¡Oh! San José Cupertino; vos, sois el hijo del Dios de la vida y
su amado santo, de padre pobres, pero de corazón de oro.
Murió vuestro padre, y vuestra madre, no os trató como vos
hubieseis querido, pues crecisteis débil y distraído, tanto que,
se os olvidaba hasta comer. Andabais por las calles con la boca
abierta, y la gente os llamaba “el boquiabierta”. Las gentes os
despreciaban y os creían poca cosa. Pero, lo que no sabían
es que en vuestros deberes piadosos agradabais a Dios. No
os aceptaron los franciscanos, os recibieron los capuchinos,
para después expulsaros por ser distraído. Luego buscasteis a
un familiar rico, pero, declaró éste, que vos, “no erais bueno
para nada”, y os echó a la calle. Vuestra madre, no sintió nada
con vuestra vuelta, y para deshaceros de vos, os envió como
mandadero al convento de los padres franciscanos. Entonces,
el Dios de la Vida, se os hizo presente y cambió vuestra vida
para siempre: os convirtió en experto obrero y os pusieron a
trabajar en el establo y desempeñasteis con destreza todo
cuanto os encomendaban. Y, así, con vuestra humildad y
amabilidad, con vuestro espíritu de penitencia y vuestro
amor por la oración, os fuisteis ganando estima y aprecio
de vuestros compañeros, hasta ser admitido como religioso
franciscano. Os pusieron a estudiar para ser sacerdote, pero,
cuando os ibais a presentar exámenes os trababais en todo y
no erais capaz de responder. En los exámenes finales, la única
frase del evangelio que podíais explicar era: “Bendito el fruto
de tu vientre Jesús”. Y, el jefe de los examinadores dijo: “Voy a
abrir el evangelio, y la primera frase que salga, será la que
tiene que explicar”. Y salió precisamente la única frase que vos
sabíais: “Bendito sea el fruto de tu vientre”. Y, en el examen
para decidir quiénes serían ordenados, los primeros diez que
examinó el obispo respondieron todas las preguntas, tanto que,
suspendió el examen diciendo: ¿Para qué seguir examinando
a los demás si todos se encuentran tan formidablemente
preparados?” Y, así, vos, que estabais de miedo, os librasteis
de aquella prueba, porque Dios, así lo quiso. Tratabais de ganar
almas por medio de la oración y de la penitencia, pues, sabíais
que no teníais cualidades para predicar, ni para enseñar, pero,
entonces suplíais estas falencias haciendo grandes penitencias y
muchas oraciones por los pecadores. Jamás comíais carne ni
bebíais licor. Ayunabais a pan y agua muchos días. Os dedicabais
a los trabajos manuales del convento. Desde el día de vuestra
ordenación sacerdotal vuestra vida fue una serie continúa
de éxtasis, curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales en
un grado tal que no se conocen en cantidad semejante con
ningún otro santo. Bastaba que os hablaran de Dios o del cielo
para que os volvieseis insensible a lo que sucedía a vuestro
alrededor. Un domingo, fiesta del Buen Pastor, os encontrasteis
un corderito, y os lo echasteis al hombro y al pensar en Jesús,
os fuisteis elevando por los aires con él y todo. Vos quedabais
en éxtasis durante la Santa Misa, cuando estabais rezando los
salmos de la Santa Biblia. Un día, unos obreros deseaban llevar
una pesada cruz a una montaña y no lo lograban. Entonces vos,
os elevasteis por los aires con cruz y todo y la llevasteis hasta
la cima del monte. El día de la Asunción de la Virgen, un mes
antes de vuestra muerte, celebrasteis vuestra última misa. Y
estando celebrando quedasteis suspendido por los aires como
si estuvierais con el mismo Dios, en el cielo. Casi al final de vuestra
vida, os llevaron al Sumo Pontífice Urbano Octavo, y estando
hablando con el Papa, quedasteis en éxtasis y os fuisteis elevando
por el aire. El Duque de Hannover, que era protestante, al veros
en éxtasis se convirtió al catolicismo. El Papa Benedicto Catorce,
declaró: “Todos estos hechos no se puede explicar sin una
intervención muy especial de Dios”. A los que le consultaban
problemas espirituales les daba siempre un remedio: “Rezar, no
cansarse nunca de rezar. Que Dios no es sordo ni el cielo es de
bronce. Todo el que pide, recibe”. Y, así, y luego de haber gastado
vuestra santa vida en buena lid, voló vuestra alma la cielo, para
coronado ser con corona de luz, como justo premio a vuestro amor;
¡Oh!, San José Cupertino; “viva vida gloriosa del Dios de la Vida”
© 2016 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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¡Oh!, San José Cupertino; sois vos,
de los éxtasis el príncipe; lego
como erais, Dios os premio con
tan sabroso manjar en esta vida.
Qué hermoso y maravilloso veros
orar, entre las atentas ovejas y
de bandadas seguido, de cientos
de aves en los primaverales campos.
