01 diciembre, 2013

Primer Domingo de Adviento



 
¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Oíd y escuchad hermanos míos
las palabras de Jesús, que por
Marcos evangelista sabemos
pues, certeras son cuando dice:
“Así que velad, porque no
sabéis cuándo llegará el dueño
de la casa, si al atardecer
o a media noche, al canto
del gallo o al amanecer.
No sea que llegue de improviso
y os encuentre dormidos”.
Y, si esto no os basta oíd
a Isaías, cuando dice: “Nadie
invocaba Vuestro nombre, nadie
salía del letargo para adherirse
a Vos, porque Vos, nos escondías
Vuestro rostro y nos entregabais
a nuestras maldades”.
Y, con María Virgen, Madre
Vuestra y Señora Nuestra
guía de nuestro adviento,
digamos junto al Profeta
del Señor, Isaías: “Señor, Vos,
sois Nuestro Padre; nosotros
somos de arcilla y Vos, el que
nos plasma, todos nosotros
somos obra de Vuestras manos”
¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!.
 
© 2013 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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1° de Diciembre
Primer Domingo de Adviento
Autor: SS Benedicto XVI
Fuente: Catholic.net
 
Adviento: tiempo en el que se despiertan los corazones ¡Velad! Es una llamada a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que es proyectada hacia un “más allá”
 
Palabras de SS Benedicto XVI durante el rezo del Ángelus en el primer domingo de Adviento, 27 noviembre 2011
 
¡Queridos hermanos y hermanas!
 
Iniciamos en toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, a vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, a recorrer dentro de la historia del mundo, para abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera de la vuelta de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.
 
“¡Velad!”. Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio. Lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que es proyectada hacia un “más allá”, como una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad,por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
 
También Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar con una sentida oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en un cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a tí; porque tu nos escondías tu rostro y nos entregabas a nuestras maldades” (Is 64,6).
 
¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo postmoderno: las ciudades donde la vida se hace anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza, o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos.
 
En realidad, el verdadero “dueño” del mundo no es el hombre, sino Dios.
 
El Evangelio dice: “Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (Mc 13,35-36). El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia el rostro de Dios. El rostro no de un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo.
 
Con la Virgen María, que nos guía en el camino del Adviento, hagamos nuestras las palabras del profeta: “Señor, tu eres nuestro padre; nosotros somos de arcilla y tu el que nos plasma, todos nosotros somos obra de tus manos” (Is 64,7).