Oh, San Juan María Vianey; vos, sois
el hijo del Dios de la vida y cantor
de las gracias del cielo. Nadie como
vos, para con las almas charlar y la
confianza y la amistad devolverles con
Dios. Vuestra parroquia, convertisteis
de “pobre e infeliz”, en una “rica y
feliz”, porque, en vos, se cumplió lo
que San Pablo había dicho: “Dios ha
escogido lo que no vale a los ojos del
mundo, para confundir a los grandes”.
Y, así fue, hasta el día en que, os
abrazasteis a la cruz de Cristo, para
ordenaros de sacerdote, y hacer de Ars,
un oasis santo del cielo. Y, todo en
mérito, a vuestra oración constante
ante el Sacramento Santísimo, a vuestras
duras penitencias y vuestro claro hablar
en los sermones diarios, en contra de
los vicios de vuestra feligresía. Cuando
confesando estabais, decíais vos: “El
confesionario es el ataúd donde me han
sepultado estando todavía vivo”. Y, así
era, pero, justo ahí, conseguíais grandes
victorias en favor de aquellos hermanos
nuestros, por medio del amor a Cristo.
Increíble parecía que, cuando llegasteis
a Ars, un hombre solamente, a Misa iba,
y, cuando vos, de existir dejasteis,
solamente había un hombre en Ars, que
no iba a Misa. Y, así y todo, siempre
os creísteis un miserable pecador. Y,
jamás hablabais de vuestras obras o
éxitos obtenidos. A un hombre, que os
insultó en la calle, pidiéndole perdón
le escribisteis, por todo, como si vos,
hubierais sido su ofensor. Así, negando
os a vos mismo brillar, hicisteis que
el espíritu de Cristo lo hiciera, para,
a sus brazos volar, y premio justo recibir,
por vuestro amor y fidelidad, que dejará
nunca de brillar por la eternidad toda;
Oh, San Juan María, “Santo Cura de Ars”.
© 2012 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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4 de Agosto
San Juan María Vianey
El Santo Cura de Ars
Párroco Año 1859
Santo Cura de Ars: Pide a Dios que nos envíe
siempre buenos párrocos como tú.
Uno de los santos más populares en los últimos
tiempos ha sido San Juan Vianey, llamado el santo Cura de Ars. En él se ha
cumplido lo que dijo San Pablo: “Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del
mundo, para confundir a los grandes”. Era un campesino de mente rústica, nacido
en Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló la
Revolución Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Así que él
y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones
hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque
había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público su
religión. La primera comunión la hizo Juan María a los 13 años, en una
celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los campesinos llegaban
con bultos de pasto, simulando que iban a alimentar sus ganados, pero el objeto
de su viaje era asistir a la Santa Misa que celebraba un sacerdote, con grave
peligro de muerte, si los sorprendían las autoridades.
Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre
no le interesaba perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le
trabajaba en el campo. Además no era fácil conseguir seminarios en esos tiempos
tan difíciles. Y como estaban en guerra, Napoléon mandó reclutar todos los
muchachos mayores de 17 años y llevarlos al ejército. Y uno de los reclutados
fue nuestro biografiado. Se lo llevaron para el cuartel, pero por el camino, por
entrar a una iglesia a rezar, se perdió del gurpo. Volvió a presentarse, pero en
el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al hospital y cuando al día
siguiente se repuso ya los demás se habían ido. Las autoridades le ordenaron que
se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros, pero se encontró con un hombre
que le dijo. “Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir”. Lo siguió y después de
mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor que huía del
ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.
Y al llegar a un pueblo, Juan María se fue a
donde el alcalde a contarle su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien
desertara del ejército. Pero el alcalde que era muy bondadoso escondió al joven
en su casa, y lo puso a dormir en un pajar, y así estuvo trabajando escondido
por bastante tiempo, cambiándose de nombre, y escondiéndose muy hondo entre el
pasto seco, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin en 1810,
cuando Juan llevaba 14 meses de desertor el emperador Napoleón dio un decreto
perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del ejército, y Vianey pudo
volver otra vez a su hogar.
Trató de ir a estudiar al seminario pero su
intelecto era romo y duro, y no lograba aprender nada. Los profesores
exclamaban: “Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante No se le queda
nada”. Y lo echaron. Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba de
San Francisco Regis, viajando de limosna, para pedirle a ese santo su ayuda para
poder estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente, pero
adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades.
El Padre Balley había fundado por su cuenta un
pequeño seminario y allí recibió a Vianey. Al principio el sacerdote se
desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él
le enseñaba Pero su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena
voluntad tan admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo
imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.
Después de prepararlo por tres años, dándole
clases todos los días, el Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario.
Fracaso total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan
sabios le iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado de
sacerdote. Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo y lo llevó
a donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba
preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen
criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus
apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a recomendarlo al Sr.
Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó: ¿El joven Vianey es de
buena conducta? – Ellos le repondieron: “Es excelente persona. Es un modelo de
comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el más santo” “Pues si así
es – añadió el prelado – que sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte
ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás”.
Y así el 12 de agosto de 1815, fue ordenado
sacerdote, este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para
este oficio, y que luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo (4 días
después de su ordenación, nació San Juan Bosco). Los primeros tres años los pasó
como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y admirador.
Unos curitas muy sabios habían dicho por burla:
“El Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va a encantar con él,
porque ¿a dónde lo va a enviar, para que haga un buen papel?”. Y el 9 de febrero
de 1818 fue envaido a la parroquia más pobre e infeliz. Se llamaba Ars. Tenía
370 habitantes. A misa los domingos no asistían sino un hombre y algunas
mujeres. Su antecesor dejó escrito: “Las gentes de esta parroquia en lo único en
que se diferecian de los ancianos, es en que … están bautizadas”. El pueblucho
estaba lleno de cantinas y de bailaderos. Allí estará Juan Vianey de párroco
durante 41 años, hasta su muerte, y lo transformará todo.