“Bendito el fruto de tu vientre Jesús”,
y bendito fuisteis y salvo para el
cielo, tanto soñado y ansiado por vos.
Terminó, vuestra obra en este mundo,
y voló vuestra alma, para justo premio
recibir: coronada ser de eterna luz;
Oh, San José Cupertino, bendito santo.
© 2011 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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18 de Septiembre
San José Cupertino
Año 1663
José nació en 1603 en el pequeño pueblo italiano llamado Cupertino.
Sus padres eran sumamente pobres. El niño vino al mundo en un pobre
cobertizo pegado a la casa, porque el papá, un humilde carpintero, no
había podido pagar las cuotas que debía de su casa y se la habían
embargado. Murió el papá, y entonces la mamá, ante la situación de
extrema pobreza en que se hallaba, trataba muy ásperamente al pobre niño
y este creció debilucho y distraído. Se le olvidaba hasta comer. A
veces pasaba por las calles con la boca abierta mirando tristemente a la
gente, y los vecinos le pusieron por sobrenombre el “boquiabierta”. Las
gentes lo despreciaban y lo creían un poca cosa. Pero lo que no sabían
era que en sus deberes de piedad era extraordinariamente agradable a
Dios, el cual le iba a responder luego de maneras maravillosas.
A los 17 años pidió ser admitido de franciscano pero no fue admitido.
Pidió que lo recibieran en los capuchinos y fue aceptado como hermano
lego, pero después de ocho meses fue expulsado porque era en extremo
distraído. Dejaba caer los platos cuando los llevaba para el comedor. Se
le olvidaban los oficios que le habían puesto. Parecía que estaba
siempre pensando en otras cosas. Por inútil lo mandaron para afuera.
Al verse desechado, José buscó refugio en casa de un familiar suyo
que era rico, pero él declaró que este joven “no era bueno para nada”, y
lo echó a la calle. Se vio entonces obligado a volver a la miseria y al
desprecio de su casa. La mamá no sintió ni el menor placer al ver
regresar a semejante “inútil”, y para deshacerse de él le rogó
insistentemente a un pariente que era franciscano, para que lo
recibieran al muchacho como mandadero en el convento de los padres
franciscanos.
Sucedió entonces que en José se obró un cambio que nadie había
imaginado. Lo recibieron los padres como obrero y lo pusieron a trabajar
en el establo y empezó a desempeñarse con notable destreza en todos los
oficios que le encomendaban. Pronto con su humildad y su amabilidad,
con su espíritu de penitencia y su amor por la oración, se fue ganando
la estimación y el aprecio de los religiosos, y en 1625, por votación
unánime de todos los frailes de esa comunidad, fue admitido como
religioso franciscano.
Lo pusieron a estudiar para presentarse al sacerdocio, pero le
sucedía que cuando iba a presentar exámenes se trababa todo y no era
capaz de responder. Llegó uno de los exámenes finales y el pobre Fray
José la única frase del evangelio que era capaz de explicar
completamente bien era aquella que dice: “Bendito el fruto de tu vientre
Jesús”. Estaba asustadísimo pero al empezar el examen, el jefe de los
examinadores dijo: “Voy a abrir el evangelio, y la primera frase que
salga, será la que tiene que explicar”. Y salió precisamente la única
frase que el Cupertino se sabía perfectamente: “Bendito sea el fruto de
tu vientre”.
Llegó al fin el examen definitivo en el cual se decidía quiénes sí
serían ordenados. Y los primeros diez que examinó el obispo respondieron
tan maravillosamente bien todas las preguntas, que el obispo suspendió
el examen diciendo: ¿Para qué seguir examinando a los demás si todos se
encuentran tan formidablemente preparados?” y por ahí estaba haciendo
turno para que lo examinaran, el José de Cupertino, temblando de miedo
por si lo iban a descalificar. Y se libró de semejante catástrofe por
casualidad.
Ordenado sacerdote en 1628, se dedicó a tratar de ganar almas por
medio de la oración y de la penitencia. Sabía que no tenía cualidades
especiales para predicar ni para enseñar, pero entonces suplía estas
deficiencias ofreciendo grandes penitencias y muchas oraciones por los
pecadores. Jamás comía carne ni bebía ninguna clase de licor. Ayunaba a
pan y agua muchos días. Se dedicaba con gran esfuerzo y consagración a
los trabajos manuales del convento (que era para lo único que se sentía
capacitado).
Desde el día de su ordenación sacerdotal su vida fue una serie no
interrumpida de éxtasis, curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales
en un grado tal que no se conocen en cantidad semejante con ningún otro
santo. Bastaba que le hablaran de Dios o del cielo para que se volviera
insensible a lo que sucedía a su alrededor. Ahora se explicaban por que
de niño andaba tan distraído y con la boca abierta. Un domingo, fiesta
del Buen Pastor, se encontró un corderito, se lo echó al hombro y al
pensar en Jesús, Buen Pastor, se fue elevando por los aires con cordero y
todo.
