¡Oh!; Santa María, Madre del Dios Vivo, Asunta al cielo,
quiso Vuestro Hijo, jamás dejaros en este valle de lágrimas
y al cielo os elevó, en cuerpo y alma, para que desde lo alto
reinaseis el tiempo todo. Vuestra Asunción, gloriosa es
y toda ella, fundamento tiene, pues Vos, con la obra de amor
de Vuestro Hijo, contribuisteis ayudando gloriosamente
en la misión que Dios Padre, os encomendó. San Ambrosio,
San Epifanio y Timoteo, así, lo señalan. Y, San Germán
de Constantinopla, en labios de Jesús pone estas palabras:
“Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre
inseparable de tu Hijo”. San Juan Damasceno dice: “Era
necesario que aquella que había visto a su Hijo en la Cruz
y recibido en pleno corazón la espada del dolor contemplara
a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre”. Vos, María,
la “nueva Eva” sois; que de Cristo, “nuevo Adán”, recibisteis
la plenitud de la gracia y de la gloria celestial, habiendo
sido resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder
soberano de vuestro Hijo. Por ello, Vos, María, entrasteis
en la gloria, porque al Hijo de Dios, acogisteis en Vuestro
virginal seno y, en Vuestro corazón. “¡Bendita Tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”. Y, hoy, más,
que nunca, en un mundo en el que la vida se desprecia,
se degrada, se tortura y se mata, y en el que, los derechos
de los niños no nacidos, se pisotean, porque a las madres,
las asedia un nuevo dragón: los “nuevos Herodes”, que
vestidos de blanco, no sólo ansían, sino que lo hacen,
tragarse el fruto de sus vientres, por ambición y codicia.
Por todo ello, honor de nuestra raza eres, “vida y esperanza
nuestra”. “¡Oh!, Reina, llévanos hacia Vos, queremos correr
tras el olor de Vuestros perfumes hasta la montaña santa,
hasta la casa de Dios”. Porque Vos, que, a la “Vida eterna”
albergasteis, no podías menos que, dormir la muerte terrenal
del sepulcro y, por ello, a Vos, vino al que ayer le brindasteis
vuestra santa humanidad: el “Dios Vivo” para llevaros consigo,
por la eternidad eterna de los siglos de los siglos. ¡Aleluya!
¡oh!, Santa María, Asunta al cielo, “Vivo amor y luz de Dios”.
quiso Vuestro Hijo, jamás dejaros en este valle de lágrimas
y al cielo os elevó, en cuerpo y alma, para que desde lo alto
reinaseis el tiempo todo. Vuestra Asunción, gloriosa es
y toda ella, fundamento tiene, pues Vos, con la obra de amor
de Vuestro Hijo, contribuisteis ayudando gloriosamente
en la misión que Dios Padre, os encomendó. San Ambrosio,
San Epifanio y Timoteo, así, lo señalan. Y, San Germán
de Constantinopla, en labios de Jesús pone estas palabras:
“Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre
inseparable de tu Hijo”. San Juan Damasceno dice: “Era
necesario que aquella que había visto a su Hijo en la Cruz
y recibido en pleno corazón la espada del dolor contemplara
a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre”. Vos, María,
la “nueva Eva” sois; que de Cristo, “nuevo Adán”, recibisteis
la plenitud de la gracia y de la gloria celestial, habiendo
sido resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder
soberano de vuestro Hijo. Por ello, Vos, María, entrasteis
en la gloria, porque al Hijo de Dios, acogisteis en Vuestro
virginal seno y, en Vuestro corazón. “¡Bendita Tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”. Y, hoy, más,
que nunca, en un mundo en el que la vida se desprecia,
se degrada, se tortura y se mata, y en el que, los derechos
de los niños no nacidos, se pisotean, porque a las madres,
las asedia un nuevo dragón: los “nuevos Herodes”, que
vestidos de blanco, no sólo ansían, sino que lo hacen,
tragarse el fruto de sus vientres, por ambición y codicia.
