¡Oh! Santa María
Madre del Dios Vivo
Madre de Cristo redentor
Madre del Perdón infinito
Madre de la Esperanza sin fin
Madre de la Alegría eterna
Madre de la Gracia a raudales
A Vos, entregamos
Con total y absoluta confianza
Nuestros sueños y anhelos
De este Nuevo Año
Para que Vos
Con vuestro Maternal Amor
Realidad hagáis nuestras súplicas
Madre del Dios Vivo
Madre de Cristo redentor
Madre del perdón infinito
Madre de la esperanza sin fin
Madre de la alegría eterna
Madre de la gracia a raudales
¡Kejaritomene!
¡Nueva Eva!
Y así, como en el Concilio de Éfeso
Confiados y seguros de Vuestro favor
Desde el fondo del alma clamamos
Con ardor de corazón
Que sois Vos:
¡La Santa Madre del Dios Vivo!
© 2018 by Luis
Ernesto Chacón Delgado
1 de enero
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
Fuente: Archidiócesis de Madrid
Primera fiesta mariana que apareció en la Iglesia occidental
En la octava de la Natividad del Señor y en el día de su
Circuncisión. Los Padres del Concilio de Efeso la aclamaron como
Theotokos, porque en ella la Palabra se hizo carne, y acampó entre los
hombres el Hijo de Dios, príncipe de la paz, cuyo nombre está por encima
de todo otro nombre.
Es el mejor de los comienzos posibles para el santoral. Abrir el año
con la solemnidad de la Maternidad divina de María es el mejor principio
como es también el mejor colofón. Ella está a la cabeza de todos los
santos, es la mayor, la llena de Gracia por la bondad, sabiduría, amor y
poder de Dios; ella es el culmen de toda posible fidelidad a Dios, amor
humano en plenitud. No extraña el calificativo superlativo de
“santísima” del pueblo entero cristiano y es que no hay en la lengua
mayor potencia de expresión. Madre de Dios y también nuestra… y siempre
atendida su oración.
Los evangelios hablan de ella una quincena de veces, depende del
cómputo que se haga dentro de un mismo pasaje, señalando una vez o más.
El resumen de su vida entre nosotros es breve y humilde: vive en
Nazaret, allá en Galilea, donde concibió por obra del Espíritu Santo a
Jesús y se desposó con José.
Visita a su parienta Isabel, la madre del futuro Precursor, cuando
está embarazada de modo imprevisto y milagroso de seis meses; con ella
convive, ayudando, e intercambiando diálogos místicos agradecidos la
temporada que va hasta el nacimiento de Juan.
Por el edicto del César, se traslada a Belén la cuna de los mayores,
para empadronarse y estar incluida en el censo junto con su esposo. La
Providencia hizo que en ese entonces naciera el Salvador, dándolo a luz a
las afueras del pueblo en la soledad, pobreza, y desconocimiento de los
hombres. Su hijo es el Verbo encarnado, la Segunda Persona de Dios que
ha tomado carne y alma humana.
Después vino la Presentación y la Purificación en el Templo.
También la huída a Egipto para buscar refugio, porque Herodes pretendía matar al Niño después de la visita de los magos.
Vuelta la normalidad con la muerte de Herodes, se produce el regreso;
la familia se instala en Nazaret donde ya no hay nada extraordinario,
excepción hecha de la peregrinación a Jerusalén en la que se pierde
Jesús, cuando tenía doce años, hasta que José y María le encontraron
entre los doctores, al cabo de tres días de angustiosa búsqueda.
Ya, en la etapa de la “vida pública” de Jesús, María aparece
siguiendo los movimientos de su hijo con frecuencia: en Caná, saca el
primer milagro; alguna vez no se le puede aproximar por la muchedumbre o
gentío.
En el Calvario, al llegar la hora impresionante de la redención por
medio del cruentísimo sufrimiento, está presente junto a la cruz donde
padece, se entrega y muere el universal salvador que es su hijo y su
Dios.
Finalmente, está con sus nuevos hijos _que estuvieron presentes en la
Ascensión_ en el “piso de arriba” donde se hizo presente el Espíritu
Santo enviado, el Paráclito prometido, en la fiesta de Pentecostés.
Con la lógica desprendida del evangelio y avalada por la tradición,
vivió luego con Juan, el discípulo más joven, hasta que murió o no
murió, en Éfeso o en Jerusalén, y pasó al Cielo de modo perfecto,
definitivo y cabal por el querer justo de Dios que quiso glorificarla.
Dio a su hijo lo que cualquier madre da: el cuerpo, que en su caso
era por concepción milagrosa y virginal. El alma humana, espiritual e
inmortal, la crea y da Dios en cada concepción para que el hombre
engendrado sea distinto y más que el animal. La divinidad, lógico, no
nace por su eternidad.
El sujeto nacido en Belén es peculiar. Al tiempo que es Dios, es
hombre. Alta teología clasifica lo irrepetible de su ser, afirmando dos
naturalezas en única personalidad. El Dios infinito, invisible, inmenso,
omnipotente en su naturaleza es ahora pequeño, visible, tan limitado
que necesita atención. Lo invisible de Dios se hace visible en Jesús, lo
eterno de Dios entra con Jesús en la temporalidad, lo inaccesible de
Dios es ya próximo en la humanidad, la infinitud de Dios se hace
limitación en la pequeñez, la sabiduría sin límite de Dios es torpeza en
el gemido humano del bebé Jesús y la omnipotencia es ahora necesidad.
María es madre, amor, servicio, fidelidad, alegría, santidad, pureza.
La Madre de Dios contempla en sus brazos la belleza, la bondad, la
verdad con gozoso asombro y en la certeza del impenetrable misterio.