Los animales sentían por él un especial cariño. Pasando por el campo,
se ponía a rezar y las ovejas se iban reuniendo a su alrededor y
escuchaban muy atentas sus oraciones. Las golondrinas en grandes
bandadas volaban alrededor de su cabeza y lo acompañaban por cuadras y
cuadras.
Sabemos que la Iglesia Católica llama éxtasis a un estado de
elevación del alma hacia lo sobrenatural, durante lo cual la persona se
libra momentáneamente del influjo de los sentidos, para contemplar lo
que pertenece a la divinidad. San José de Cupertino quedaba en éxtasis
con mucha frecuencia durante la Santa Misa, cuando estaba rezando los
salmos de la S. Biblia. Durante los 17 años que estuvo en el convento de
Grotella sus compañeros de comunidad presenciaron 70 éxtasis de este
santo. El más famoso sucedió cuando 10 obreros deseaban llevar una
pesada cruz a una montaña y no lo lograban. Entonces Fray José se elevó
por los aires con cruz y todo y la llevó hasta la cima del monte.
Como estos sucesos tan raros podían producir movimientos de exagerado
fervor entre el pueblo, los superiores le prohibieron celebrar misa en
público, ir a rezar en comunidad con los demás religiosos, asistir al
comedor cuando estaban los otros ahí, y concurrir a otras sesiones
públicas de devoción.
Cuando estaba en éxtasis lo pinchaban con agujas, le daban golpes con
palos y hasta le acercaban a sus dedos velas encendidas y no sentía
nada. Lo único que lo hacía volver en sí era oír la voz de su superior
que lo llamaba a que fuera a cumplir con sus deberes. Cuando regresaba
de sus éxtasis pedía perdón a sus compañeros diciéndoles: “Excúsenme por
estos ‘ataques de mareo’ que me dan”.
En la Iglesia han sucedido levitaciones a más de 200 santos.
Consisten en elevar el cuerpo humano desde el suelo, sin ninguna fuerza
física que lo esté levantando. Se ha considerado como un regalo que Dios
hace a ciertas almas muy espirituales. San José de Cupertino tuvo
numerosísimas levitaciones.
Un día llegó el embajador de España con su esposa y mandaron llamar a
Fray José para hacerle una consulta espiritual. Este llegó corriendo.
Pero cuando ya iba a empezar a hablar con ellos, vio un cuadro de la
Virgen que estaba en lo más alto del edificio, y dando su típico pequeño
grito se fue elevando por el aire hasta quedar frente al rostro de la
sagrada imagen. El embajador y su esposa contemplaban emocionados
semejante suceso que jamás habían visto. El santo rezó unos momentos, y
luego descendió suavemente al suelo, y como avergonzado, subió corriendo
a su habitación y ya no bajó más ese día.
En Osimo, donde el santo pasó sus últimos seis años, un día los demás
religiosos lo vieron elevarse hasta una estatua de la Virgen María que
estaba a tres metros y medio de altura, y darle un beso al Niño Jesús, y
ahí junto a la Madre y al Niño se quedó un rato rezando con intensa
emoción, suspendido por los aires.
El día de la Asunción de la Virgen en el año 1663, un mes antes de su
muerte, celebró su última misa. Y estando celebrando quedó suspendido
por los aires como si estuviera con el mismo Dios en el cielo. Muchos
testigos presenciaron este suceso.
Muchos enemigos empezaron a decir que todo eso eran meros inventos y
lo acusaban de engañador. Fue enviado al Superior General de los
Franciscanos en Roma y este al darse cuenta que era tan piadoso y tan
humilde, reconoció que no estaba fingiendo nada. Lo llevaron luego donde
el Sumo Pontífice Urbano VIII, el cual deseaba saber si era cierto o no
lo que le contaban de los éxtasis y las levitaciones del frailecito. Y
estando hablando con el Papa, quedó José en éxtasis y se fue elevando
por el aire. El Duque de Hannover, que era protestante, al ver a José en
éxtasis se convirtió al catolicismo.
El Papa Benedicto XIV que era rigurosísimo en no aceptar como milagro
nada que no fuera en verdad milagro, estudió cuidadosamente la vida de
José de Cupertino y declaró: “Todos estos hechos no se puede explicar
sin una intervención muy especial de Dios”.
Los últimos años de su vida, José fue enviado por sus superiores a
conventos muy alejados donde nadie pudiera hablar con él. La gente
descubría donde estaba y corrían hacia allá. Entonces lo enviaban a otro
convento más apartado aún. El sufrió meses de aridez y sequedad
espiritual (como Jesús en Getsemaní) pero después a base de mucha
oración y de continua meditación, retornaba otra vez a la paz de su
alma. A los que le consultaban problemas espirituales les daba siempre
un remedio: “Rezar, no cansarse nunca de rezar. Que Dios no es sordo ni
el cielo es de bronce. Todo el que pide, recibe”.
Murió el 18 de septiembre de 1663 a la edad de 60 años. Que Dios nos
enseñe con estos hechos tan maravillosos, que Él siempre enaltece a los
que son humildes y los llena de gracias y bendiciones.
(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/José_Cupertino.htm)