Por todo ello, honor de nuestra raza eres, “vida y esperanza
nuestra”. “¡Oh!, Reina, llévanos hacia Vos, queremos correr
tras el olor de Vuestros perfumes hasta la montaña santa,
hasta la casa de Dios”. Porque Vos, que, a la “Vida eterna”
albergasteis, no podías menos que, dormir la muerte terrenal
del sepulcro y, por ello, a Vos, vino al que ayer le brindasteis
vuestra santa humanidad: el “Dios Vivo” para llevaros consigo,
por la eternidad eterna de los siglos de los siglos. ¡Aleluya!
¡oh!, Santa María, Asunta al cielo, “Vivo amor y luz de Dios”.
© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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Amor
¡Oh!, Santa María Asunta al cielo
¿Cuánto amor por Vuestro Hijo?
¡Todo!
¿Cuánto amor de Vuestro Hijo?
¡Todo!
¿Cuánto amor por Vuestros Hijos?
¡Todo!
¡Oh!, Santa María Asunta al cielo.
© 2016 by Luis Ernesto Chacón Delgado
_______________________________
15 de Agosto
La Asunción de la Virgen María a los cielos
Por: Padre Jesús Martí Ballester
Los rosales en flor y los lirios del campo la rodean como en primavera
1. LA ASUNCIÓN DE MARÍA EN LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA
“¡Qué hermosa eres, amada mía! -exclama el Cantar de los Cantares
ante la Esposa que sube a los cielos-, tus ojos de paloma por entre el
velo; tu pelo es un rebaño de cabras descolgándose por las laderas de
Galaad. Tus labios son cinta escarlata, y tu hablar, melodioso, tus
sienes dos mitades de granada.”
La Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta
en la participación de María en la misión de su Hijo, sostiene la
perenne y concorde tradición de la Iglesia. La Asunción de la Virgen
está integrada, desde siempre, en la fe del pueblo cristiano, quien, al
afirmar la llegada de María a la gloria celeste, ha querido también
proclamar la glorificación de su cuerpo, cuyo primer testimonio aparece
en los relatos apócrifos, titulados «Transitus Mariae», que se remontan a
los siglos II y III.
2. LOS PADRES. LA TRADICION. JUAN PABLO II
La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la
Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la
singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el
primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido. Así
lo testifican san Ambrosio, san Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San
Germán de Constantinopla pone en labios de Jesús estas palabras: «Es
necesario que donde yo esté, estés también tú, madre inseparable de tu
Hijo». La misma tradición ve en la maternidad divina la razón
fundamental de la Asunción. Un relato apócrifo del siglo V, atribuido al
pseudo Melitón, imagina que Cristo pregunta a Pedro y a los Apóstoles
qué destino merece María, y ellos le responden: «Señor, elegiste a tu
esclava, para que se convirtiera en tu morada inmaculada. Por tanto,
dado que reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que
resucites el cuerpo de tu madre y la lleves contigo, dichosa, al cielo».
La maternidad divina, que hizo del cuerpo de María la morada inmaculada
del Señor, funda su destino glorioso. San Germán, lleno de poesía, dice
que el amor de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su
Hijo divino en el cielo: «Como un niño busca y desea la presencia de su
madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así
también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no
cabe duda alguna, volvieras a él. ¿Y no era conveniente que, de
cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente
filial, te tomara consigo?». E integra la relación entre Cristo y María
con la dimensión salvífica de la maternidad: «Era necesario que la madre
de la Vida compartiera la morada de la Vida». San Juan Damasceno
subraya: «Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz
y recibido en pleno corazón la espada del dolor contemplara a ese Hijo
suyo sentado a la diestra del Padre».
A la luz del misterio pascual, se ve la oportunidad de que la Madre
fuera glorificada después de la muerte junto con el Hijo. El Vaticano
II, recordando el misterio de la Asunción, lo une al privilegio de la
Inmaculada Concepción: Precisamente porque fue «preservada libre de toda
mancha de pecado original» (LG, 59), María no debía permanecer como los
demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La
ausencia del pecado original y su santidad perfecta desde el primer
instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena
glorificación de su alma y de su cuerpo. Contemplando el misterio de la
Asunción de la Virgen, se entiende el plan de la Providencia divina con
respecto a la humanidad. María es la primera criatura humana después de
Cristo, en la que se realiza el ideal escatológico, anticipando la
plenitud de la felicidad, mediante la resurrección de los cuerpos. En la
Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de
promover a la mujer. Como había sucedido en el origen del género humano,
en el proyecto de Dios el ideal escatológico debía revelarse en una
pareja. Por eso, en la gloria celestial, al lado de Cristo resucitado
hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva, primicias
de la resurrección general de los cuerpos de toda la humanidad.
