misericordia sin justicia es
ruina, destrucción».
Hemos de llenarnos de alegría al saber, con
certeza, que Dios nos perdona todo, absolutamente todo, en el
sacramento de la confesión. En estos días de Cuaresma tenemos la
oportunidad magnífica de acudir a quien es rico en misericordia en el
sacramento de la reconciliación.
Y, además, para el día de hoy,
un propósito concreto: al ver a los demás, diré en el interior de mi
corazón las mismas palabras de Jesús: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11).
Pensamientos para el Evangelio de hoy
- «¿Cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a confesarse pecador» (San Agustín)
- «El Dios Redentor, el Dios tierno, sufre por la dureza del corazón» (Francisco)
- «El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos. Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre (…)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2.840)