12 enero, 2012

San Arcadio


Oh, San Arcadio, vos, sois el hijo
del Dios de la vida y al que, los
tormentos de vuestro tiempo, jamás
os intimidaron y hasta el final de
vuestro martirio, rindiéndoos ante
el Dios único y eterno seguisteis,
mientras que los paganos impíos os
veían absortos en vuestra fidelidad
y, a la vez, maravillados quedaban
por vuestra fe, tanto que creían
ver al mismo Cristo en su cruz, de
amor muriendo, por los hombres del
mundo. “Primero lograrán sacar de
mi cuerpo el corazón, que sacar de
mi alma el amor hacia Jesucristo”;
decíais vos, en martirio pleno y
vuestra fe y amor eran indeclinables
y cada vez fuertes. Cuando, vuestros
verdugos os mostraban partes mutiladas
de vuestro cuerpo, dijisteis vos
ante la multitud:“Dichoso cuerpo mío
que ha podido ofrecer este sacrificio
a mi Señor Jesucristo”. Y agregasteis
luego: ”Los sufrimientos de esta vida
no son comparables con la gloria que
nos espera en el cielo. Jamás les
ofrezcan oraciones o sacrificios a los
ídolos. Sólo hay un Dios verdadero:
nuestro Dios que está en el cielo.
Y un sólo Señor: Jesucristo, Nuestro
Redentor”. Y así, vuestro cuerpo
de existir dejó, pero vuestra alma
voló, para coronada ser, con corona
de luz y eternidad, como merecéis;
oh, San Arcadio, “mártir de luz y vida”.

© 2012 by Luis Ernesto Chacón Delgado

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12 de enero
San Arcadio

Señor Dios Omnipotente: te pedimos el favor de poder exclamar como tu mártir San Arcadio: “primero lograrán sacar de mi cuerpo el corazón, que sacar de mi alma el amor hacia Jesucristo”. Haz que la esperanza del premio que nos espera en el cielo nos lleve a resistir con valentía contra los enemigos del alma nuestra. Amén.

Fue martirizado en la persecución de Diocleciano en el año 304, en Mauritania (hoy Argelia), al norte de Africa. Pertenecía a una familia muy distinguida.

Diocleciano había decretado que todo el que se declarara amigo de Cristo debía ser asesinado. Los soldados y policías penetraban a las casas de los cristianos y sacaban arrastrando a hombres y mujeres y si no querían quemar incienso a los ídolos y asistir a las procesiones de los falsos dioses, los llevaban ante los jueces para que los condenaran a muerte.

Arcadio al darse cuenta de todo esto, huyó a las montañas para que no lo llevaran a adorar ídolos. Pero la policía llegó a su casa y se llevó a uno de sus familiares como rehén, amenazando que si Arcadio no aparecía, moriría su familiar.

Entonces el joven regresó de su escondite de la montaña y se presentó ante el tribunal pidiendo que lo apresaran a él pero que dejaran libre a su familiar.

El juez le prometió la libertad para él y para su pariente si adoraba ídolos y les quemaba inciensos. Arcadio respondió: “Yo sólo adoro al Dios Unico del cielo y a su Hijo Jesucristo”. Su pariente fue puesto en libertad, pero él fue a la prisión.

Los jueces dispusieron convencerlo a base de amenazas y le dijeron que si no dejaba de ser cristiano lo despedazarían cortándole manos y pies, pedazo por pedazo. Arcadio respondió: “Pueden inventar todos los tormentos que quieran contra mí. Pero estén seguros de que nadie ni nada me apartará del amor de Jesucristo. Espero no traicionar nunca mi fe. Es tan alto el premio que espero en el cielo, que los tormentos de la tierra me parecen pocos con tal de conseguirlo”.

Le presentaron entonces ante sus ojos todos los instrumentos con los cuales acostumbraban torturar a los cristianos para que renunciaran a su religión: garfios de hierro afilados, azotes con punta de plomo, carbones encendidos, etc., etc. Pero nuestro mártir no se dejó asustar y continuó diciendo que prefería morir antes que ser infiel a la religión de Cristo.

Entonces el tribunal decreta que sea despedazado a cuchilladas, primero los brazos, pedazo por pedazo, y luego los pies. Así lo hacen. Arcadio siente que su cuerpo se estremece de dolor, pero al mismo tiempo recibe en su alma una fuerza tal del Espíritu Santo que lo mueve a entonar himnos de adoración y acción de gracias a Dios. Los que están allí presentes se sienten emocionados ante tan enorme valentía.

Cuando le presentan ante sus ojos todos los pedazos de manos y de pies que le habían quitado a cuchilladas, exclama: “Dichoso cuerpo mío que ha podido ofrecer este sacrificio a mi Señor Jesucristo”. Y dirigiéndose a los presentes les dice: ”Los sufrimientos de esta vida no son comparables con la gloria que nos espera en el cielo. Jamás les ofrezcan oraciones o sacrificios a los ídolos. Sólo hay un Dios verdadero: nuestro Dios que está en el cielo. Y un sólo Señor: Jesucristo, Nuestro Redentor”.

Y quedó suavemente dormido. Había muerto mártir de Cristo. Los paganos se quedaron maravillados de tanto valor, y los cristianos recogieron su cadáver y empezaron a honrarlo como a un gran santo.