Ciertamente, la condición escatológica de Cristo y la de María no se han
de poner en el mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo, nuevo
Adán, la plenitud de gracia y de gloria celestial, habiendo sido
resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder soberano del Hijo, lo
que pone de relieve que la Asunción de María manifiesta la nobleza y la
dignidad del cuerpo humano.
Frente a la profanación y al envilecimiento a los que la sociedad
moderna somete frecuentemente el cuerpo femenino, el misterio de la
Asunción proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo
humano, llamado por el Señor a transformarse en instrumento de santidad y
a participar en su gloria. María entró en la gloria, porque acogió al
Hijo de Dios en su seno virginal y en su corazón. Contemplándola, el
cristiano aprende a descubrir el valor de su cuerpo y a custodiarlo como
templo de Dios, en espera de la resurrección. La Asunción, privilegio
concedido a la Madre de Dios, representa así un inmenso valor para la
vida y el destino de la humanidad (Juan Pablo II).
3. LOS POETAS
“Apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida del
sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas” (Ap 11,19).
Maravillado y transido de belleza canta el poeta: “¿A dónde va, cuando
se va la llama? ¿A dónde va, cuando se va la rosa? ¿Qué regazo, qué
esfera deleitosa, ¿qué amor de Padre la abraza y la reclama?. Esta vez
como aquella, aunque distinto; el Hijo ascendió al Padre en pura flecha.
Hoy va la Madre al Hijo, va derecha al Uno y Trino, el trono en su
recinto. No se nos pierde, no; se va y se queda. Coronada de cielos,
tierra añora y baja en descensión de Mediadora, rampa de amor, dulcísima
vereda”.
4. SI MARIA TRIUNFA DEL PECADO, TAMBIEN DE LA MUERTE
El Apocalipsis pinta la imagen prodigiosa de una mujer glorificada
que aparece encinta, a punto de dar a luz, “gritando entre los espasmos
del parto”, y acosada por un “enorme dragón rojo con siete cabezas y
diez cuernos y siete diademas en las cabezas, dispuesto a tragarse el
niño en cuanto naciera”. El águila de Patmos vio en esta revelación a la
Iglesia, en su doble dimensión de luminosidad y de oscuridad, de
grandeza y de tribulación, coronada de estrellas y gritando de dolor.
María, Madre del Hijo de Dios, Cabeza de la Iglesia que va a nacer, es
también la primera hija privilegiada de la Iglesia, triunfadora del
dragón que quiere devorar a la Madre y al Niño, pero fracasa en su
intento porque el niño fue arrebatado al cielo junto al trono de Dios,
mientras ella ha escapado al desierto. El misterio del mal en el mundo
produce escándalo en algunos hombres. ¿Cómo Dios permite todo si lo
puede arreglar todo? No se tiene en cuenta la libertad humana que Dios
respeta conscientemente; ni la limitación del mundo creado, con sus
leyes inmutables; ni la maldad del maligno, que intenta devorar a los
hijos de la mujer mientras vivan en este destierro. Ni que Dios a ese
mundo dolorido, probado y exhausto, le tiende la Mano Poderosa, que
ayuda y restauradora del bien.
El pueblo de Israel fue llevado por Dios al desierto, como la esposa
de Oseas, para hablarle al corazón y fortalecerlo en el amor y en el
coraje para implantar “el reino de nuestro Dios”, “victoria que ya
llega”. Con María estamos todos en el desierto con la fuerza del
Espíritu que nos ayuda a vencer los peligros del erial repleto de
emboscadas.
