23 mayo, 2010

Solemnidad de Pentecostés


Solemnidad de Pentecostés


BENEDICTO XVI

REGINA CÆLI

Domingo 22 de mayo de 2010

¡Queridos hermanos y hermanas!

Cincuenta días después de la Pascua, celebramos la solemnidad de Pentecostés, en la que recordamos la manifestación de la potencia del Espíritu Santo, el cual -como viento y como fuego- descendió sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo y les hizo capaces de predicar con valentía el Evangelio a todas las gentes (cf Hch 2,1-13).

El misterio de Pentecostés, que justamente nosotros identificamos con ese acontecimiento, verdadero “bautismo” de la Iglesia, no se agota, sin embargo, en eso. La Iglesia, de hecho, vive constantemente de la efusión del Espíritu Santo, sin el cual agotaría sus propias fuerzas, como una barca de vela a la que le faltara el viento.

Pentecostés se renueva de manera particular en algunos momentos fuertes, tanto en el ámbito local como en el universal, tanto en pequeñas asambleas como en grandes convocatorias. Los Concilios, por ejemplo, han tenido sesiones gratificantes de especial efusión del Espíritu Santo, y entre éstas se encuentra ciertamente el Concilio Ecuménico Vaticano II.

Podemos recordar también el célebre encuentro de los movimientos eclesiales con el Venerable Juan Pablo II, aquí en la Plaza de San Pedro, precisamente en Pentecostés del 1998. Pero la Iglesia experimenta innumerables “pentecostés” que vivifican las comunidades locales: pensemos en las Liturgias, en particular aquellas vividas en momentos especiales para la vida de la comunidad, en las que la fuerza de Dios se percibe de manera evidente infundiendo en las almas alegría y entusiasmo. Pensemos en tantos congresos de oración, en los que los jóvenes sienten claramente la llamada de Dios a arraigar su vida en su amor, también consagrándose enteramente a Él.

No hay por tanto Iglesia sin Pentecostés. Y querría añadir: no hay Pentecostés sin la Virgen María. Así fue al inicio, en el Cenáculo, donde los discípulos “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” -como nos refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles (1,14).

Y así es siempre, en todo tiempo y lugar. He sido testigo también de ello hace pocos días, en Fátima. Lo que vivió, de hecho, aquella inmensa multitud, en la explanada del Santuario, donde todos éramos un solo corazón y una sola alma, ¿no es un renovado Pentecostés? En medio de nosotros estaba María, la Madre de Jesús. Es ésta la experiencia típica de los grandes Santuarios marianos -Lourdes, Guadalupe, Pompeya, Loreto- o también de los más pequeños: allá donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor da su Espíritu.

Queridos amigos, en esta fiesta de Pentecostés, también nosotros queremos estar espiritualmente unidos a la Madre de Cristo y de la Iglesia invocando con fe una renovada efusión del divino Paráclito. La invocamos para toda la Iglesia, en particular, en este Año Sacerdotal, para todos los ministros del Evangelio, para que el mensaje de salvación sea anunciado a todas las gentes.

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San Juan Bautista Rossi

Oh, San Juan Bautista Rossi,
vos sois el hijo del Dios de
la vida, y que los pecados
viendo del hombre de vuestro
tiempo, como vuestros los
tomasteis, mortificando os
en el comer, beber y dormir,
como homenaje de expiación.
A los pobres, los enfermos y
los abandonados los tuvisteis
como amigos y que, en vuestro
deseo amado de almas ganar
para el cielo, confesabais todos
los días, horas de horas. De los
enfermos consolador y gran
consejero, vivisteis así, hasta
el final de vuestros días, en los
que, a la casa de Aquél que
todo lo ve, llamado fuisteis para
coronado ser, con corona de luz;
oh, San Juan Bautista Rossi.