El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método
triple para cambiar a las gentes de su desarrapada parroquia:
-Rezar mucho.
-Sacrificarse lo más posible,
y
-Hablar fuerte y duro.
¿Qué en Ars casi nadie iba a la Misa? Pues él
reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más horas a la oración
ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo estaba lleno de
cantinas y bailaderos? Pues el párroco se dedicó a las más impresionantes
penitencias para convertirlos. Durante años solamente se alimentará cada día con
unas pocas papas cocinadas.
Los lunes cocina una docena y media de papas, que
le duran hasta el jueves. Y en ese día hará otro cocinado igual con lo cual se
alimentará hasta el domingo. Es verdad que por las noches las cantinas y los
bailaderos están repletos de gentes de su parroquia, pero también es verdad que
él pasa muchas horas de cada noche rezando por ellos. ¿Y sus sermones? Ah, ahí
si que enfoca toda la artillería de sus palabras contra los vicios de sus
feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas con las que el
diablo quiere perderlos.
Cuando el Padre Vianey empieza a volverse famoso
muchas gentes se dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador a que
oiga sus sermones, y le diga que cualidades y defectos tiene este predicador. El
enviado vuelve trayendo noticias malas y buenas. El prelado le pregunta:
“¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianey? – Sí, Monseñor: Tiene tres
defectos. Primero, son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero,
siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el
juicio, el infierno y el cielo”. – ¿Y tienen también alguna cualidad estos
sermones? – pregunta Monseñor-. “Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes
se conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban
antes”.
El Obispo satisfecho y sonriente exclamó: “Por
esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres
defectos”. Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más horas leyendo y
estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego escribía. Durante otras
tres o más horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al
ganado, para tratar de aprenderlo. Después se arrodillaba por horas y horas ante
el Santísimo Sacramento en el altar, encomendándo al Señor lo que iba decir al
pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le olvidaba todo lo
que había preparado, pero lo que le decía al pueblo causaba impresionantes
conversiones. Es que se había preparado bien antes de predicar.
Pocos santos han tenido que entablar luchas tan
tremendas contra el demonio como San Juan Vianey. El diablo no podía ocultar su
canalla rabia al ver cuantas almas le quitaba este curita tan sencillo. Y lo
atacaba sin compasión. Lo derribaba de la cama. Y hasta trató de prenderle fuego
a su habitación . Lo despertaba con ruidos espantosos. Una vez le gritó:
“Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya me lo
habría llevado al abismo”.
Un día en una misión en un pueblo, varios
sacerdotes jovenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros
cuentos del Padre Vianey. El párroco los invitó a que fueran a dormir en el
dormitorio donde iba a pasar la noche el famoso padrecito. Y cuando empezaron
los tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama
hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a
burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía:
“Con el patas hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos
compinches”. Pero no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito
Satanás.
Cuando concedieron el permiso para que lo
ordenaran sacerdote, escribieron: “Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a
confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio”. Pues bien: ese fue su oficio
durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha ciencia e
inteligencia. Porque en esto lo que vale son las iluminaciones del Espíritu
Santo, y no nuestra vana ciencia que nos infla y nos llena de tonto orgullo.
Tenía que pasar 12 horas diarias en el
confesionario durante el invierno y 16 durante el verano. Para confesarse con él
había que apartar turno con tres días de anticipación. Y en el confesionario
conseguía conversiones impresionantes. Desde 1830 hasta 1845 llegaron 300
personas cada día a Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el
humilde sacerdote Vianey. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a
Ars fueron 100 mil. Junto a la casa cural había varios hoteles donde se
hospedaban los que iban a confesarse.
A las 12 de la noche se levantaba el santo
sacerdote. Luego hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba
a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes era de más de una cuadra de
larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis
empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la Santa Misa. A
las siete celebraba el santo oficio. En los últimos años el Obispo logró que a
las ocho de la mañana se tomara una taza de leche.
De ocho a once confesaba mujeres. A las 11 daba
una clase de catecismo para todas las personas que estuvieran ahí en el templo.
Eran palabras muy sencillas que le hacían inmenso bien a los oyentes. A las doce
iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar
un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con las limosnas que la gente
había traido. Por la calle la gente lo rodeaba con gran veneración y le hacían
consultas.
De una y media hasta las seis seguía
confesando. Sus consejos en la confesión eran muy breves. Pero a muchos les leía
los pecados en su pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado
sin decir. Era fuerte en combatir la borrachera y otros vicios. En el
confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que se iba a congelar de frío
en el invierno y en verano sudaba copiosamente. Pero seguía confesando como si
nada estuviera sufriendo. Decía: “El confesionario es el ataúd donde me han
sepultado estando todavía vivo”. Pero ahí era donde conseguía sus grandes
triunfos en favor de las almas.
Por la noche leía un rato, y a las ocho
se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir
confesando. Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a misa. Cuando murió
solamente había un hombre en Ars que no iba a misa. Se cerraron muchas cantinas
y bailaderos.
En Ars todos se sentían santamente
orgullosos de tener un párroco tan santo. Cuando él llegó a esa parroquia la
gente trabajaba en domingo y cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie
trabajara en los campos los domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores.
Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o éxitos
obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le escribió una carta
humildísima pidiendole perdón por todo, como si el hubiera sido quién hubiera
ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante de canónigo y nunca
se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una condecoración y él no se
la quiso colocar. Decía con humor: “Es el colmo: el gobierno condecorando a un
cobarde que desertó del ejército”. Y Dios premió su humildad con admirables
milagros. El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la
eternidad.
(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/juan_vianey_8_4.htm)