5. MARIA FIGURA Y PRIMICIA DE LA IGLESIA
Pero si María ha sido subida al cielo, como tipo de la Iglesia,
también lo será la Iglesia. Aunque hoy nos sintamos terrenos y
pecadores, porque en el desierto “la Iglesia es a la vez santa y
pecadora”, seremos en el mundo futuro, resucitados y enaltecidos. Mirad
cómo la traen entre alegría y algazara al palacio real ante la presencia
del rey, prendado de la belleza de la reina, enjoyada de oro a la
derecha del rey. Contemplad cómo le dice el rey: “Escucha, hija, inclina
el oído a las palabras enamoradas que brotan de mi corazón encendido
contemplando tu hermosura” (Sal 44). Y gozad con “el ejército de los
ángeles que está lleno de alegría y de fiesta”. “¡Bendita tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” (Lc 1,39). Salta también de
gozo Juan en el seno de Isabel. La fiesta de los ángeles del cielo se
comunica por anticipado al pueblo de la montaña, donde, con la prisa del
amor, llegó María, con un Jesús chiquitín en sus entrañas. El Espíritu
Santo invadió aquella casa e hizo cantar a aquellas mujeres dichosas las
grandezas y maravillas del Señor. María se sintió inspirada y proclamó
el “Magnificat” cantando su alegría porque el Señor ha mirado la
humillación de su esclava. Y como supo que la llamarían feliz todas las
generaciones de los hombres, lo cantó sin complejos. Y enalteció la
misericordia que tiene y que tendrá siempre, de generación en
generación, con sus fieles amados. Y afirmó que no se había olvidado de
lo prometido a nuestros primeros padres, a Abraham y su descendencia
para siempre: porque una mujer aplastaría la cabeza de la serpiente, “el
dragón rojo”. María, ya glorificada en el cielo, no se olvida de los
hermanos de su Hijo, que se debaten en las tentaciones y asechanzas del
dragón en el desierto. Porque en el cielo no ha dejado su oficio
salvador, sino que continúa alcanzándonos los dones de la eterna
salvación (LG 62). “La Madre de Jesús, de la misma manera que ya
glorificada en el cielo en cuerpo y alma, es imagen y principio de la
Iglesia que llegará a la perfección en la vida futura, así también en
esta tierra antecede como una antorcha radiante de esperanza segura y de
consuelo para el pueblo de Dios peregrinante” (LG 68).
6. CULMINACION DEL EVANGELIO DE LA VIDA
En un mundo en que se desprecia la vida, en que se degrada la vida,
en que se mata y se tortura la vida, en que se pisotean los derechos de
las personas y del niño no nacido que el dragón en las madres, nuevos
Herodes, quieren tragarse, tú honor de nuestra raza, eres “vida y
esperanza nuestra”. Cuando el Papa Pío XII definió el dogma de la
Asunción, la Escuela Psicoanalítica de Zurich, dirigida por Jung,
declaró que la definición del dogma había sido una respuesta genial al
desprecio de la vida y la persona humana. Hija de un designio eterno,
María es el epítome de todas las perfecciones. Si Dios tuviese necesidad
del tiempo como nosotros, habría tenido que emplear la eternidad para
idear una criatura tan perfecta. Ni el pecado proyectó su sombra en
aquella alma privilegiada, ni la fealdad sentó su garra en aquel cuerpo
transfigurado por celestiales reverberos. Ni se marchitaron sus nardos,
ni palideció su luz, ni desapareció la fragante frescura que había
dejado en ella la gloria del Verbo, al descender como rocío silencioso a
sus entrañas. Admirados y gozosos han celebrado los Santos Padres la
belleza de María. “San Juan Damasceno llama a María “la buena gracia de
la naturaleza humana y el ornamento de la creación”.
El Areopagita, si San Pablo no le hubiese enseñado el nombre del Dios
único, deslumbrado por el brillo de su rostro, la hubiera tomado por la
misma divinidad. “Nada puede compararse a su belleza, dice San
Epifanio, una belleza en que se mezclan la dulzura y la majestad, que
levanta hacia Dios e inspira los nobles pensamientos, que ilumina el
alma y hace germinar el santo amor”. Viendo a Beatriz con los ojos fijos
ante su imagen gloriosa, cantaba el Dante: “El amor que la precede,
hiela los corazones vulgares y arranca los malos brotes del corazón.