© 2010 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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23 de Mayo

San Juan Bautista Rossi
Confesor
(Año 1764)

Nació en 1698, en un pueblecito cerca de Génova (Italia). Cuando tenía diez años, fueron a su pueblo dos esposos muy piadosos a veranear y al ver lo piadoso y bueno que era el muchachito, pidieron permiso a sus padres para llevarlos a su casa de Génova y educarlo allá. Y sucedió que a la casa de estos esposos iban frecuentemente de visita unos padres capuchinos a pedir ayuda para los pobres y estos religiosos le dieron recomendaciones tan laudatorias del buen joven al Padre Provincial que éste lo recomendó a un Canónigo de Roma el cual lo llevó a estudiar a la ciudad eterna.

En el Colegio Romano hizo estudios con gran aplicación, ganándose la simpatía de sus profesores y compañeros, y fue ordenado sacerdote, a los 23 años. Leyó un libro algo exagerado que recomendaba hacer penitencias muy fuertes, y se dedicó a mortificarse en el comer, en el beber y en el dormir, tan exageradamente que le sobrevino una depresión nerviosa que lo dejó varios meses sin poder hacer nada. Logró rehacer sus fuerzas, pero de ahí en adelante tuvo siempre que luchar contra su mala salud.

Y aprendió que la mejor mortificación es aceptar los sufrimientos y trabajos de cada día, y hacer bien en cada momento lo que tenemos que hacer y tener paciencia con las personas y las molestias de la vida, en vez de andar dañándose la salud con mortificaciones exageradas.


Desde cuando era seminarista sentía una gran predilección por los pobres, los enfermos y los abandonados. El Sumo Pontífice había fundado un albergue para recibir a las personas que no tenían en dónde pasar la noche, y allá fue por muchos años el joven Juan Bautista a atender a los pobres y necesitados y a enseñarles el catecismo y prepararlos para recibir los sacramentos. Se llevaba varios compañeros más, sobre los cuales él ejercía una gran influencia.

También le agradaba irse por las madrugadas a la Plaza de mercado a donde llegaban los campesinos a vender sus productos. Allí enseñaba catecismo a los niños y a los mayores y preparó a muchos para hacer la confesión y recibir la Primera Comunión.

Los primeros años de su sacerdocio no se atrevía casi a confesar porque le parecía que no sabría dar los debidos consejos. Pero un día un santo Obispo le pidió que se dedicara por algún tiempo a confesar en su diócesis. Y allí descubrió Juan Bautista que este era el oficio para el cual Dios lo tenía destinado. Al volver a Roma le dijo a un amigo: “Antes yo me preguntaba cuál sería el camino para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas. Y he descubierto que la ayuda que yo puedo dar a los que se quieren salvar es: confesarlos. Es increíble el gran bien que se puede hacer en la confesión”.

Se fue a ayudar a un sacerdote en un templo a donde acudían muy pocas personas. Pero desde que comenzó Rossi a confesar allí, el templo se vio frecuentado por centenares y centenares de penitentes que venían a ser absueltos de sus pecados. Cada penitente le traía otras personas para que se confesaran con él y las conversiones que se obraban eran admirables.

El Sumo Pontífice le encomendó el oficio de ir a confesar y a predicar a los presos en las cárceles y a los empleados que dirigían las prisiones. Y allí consiguió muchas conversiones. De todas partes lo invitaban para que fuera a confesar enfermos, presos y gentes que deseaban convertirse. A muchos sitios tenía que ir a predicar misiones y obtenía del cielo numerosas conversiones. En los hospitales era estimadísimo confesor y consolador de los enfermos. Sus amigos de siempre fueron los pobres, los desamparados, los enfermos, los niños de la calle y los pecadores que deseaban convertirse. Para ellos vivió y por ellos desgastó totalmente su vida.

El se mantenía siempre humilde y listo a socorrer a todo el que le fuera posible. El 23 de mayo del año 1764, sufrió un ataque al corazón y murió a la edad de 66 años. Su pobreza era tal que el entierro tuvieron que costeárselo de limosna. La estimación por él en Roma era tan grande que a su funeral asistieron 260 sacerdotes, un arzobispo, muchos religiosos e inmenso gentío. La misa de réquiem la cantó el coro pontificio de la Basílica de Roma.

Todo el bien que habéis hecho a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo habéis hecho. (Jesucristo).

(http://www.ewtn.com/SPANISH/Saints/Juan_Bautista_Rossi_5_23.htm)