Todo el que se detenga a contemplarla, se convertirá en una noble
criatura o morirá a sus pies.” En medio de los dolores del Calvario,
grandes como el mar, pudimos llamarla la más hermosa entre las mujeres; y
cuando, terminados los años de su peregrinación terrena, sale de esta
tierra que se había iluminado con sus ojos y enjoyecidos con su llanto,
los coros celestiales claman llenos de estupor: “¿Quién es ésta que
viene del desierto, bañada de encantos, bella como la luna, escogida
como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla?”.
7. LA MUERTE DE MARIA
La muerte no se atrevió a destruir aquella maravilla de la mano de
Dios. Ella que se había reído de Nemrod el cazador, de Hércules el
invencible, y de Alejandro, debelador de imperios, llegaba ahora tímida y
temblando, como una madre que se acerca de puntillas a la cuna de su
niño dormido. Ni reacciones dolorosas, ni muecas grotescas, ni violentas
sacudidas, ni lágrimas, ni espasmos, ni terrores. Su cuerpo se durmió
con la gracia de un clavel desprendido de la clavellina; como un susurro
del viento en el hayedo; como un arpegio de arpa al impulso del aire,
como una orquídea dorada mecida en el perfume de las albahacas, como una
ola de espuma en la playa de un mar de oro. Como el parpadeo de una
estrella que se va escondiendo en el cielo; con el balanceo de una
espiga dorada y granada mecida por el susurro del viento primaveral. Asi
se inclinaría el cuerpo de la Virgen María, así sería su último
suspiro, así brillarían sus ojos purísimos en aquella hora. Calma
dulcísima de atardecer, nube de incienso que se pierde en el azul, flor
que se cierra, sol que se desmaya en la curva del horizonte para arder
resplandeciendo en otro hemisferio infinitamente más luminoso y más
bello. Eso sería la muerte de María; un sueño dulcísimo, una separación
inefable, un éxtasis de amor. “Ella es -exclama San Bernardo- la que
pudo decir con verdad: “He sido herida del amor”, porque la flecha del
amor de Cristo la transverberó de tal modo que en su corazón virginal
cada átomo se incendió en un fuego soberano.
Fue una muerte de amor, de aquel amor que es más fuerte que la
muerte, el que transverberó a Santa Teresa. El que le hacía decir
aquellas palabras escritas para ella: “Hijas de Jerusalén, por los
ciervos del campo os conjuro, decidme si habéis visto a mi amado, porque
me muero de amor.” “Vuelve, vuelve ya, amado mío vuelve con la
celeridad del cervatillo”. San Francisco de Sales decía: “Es imposible
imaginar que esta verdadera Madre natural del Hijo de Dios haya muerto
de otra muerte; muerte la más noble de todas y debida a la más noble
vida que hubo jamás entre las criaturas; muerte que los ángeles mismos
desearían gustar, si fuesen capaces de morir.” Fue una “dormición”, como
decían los primeros cristianos, y siguen diciendo los cristianos
orientales; una salida, un éxodo, según la expresión de los españoles de
la Edad Media. La Iglesia Romana dice Asunción. Dios quiso que María
pasase por la muerte, como su Hijo, aunque no la merecía, para
ofrecernos el tipo de una muerte santa y el consuelo de su auxilio en
nuestra hora suprema. María pasó por la muerte, dice San Agustín, pero
no se quedó en ella. Así cantaba el poeta: Meced a la esposa mía para
que se duerma ahora: “Tota pulchra es María Tota pulchra et decora.”
¡Sueño bienaventurado! ¡Cuan dulcemente reposa! Por las cabras del
collado, por los ciervos corredores, no despertéis a la esposa, que en
los brazos del Amado se está muriendo de amores. Del cielo descendía la
invitación apremiante: “Ven, amiga mía, paloma mía, inmaculada mía; ya
pasó el invierno, cesó la lluvia y el granizo; ven para ser coronada con
corona de gracias.” Y María enamorada, susurraba:“Quedéme y olvidéme el
rostro recliné sobre el Amado cesó todo y quedéme dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado”.
8. LA HORA TRIUNFAL
Un rumor extraño se alza en el sepulcro de Getsemaní donde reposan
los restos sagrados. Zumbidos de alas, súbitos resplandores, embajadas
de ángeles, como el de la noche sobre la gruta de Belén. Los lirios
esparcen sus más exquisitos perfumes, las brisas traen caricias de
jardines, los olivos inclinan suavemente sus ramas. Después, una
procesión de luces, un soberano concierto, una voz acariciadora, un
sepulcro vacío y una mujer que atraviesa los cielos, vestida de sol,
llevando la luna por pedestal y, en torno suyo, cortejo de ángeles y de
serafines. Es la Madre de Dios; como decía el poeta medieval, “la llama
coronada que se va en pos de su divina primogenitura; la rosa en que el
Verbo se hizo carne; la estrella fulgente que triunfa en la altura como
triunfó en los abismos”.
El prodigio epilogaba una vida endiosada. El círculo abierto en el
misterio de la Concepción Inmaculada se cerraba con el de la Asunción
gloriosa. De todos los siglos cristianos brota la exclamación admirada:
“La Virgen María ha sido trasladada al tálamo celeste, donde el Rey de
la gloria se sienta sobre un trono de estrellas.” Hace más de mil años
clamaba ya la liturgia en el día de la Asunción: “Alégremonos en el
Señor al celebrar esta fiesta admirando tanto más la maravillosa
traslación de María, cuanto más conveniente nos parece ese fin
singular”. ¿Qué cosa más natural que pase a otra vida sin dolor la que
había dado a luz sin dolor? ¿Y qué más conveniente que ver libre de la
corrupción a la que había permanecido sin mancha? La Madre de la Vida,
no podía dormir en la muerte. La Madre del camino no podía quedarse en
medio del camino. La Madre de la Luz no debía dormir en las tinieblas
del sepulcro. Ante esa figura que se aleja de nuestro suelo radiante y
gloriosa, la Iglesia llena de admiración, estalla en cánticos de
alabanza mezclados con las más bellas imágenes, los ecos del Antiguo
Testamento, los encantos de la naturaleza y el fulgor del lirismo: Vi su
radiante figura remontándose a la altura recostada en el Amado. Y era
como una paloma que sube del agua pura cortando el aire callado: un
inenarrable aroma dejaba su vestidura, como si todas las flores que
tiene la primavera condensaran sus olores en su hermosa cabellera. Y
ella subía, subía, Subía hasta el Cielo sumo como varita de humo, que
hacia los aires envía la mirra más excelente. mezclada con el incienso; y
el claro sol, a su ascenso, le rodeaba la frente.
9. LA RECEPCION CELESTIAL
El amor del Padre a la Madre Inmaculada de su Hijo y el del Hijo a su
Madre, Esposa del Espíritu, a la gloria celeste la ensalzan. No se
puede comparar el recibimiento que Salomón hizo a su madre Betsabé
cuando llegó a su palacio real, que se levantó para recibirla y le hizo
una inclinación; luego se sentó en el trono, mandó poner un trono para
su madre, y Betsabé se sentó a su derecha” (1 Re 2,19), con el que el
Rey del Cielo le ha hecho a su madre glorificada con su abrazo tierno y
eterno. “Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Porque ha pasado
el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la
vega, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos; apuntan los
frutos en la higuera, la viña en flor difunde perfume. Levántate, amada
mía, hermosa mía, ven a mí” (Cant 2,10). Cuando surge el amor en el
alma, el cuerpo exulta y resplandece. Y el amor a María, que creció
siempre enamorada y “enferma de amor”, “decidle que adolezco, peno y
muero”, ha llegado a la cumbre donde Dios hace la suprema excelsa
maravilla de la criatura nueva que a todos nos precede y nos arrastra,
dominando la muerte. El río de amor rebosante convertido en mar, ha
entrado en el océano infinito de felicidad y la dulzura. “ El día
primero de noviembre de 1950, el Papa Pío XII proclamó solemnemente:
“Declaramos, definimos, que la Santísima Virgen María, cumplido el curso
de su vida mortal, fue asumpta en cuerpo y alma a la gloria del cielo”.
10. LA LEYENDA AUREA
Se escriben y se cuentan las narraciones más exquisitas de la leyenda
dorada, un drama, lleno de vida, que termina con un epílogo bellísimo;
una deliciosa historia, propia del genio oriental, iluminada de
estrellas y de ángeles, perfumada de inciensos y azucenas, decorada de
todas las maravillas del cielo y de todas las bellezas de la tierra.
Empezó a difundirse por el Oriente en el siglo V con el nombre de un
discípulo de San Juan, Melitón de Sardes; más tarde, Gregorio de Tours
la da a conocer en las Galias; los españoles de la Reconquista también
la leían, y los cristianos de la Edad Media buscaron en sus páginas
alimento de fe y entusiasmo religioso. Un Ángel se aparecía a la Virgen y
le entregaba la palma diciendo: “María, levántate; te traigo esta rama
de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu
cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda.” María tomó la
palma, que brillaba como el lucero matutino, y el ángel desapareció.
Esta salutación angélica fue el preludio del gran acontecimiento. Poco
después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por toda la
tierra, se sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa, que les
llevaba hacia Jerusalén.
Sin saber cómo, se encontraron reunidos en
torno de aquel lecho, con efluvios de altar, en que la Madre de su
Maestro esperaba la venida de la muerte. De repente sonó un trueno
fragoroso, la habitación se llenó de perfumes, y apareció Cristo con un
cortejo de serafines vestidos de dalmáticas de fuego. Arriba, los coros
angélicos cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía a su Madre:
“Ven, amada mía, yo te colocaré sobre un trono resplandeciente, porque
he deseado tu belleza.” Y María respondió: ” Proclama mi alma la
grandeza al Señor.” Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la
tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas, espirales de
incienso y misteriosas armonías.
El corazón limpio, había cesado de latir; pero un halo divino
iluminaba la carne inmaculada. Se levantó Pedro y dijo a sus compañeros:
“Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad este cuerpo, más puro
que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro
nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas prodigiosas.” Se
formó el cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los
Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba
San Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles batían sus alas
sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: “No te
abandonaré, margarita mía, no te abandonaré, porque fuiste templo del
Espíritu Santo y habitación del Inefable.” Al tercer día, los Apóstoles
que velaban en torno del sepulcro oyeron una voz muy conocida, que
repetía las antiguas palabras del Cenáculo: “La paz sea con vosotros.”
Era Jesús que venía a llevarse el cuerpo de su Madre. Temblando de amor y
de respeto, el Arcángel San Miguel lo arrebató del sepulcro y, unido al
alma para siempre, fue dulcemente colocado en una carroza de luz y
transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás sudoroso y
jadeante. Siempre llega tarde, pero ahora tiene razón: viene de la India
lejana: Interroga y escudriña; es inútil: en el sepulcro sólo quedan
aromas de jazmines y azahares. En los aires, una estela luminosa cae
junto a los pies de Tomás, el ceñidor que le envía la Virgen en señal de
despedida.
11. AUNQUE LA IGLESIA NO LA RECOGE EN SU LITURGIA, PERMITIO QUE SE EXTENDIERA
Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de los cristianos.
La Iglesia romana rehusó recogerla en sus libros litúrgicos, pero la
dejó correr libremente para edificación de los fieles. Propagada por la
piedad del pueblo, recorrió todos los países, penetró en la literatura,
inspiró a los poetas y se hizo popular cuando en el valle de Josafat
descubrieron los cruzados aquel sepulcro en que se habían obrado tantas
maravillas, y sobre el cual suspendieron ellos innumerables lámparas
de oro. Pero nadie la recogió con más amor ni la interpretó con tanta
belleza como los artistas. La primera representación es anterior a la
leyenda escrita. Se encuentra en un sarcófago romano de la basílica de
Santa Engracia en Zaragoza. María aparece de pie en medio de los
Apóstoles. Desde lo alto asoma una mano que aprisiona la suya,
recordando aquellas frases del relato apócrifo: “El Señor extendió su
mano y la puso sobre la Virgen; Ella la abrazó y la llevó a los ojos y
lloró. Los discípulos se le acercaron diciendo: ¡0h Madre de la luz,
ruega por este mundo que abandonas! Finalmente, el Señor extendió su
mano santa y, tomando aquella alma pura, la llevó al tesoro del Padre.”
12. LOS TESTIMONIOS DE LA BELLEZA
Después se suceden las representaciones en las telas, en los marfiles
y en los mosaicos. Tanto el románico como el gótico convierten el
tema, en una verdadera historia en la piedra. Unas veces veremos a los
Apóstoles en torno de María moribunda; otras, desfila el cortejo
precedido por el discípulo amado; otras, el grupo apostólico aparece a
la puerta del monumento; o se presenta el ángel para arrebatar su presa a
la muerte y al sepulcro. Motivos particularmente amados por el Oriente,
que, más que la Asunción, celebra la Dormición de María. Los
occidentales prefieren representar el momento en que María atraviesa los
cielos pisando estrellas y alas de ángeles. Murillo y Rafael y los
imagineros del Siglo de Oro la representaron en sus retablos. Nos
trasportan al Cielo, poniendo ante nuestros ojos el momento de la
coronación, como el cuadro del Louvre en que Fray Angélico nos presenta a
María coronada por su Hijo entre coros de vírgenes, de santos y de
mártires, vestidos de celestes colores. Pero ya dos siglos antes el tema
estaba tratado con grandeza en Notre Dame de París, y al escultor había
precedido el maestro románico de Silos. Se ha combinado la Anunciación
con la Coronación. Gabriel dobla la rodilla, pronunciando su mensaje con
graciosa sonrisa. Dos ángeles salen de las nubes y colocan la corona en
las sienes de María. Su diestra hace un gesto de sorpresa ante el
anuncio del mensajero divino, pero todo en su actitud revela imperio y
majestad. En el Cielo y en la tierra todo se reunía para celebrar el
triunfo definitivo de la Madre de Dios: el hombre y el ángel, la flor y
la estrella, la inocencia y el pecado, la fe y el amor, la poesía y el
arte, en un concierto universal en honor del vuelo sublime. La Madre del
amor y de la esperanza se aleja de nosotros; pero no se nos ocurre
llorar, sino asociarnos a los júbilos del paraíso. Ni un eco de
melancolía en las melodías de la liturgia; a no ser aquel en que,
imaginando a María en el momento de trasponer las nubes, se nos ocurre
levantar a ella nuestro anhelo, y, asiendo la punta de su manto, repetir
las palabras bíblicas: “Oh Reina, llévanos en pos de ti; queremos
correr tras el olor de tus perfumes hasta la montaña santa, hasta la
casa de Dios”. Pero ya llegará el día de nuestro triunfo, porque también
para nosotros hay una silla y una corona.
13. El MISTERIO DE ELCHE
Después del Concilio de Trento y basado en los Evangelios Apócrifos y
en la Leyenda Aurea, surge El Misterio de Elche, drama asuncionista del
siglo XV, que se celebra en la Basílica de Santa María, por bula papal
de Urbano VIII en 1632, y que en la actualidad opta a ser declarado
Patrimonio Oral e Intangible por la UNESCO. Se desarrolla en dos actos,
en La Vesprá, se representa la muerte de María y La Festa, describe el
entierro, la asunción y la coronación de la Virgen. Bajo la cúpula de la
Basílica se coloca un cadafal, donde se desarrollan las escenas del
drama asuncionista. En la cima de la cúpula, que dista 22 metros desde
el cadafal, hay una abertura cubierta por una enorme tela pintada que
simula el cielo, donde se esconden los artilugios que hacen aparecer y
desaparecer los actores, que crean la magia del Misterio. La Festa La
Magrana, una granada gigante desciende y al abrirse desprende una lluvia
de oropel, transporta al ángel con la palma para comunicar a la Virgen
su próxima muerte y su asunción a los cielos. En la Vesprá el Araceli
transporta a cinco ángeles para llevar el alma de María al cielo y pedir
a los apóstoles que la entierren en el valle de Josafat, y en la Festa,
el ángel con el alma de la Virgen es sustituido por la imagen de la
Virgen dormida. En la Coronación, Dios Padre corona a la Virgen en la
apoteosis del Misterio. Para manifestar nuestro júbilo por la gloria de
nuestra Madre, prenda sagrada de nuestra gloria. Es bien que todos
llenemos nuestras almas de alegría, por la grandeza en que vemos a
nuestra Madre María; pues Dios le ha querido dar tan soberanos honores,
porque ella los ha de usar para mejor perdonar a los pobres pecadores. A
la gloria celeste la ensalzan.
(http://www.mariologia.org/reflexionesmarianas917.htm)